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Resulta admirable que un hombre ocupado, padre de familia y presa (como el resto de los mortales) de esta extraña situación de confinamiento provocada la pandemia y la retórica del miedo, no haya perdido -ni por asomo- su vivacidad, su carácter jovial y su enorme voluntad para acumular montañas de dibujos. Se conjuga en él una particular tiranía entre los órdenes de la sensación y los estados de la conciencia. Es de esa manera que logra una fruición vital envidiable que le lleva a producir sin cansancio, a soñar despierto y a jugarse su rol en la utopía frente al voraz escepticismo Mientras que a muchos (yo no me incluyo) las contradicciones, las frustraciones y los temores, le provocan una suerte de parálisis intelectual y afectiva, a este hombre hermoso, repito, le sucede lo contrario: aflora en él, paradójicamente, un sentimiento de permanencia y un deseo de estar. Hablo, claro está, de Juan Luis Cerrajero.

Llevo años observando el trabajo de este artista, su evolución y sus arrebatos. Y solo puedo afirmar, lo dije en su momento y lo repito ahora, que me encanta su obra. Una obra que puede ser leída, desde cualquier punto de vista, como un auténtico diario de derivas, de emancipaciones y de turbaciones. Su prerrogativa, parece decirnos, es la de acumular la enormidad de mundo y el espesor de la de vida en el cuerpo de un dibujo, en los límites, siempre lapsos, de un folio. Si no fuera por esa vocación desmedida, si no fuera por ese ímpetu juvenil a la hora del hacer y del pensar, podría leer los signos de su poética desde lugares más aburridos y menos atrevidos. Pero lo cierto es que Luis, que ya es un avezado en el campo del arte, tantea sobre el papel y sobre el lienzo como si estuviera siempre comenzando, como si cada día fuera el inicio de todo, pero con la misma resolución de otros tiempos en los que él y yo éramos más jóvenes. Creo que es esa falta de gravedad y ese desinterés hacia la inclinación institucional, lo que resguarda su obra del espíritu del luto. Lo esencial de un dominio nunca debería institucionalizarse; debería, contrariamente, habitar en la libertad del horizonte, debería de conservar esa voz tan propia y singular que toda regulación estrangula y sepulta. Todos corren desesperados por entrar en el mausoleo; él no.

Si me dijeran, por ejemplo, que la obra de Cerrajero se inscribe en los azarosos mapas del Art Brut, no dudaría ni instante en respaldar esa decisión crítica. Más que nada porque, lejos de las consideraciones ideológicas y las jerarquizaciones (des)favorables del término, su propuesta, en parte, rubrica su existencia al margen de la cultura oficial, de las prostituciones venidas a menos y del contrato cínico de los que se dicen periféricos y antisistema, siendo, ellos mismos, los árbitros del poder cultural. La obra de Cerrajero, este apellido suyo siempre me provoca la risa cómplice, se desmarca de la centralizada -viciada y viciosa- de la comunidad a la que pertenece. Esa distancia, lamentable para algunos, se traduce en beneficio para él. Una ganancia “cualitativa” de la que él debe (debería) estar orgulloso. Esa comunidad, tristemente, se revela atravesada por las dinámicas contractuales del gueto y las políticas de lo siniestro/excluyente. Una comunidad que se debe, en primera y última instancia a la idoneidad y pertinencia del discurso crítico, pero que aborta la crítica en tanto que reducto fecal y agente perturbador. Me refiero, sin que me tiemble el pulso, a una comunidad artística habitada por aduladores y falsos admiradores. Una comunidad en la que a la verdadera admiración se le opone el sentimiento bajo de la envidia. Una comunidad que desplaza la observación y el juicio de valor sobre los hallazgos intelectuales para hurgar en los episodios personales. Una comunidad, al cabo, endogámica y mediocre.

Puede, tal vez, que todas estas razones sirvan, por encima de ese tono sombrío anterior, para recomendar una visita premeditada y afectiva al imaginario de Cerrajero. Este artista español, como el artesano que acumula cuotas de oficio y de tiempo para la labor de orquestar objetivaciones culturales que le trasciende, precisa de una facultad fuera de serie para la sistemática producción de dibujos que, muchas veces, emanan de sueños o de situaciones paradójicas y hasta deliciosamente literarias. El caso es que, con destreza y paciencia extrema, ha ido acumulando carpetas insondables de trazos enfáticos en las que aflora una señal a modo de identidad: el vértigo por la línea, la erótica de un trazar y trazar sobre la superficie plana, emulando en parte la narrativa del amante furtivo que persigue, en vano, el objeto díscolo de su deseo.

Sus dibujos son una joyita discreta y también grandiosa, una entrega por ediciones que no hace ruido salvo el de la presencia silenciosa y felina en redes sociales y en los muros de amigos que, como yo, compartimos parte de su producción. Vale la pena mirarlos, hurgar en ellos, advertir sus dobleces y embestidas, husmear en el revés, en las posibles implicaciones y multiplicaciones de un yo poético que habla desde la angularidad y desde el borde. Los dibujos de Cerrajero habitan un espacio periférico del panorama mediático, pero no en un espacio relacionado, en modo alguno con ese no-lugar tan llevado y traído como condición del otro, sino, y si me apuran, en los márgenes de este último. Cerrajero es un artista de vocación, desterrando así la improvisación fraudulenta y escatológica de los gritos del ahora y del aquí, ladeando la impertinencia egocentrista y el narcisismo más empobrecedor. Su obra es un gesto de indignación, una manera -metaforizada si se quiere- de reacción estoica frente a las restricciones y a las malas practicas de un sistema deformado y deformante. Cuántas veces he dicho que lo subversivo está allí y se hace valer donde menos lo parece o menos lo presentimos.

Sus dibujos son pura perturbación y elegía perpetuada. Existe en ellos una suerte de canto a lo lateral, a lo dionisíaco y apolíneo, la celebración de lo imperfecto como ideal de perfección en si mismo. Observo sus dibujos y me resulta infinita la gimnasia de malabares y acrobacias complejas que en ellos se dirimen, como si la estrategia dibujística supusiera un bálsamo al dolor o a ciertas nostalgias escritas en el texto de la cultura, estampadas en él, tatuadas en el tejido de muchas otras simbologías y herencias. Cabría preguntarse ¿en qué no se ha convertido el dibujo en los últimos tiempos? Luego de su restitución y epifanía vuelve a campear un panorama de arrebatos y de catástrofes. Sin embargo, no todo el dibujo que consumo me provoca y me seduce en su totalidad. Las piezas de Cerrajero tienen algo que se descubre luego de una observación pormenorizada y aguda. En ellos se afirma la ansiedad con la que dibuja, la pasión reducida y enmascarada en cada trazo, la descomposición del orden y la búsqueda, acaso imposible, de una plenitud estética solo hallada, en parte, por medio de ese fervor que localiza el deseo por encima la cultura, la plenitud por encima del orden, la libertad más allá de toda predisposición y exigencia, el arte por sobre su definición.

El artista, el tremendo artista que es Juan, prueba sus fuerzas sobre cualquier tema que obviamente estimula su pensamiento y pone en juego su sensibilidad. Su dibujo, al parecer, excluye toda restricción, utilizando todas las posibilidades semánticas de la línea y su fractura, su juego erótico y su énfasis cíclico-redundante. Su empleo e injerencia en la superficie sigue siendo infinito e indefinido, sigue siendo, por adicción confesada, un acto de libertad y de afirmación. Examina sus objetos, los analiza multilateralmente, lo pesa, lo palma, hace cávala con ellos. De ahí que acoja, con libertad y sin complejos, el mundo referencial de las ideas y de los sueños, el espacio irregular de la subjetividad y de los ideales rotos. Se interesa más por el ser que por los esquemas -siempre rancios y ortodoxos- del deber ser. En su raro sistema de representación habita la criatura deformada que somos todos y todas, se expresa, más que en ninguna otra parte, la perversa dimensión metafísica del yo. Esa en la que pueden convivir los opuestos.

Uno de los más granes errores del dibujo (y del arte), es proponer una nebulosa conceptual como pretexto de profundidad o, por otra parte, un esteticismo frívolo y anodino que delata la falta narrativa propia. El trabajo de Cerrajero no se alista en esas filas, se sale de ese sitio, deambula, libremente, por los ámbitos del placer y de la fruición de ideas. Su visualidad es poderosa en la medida en que es directamente proporcional a su humildad. La grandeza de una obra está determina, muchas veces o la mayor parte del tiempo, por su elocuente honestidad.

La pasión, la voluntad por comunicar, el deseo más allá del vicio, la naturalidad frente a la impostación, la bondad opuesta a la arrogancia, el placer por encima de la tiranía fálica importa más, siempre importa más.

No importan los cerrojos; la puerta quedará abierta.