“Yo me invito a entrar a la casa del vino
cuyas puertas siempre abiertas
no sirven para salir.” (Jorge Teillier).
En un momento como este, deambular entre el malhumor exacerbado y el catastrofismo impúdico, no es ninguna solución. Tampoco lo es caer en el hermetismo y querer olvidarse del mundo, viendo en el ostracismo un mecanismo de defensa extrema, ya que nos guste o no, somos lo suficientemente gregarios como para pensar en volver a compartir, una vez que podamos salir del caparazón.
Luego de este encarcelamiento sanitario, que opera de manera subconsciente, reseteando nuestras vidas y normalizando esta forma subsidiaria de relacionarnos a distancia. Un esfuerzo emocional considerable, al cual debemos adicionar esta horrenda monotonía, y en donde el desinhibirnos en torno a un buen trago, termina siendo el mal menor, ya que como dijo Charles Bukowski –“Beber es algo emocional. Te sacude frente a la estandarización de la vida de todos los días, te lleva fuera de eso que es lo mismo siempre. Tira de tu cuerpo y de tu mente y los arroja contra la pared. Tengo la impresión de que beber es una forma de suicido en cual se te permite regresar a la vida y comenzar de nuevo al día siguiente. Es como matarte a ti mismo y después renacer. Creo que hasta ahora he vivido diez o quince mil vidas”. Contundente reflexión que me motiva a hacer una revisión de las muchas obras nacidas en torno a un buen trago. Parte de lo cual lo podemos apreciar en uno de los frescos del Génesis de la Capilla Sixtina pintado Miguel Ángel La Embriaguez de Noé (1509), pero además en Sileno ebrio (1626) de José de Ribera y en El albañil borracho (1786) de Francisco de Goya, pero también en Los borrachos (1883) del belga, James Ensor, solo por mencionar algunos, de este acápite introductorio libre de culpa.
Ahora, saltando a una época más próxima, me gustaría destacar a John Currin, con esa irreverente mirada en la cual se funden la densidad plástica, la vacuidad y el manierismo de una sociedad decadente retratada tanto la superficialidad de Stamford después del brunch, como en el flirteo de Park City Grill, (ambas del 2000), donde un trago es la infaltable disculpa, que además origina dos interesantes obras expresionistas como el Retrato de la periodista Sylvia von Harden (1926), pintado por Otto Dix, quien sucumbe ante esa mujer de aspecto andrógino, de particular corte de pelo y monóculo, enfrentada a una triste copa, y ese Autorretrato con copa de champán (1919) de Max Beckmann, las que junto a Resaca (1888) de Toulouse Lautrec, recrean la figura del solitario amparado en su interminable trago.
Razón de sobra para volver a Bukowski – “Ese es el problema de beber, pensaba, mientras me servía un trago. Si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno pasa, bebes para celebrar; y si nada pasa, bebes para que hacer que algo pase”. Así pareciera decir Cagnaccio Di San Pietro, en Después de la orgía (1928) con una composición en donde yacen cuerpos, botellas y copas desparramadas como vestigios de un inesperado fin de fiesta, del que también pudo ser parte Willehad Eilers, conocido como Wayne Horse con ese Reabastecimiento a presión (2019), y su visión defectuosa pero a la vez antropológica sobre la condición humana, tergiversada por un constante chocar de copas a la cual se pliegan con su arrebato las Chicas en la noche (2018) de Malcolm Liepke y el Blue bar (2007), de Ashley Bickerton’s, con su estrambótica, surrealista y paródica impugnación estética escapada del clásico cliché.
Un transitar que por cierto no se completa sin una mirada local, en la que desde ya surge la figura de Sergio Larraín, quien dio a conocer no sólo el Rostro de Chile (1960), sino la bohemia de bares y burdeles de Valparaíso en Los siete espejos (1963), como un fotógrafo omnisciente lleno de encuadres cortados, contrapicados y tomas a ras de suelo, en que da cuenta de una genealogía marginal y suburbana que deambula en la trastienda. En ese contexto, igual de relevantes son las pinturas de Gonzalo Ilabaca, quien a partir de un escenario común, reconfigura por medio de fuertes pinceladas el panorama narrativo de los bares porteños, imprimiéndole su inigualable sello. Al cual se suma con una aguafuerte Carlos Maturana, Bororo con un grupo de comensales compartiendo en la barra de la Fuente Alemana, con un guiño que va de lo abstracto a lo figurativo.
Volviendo a la fotografía, un personaje que ve en este espirituoso sentimiento un leiv motiv inolvidable es Anders Petersen, quien por casi tres años estuvo fotografiando el bar del Café Lehmitz en Hamburgo, local donde realizó su primera exposición individual en los 70’ clavando 350 fotografías en sus paredes. Lugar donde se dejó llevar por la espontaneidad y la impudicia de una realidad fuera de borda, desprejuiciadamente atemporal. Otro gran artista que ha sabido plasmar a los invisibles es Bruce Gilder, de quien destaco, sólo una hermosa y solitaria fotografía en la cual se ve a Santa Claus, haciendo un alto en un bar de los suburbios de Brooklyn.
Para finalmente llegar a Corazón Maldito (1961), obra de Patricio Guzmán Campos, fotógrafo, documentalista y discípulo de Antonio Quintana, que deja entrever una realidad instalada en nuestro paisaje como una postal costumbrista, en la que se evidencia el desenfado de una pareja al interior de una ramada o fonda, desde donde dan ganas de levantar el vaso con todo desparpajo y gritar- Me tomo el último y me voy.