Moisés llega a casa, pero no lo hace solo. Con él llega, también, una enorme carpeta, casi más grande que él. Se hace el distraído, un recurso bastante habitual en su performance del día a día. Le reconozco dos tics: o ejerce la distracción por medio de un horizonte de temas frívolos o ensaya la postura de un hiperbólico desenfado que encuentra en la risa enfática su mejor aliada. Me observa, entra y sale de su habitación sin motivos aparentes. Abre la nevera, toma una cerveza, y otra, y otra. Me mira entonces y me dice “he traído unas cosas que me gustaría mucho que vieras”.
Es aquí donde comienza todo.
De repente, y sólo con ese aviso, comienza un desfile visual del que seguramente yo no me hubiera atrevido a escribir con otras embestidas analíticas que fueran más allá de una descripción de superficie. Entre él y yo se interponían láminas minimalistas muy hermosas, de una apariencia en extremo cuidada, que, además, resultan tremendamente engañosas y versátiles. Lo mismo pueden verse de una parte que de otra, en su anverso y reverso. Me asaltó una sensación de complacencia retiniana, pero también de duda.
- Te podría interesar:
Recordando a Luis Sepúlveda | “América Latina limita al norte con el odio y no tiene más puntos cardinales”
La máquina de confinamiento atómico: convivencia en el espacio doméstico
Sin más, le pregunto ¿cómo has hecho esto? Él, con un verbo ligeramente torpe y algo nervioso, me explica el proceso de construcción de las piezas, haciéndome saber que usó una pared de gotelé sobre la que exponía estas superficies de papel y acetato para ser lijadas a conciencia. Se embreta así en una explicación que excede el tiempo de lo esperado (y lo deseado) por mí, interrumpiéndole yo entonces para preguntarle lo que más importaba el ¿porqué? Fue ahí cuando, me mira fijo y me responde afirmando que, atendiendo a una charla anterior que tuvimos meses atrás, había decidido trabajar siguiendo un eje temático y conceptual bien definido sin que ello supusiera el abandono de sus protocolos de actuación que hasta ahora había seguido. Y sin redundar en más me dice firmemente “estas piezas tienen que ver (o lo pretenden) con el cuerpo, la enfermedad, el dolor y, especialmente, con mi miedo personal al Sarcoma de Kaposi que han padecido algunos amigos”.
Sentí entonces una bofetada rotunda y una gran satisfacción. Bofetada, porque me arrebató la razón frente a lo que pensé podía ser otra digresión formalista sin mayor complejidad en el orden de las ideas y en el ámbito de enunciación; satisfacción, porque descubrí en silencio el alcance real y la rentabilidad intelectual de aquella charla que cité antes, en la que fui de todo menos amable. A veces un crítico de arte no es consciente de hasta dónde puede llegar (calar) o no una conversación en torno a una propuesta, pero en este caso lo he podido comprobar, para mi beneficio y el suyo. Especialmente para el suyo, que es el autor de esta hermosa obra.
Sabido la anterior, la cosa adquiere otro nivel. De repente todo comienza a tener un sentido, las metáforas afloran con tal grado de elocuencia que se dispensa ante mí un universo de posibles relaciones y de complicidades muy bien orquestadas entre técnica, proceso, concepto y enunciado. Esas láminas ya no eran, o no únicamente, accidentes formales con mayor o menor acierto estético. Dejaron de serlo para convertirse en evidencias enfáticas. Se trata de superficies agujereadas, extrañas, sutiles, conmovedoras. Superficies que no son sino la metáfora más elocuente de un cuerpo vulnerable y doliente. Un cuerpo que es señalado desde la oportuna cita al indicio de mayor evidencia y visibilidad: la piel que lo envuelve, la piel que habita. Esa misma que, en cualquier caso, le revela sano o le advierte enfermo.
Ahora, la técnica, la gramática del proceso y la narración dependiente de ello, disponen un amplio ramillete de sentidos que demanda de la exégesis aguada y oportuna. La obra anuncia así un escenario referencial que va desde Susan Sontag hasta Félix González Torres. Desde La enfermedad y sus metáforas hasta los montículos de caramelos mudos en una galería de Manhattan, el arte contemporáneo ha sido testigo, con desigual fortuna, de la recurrencia de lo patológico y lo escatológico en la dimensión corporal de la obra de arte. El gotelé y el sarcoma cifran, de este modo, una señal hermenéutica cuanto menos inquietante, cuanto menos perturbadora, cuanto menos específica. Moisés solapa ambas realidades y las convierte en un símbolo de resistencia y no de debilidad.
Se sabe que el gotelé (del francés goutte o gouttelette, gota o gotita) es una técnica que permite esparcir pintura al temple un tanto más espesa de lo habitual, de tal manera que durante su aplicación aparezcan gotas o grumos de material que produzcan una superficie final de acabado grumoso. En la mayoría de los casos es utilizada por su capacidad para disimular las imperfecciones en las paredes de los edificios. Hablamos, por tanto, de superficie, de apariencia, de subterfugio, de una especie de piel construida. Por su parte, el sarcoma de Kaposi -algo de lo que bien puedo hablar en primera persona toda vez que lo padecí- es “un cáncer que produce parches de tejido anormal que crecen debajo de la piel, en el revestimiento de la boca, la nariz y la garganta, en los ganglios linfáticos o en otros órganos. Las lesiones del sarcoma de Kaposi suelen manifestarse como puntos violáceos indoloros en las piernas, los pies o el rostro. También pueden aparecer lesiones en la zona genital, la boca o los ganglios linfáticos. En el caso del sarcoma de Kaposi, cuando este es grave, pueden producirse lesiones en el tubo digestivo y los pulmones, justo donde mi cuerpo le ofreció cobijo, exponiéndome a trece meses de quimioterapia en un tiempo cifrado por la incertidumbre y la pérdida del sueño. Un tiempo en el que, por suerte, me aferré a la escritura como lo haría un náufrago a una tabla. La escritura me salvó entonces y me salva ahora. El arte, en cambio, nos salva a todos.
Este dato de mi biografía no me permite, por más que me resista, leer estas obras desde la impostura concertada o desde la distancia crítica que tanto se exige para el “correcto” arbitraje del juicio de valor. Estas obras de Moisés, construidas a partir de la idea de un gotelé peligroso y señalando los territorios de la enfermedad, de la infección, del contagio -sin rozar ni por asomo el efectismo y la decadencia- me tocan muy hondo. Su poder reside, no en lo que se ve, sino, y mejor que todo, en lo que sugieren. Resultan piezas alusivas, referenciales y bellas. Su apariencia es abstracta, completamente abstracta. Pero hablamos de una abstracción que se convierte en escritura y por tanto en una suerte de relato personal con amplia implicación colectiva.
Esa abstracción redunda entonces en la idea de lo corporal expandido. Traza el mapa una nueva dimensión ontológica en la que la tríada cuerpo-piel-enfermedad se convierte en la alegoría de este tiempo nuestro. Y no hablo de un cuerpo como una evidencia fáctica. Hablo, distinto de ello, de un cuerpo alusivo, ausente. Hablo de una fina elipsis que se regodea en la belleza y no el fétido. “La idea del cuerpo como una cosa en sí, ontológicamente verificable y situada más allá de cualquier eventualidad o factor de índole conceptual que pudiera mundanizar en su realidad, ha hecho definitivamente crisis, para dejar paso a otra forma de pensar lo corporal que parte de la evidencia de que, en cada “opocamiento performativo” del cuerpo que se encuentra movilizado en su totalidad, en su entera dimensión, en esa “vez” que concentra y particulariza toda su evidencia”[1].
Estas nuevas piezas de Moisés son, sin lugar a duda, la evidencia de un miedo, el exorcismo de la ansiedad manifiesta y la certificación de que el dolor y la incertidumbre no están reñidos con los dominios inefables de lo bello. El espíritu de estas obras gana por su misma honestidad y su determinación, per se, de no apelar a lo grandilocuente, lo sanguinolento y lo abyecto, en tanto que señales estereotipadas de este tipo de discurso. En ellas habita un deseo de decir, una necesidad de expresión, un intento de reflexionar sobres los límites invisibles y las realidades transparentes de una corporalidad expuesta siempre al contagio.
El hecho mismo de otorgar un sentido a los acontecimientos, de organizar el hecho estético como respuesta a las pulsiones de una voz interior, hace que las obras se vuelvan dialógicas e interpelantes. No desde la contestación aireada, sino desde la reflexión introspectiva. Tal vez por ello, al observar estas superficies, advierto en ellas una lógica inmanente que, de una forma más o menos explicita, señala los estadios de una piel universal. La piel de todos, mi piel, la tuya, la de ellos. Piel, cuerpo, desecho, accidente, virus, infección, resultan, al cabo, zonas enfáticas, ámbitos de sentido o espacios de referencia a los que aludir (o sobre los que pensar) cuando realizamos el visionado de estas obras. Y ello no quiere decir, en modo alguno, que sea este el único contexto de interpretación y lectura. Seguramente vendrán otros críticos y curadores que descubran otros indicios, otras pistas y otros enclaves analíticos.
Leo el statement del artista y descubro esta afirmación que se me antoja, desde todo punto de vista, bastante sintomática. “Nuestro cuerpo, sir ir más lejos, es un contenedor de cosas que desechamos: el pelo, las uñas de los pies, de las manos. Nos esforzamos en desechar lo que entendemos como las capas del tiempo. Entablemos, respecto de nosotros mismos, una especie de tiranía. Contamos el cabello por largo o para procurar que no crezca; también porque se nos cae a ratos. Cortamos la barba, el vello púbico y corporal, desechamos todo aquello que suponemos un añadido a tenor de ciertas normas estéticas o patrones de belleza. Esa excusa nos sirve para arremeter contra el cuerpo en una dirección u otra, incluso hasta en el ámbito sexual. Parte en mi trabajo, o el centro mismo de este, es una clara reflexión sobre lo evanescente, lo frágil, lo carente de interés o lo desprovisto de altas cuotas de estimación. Es, en suma, una reflexión hasta cierto punto paradójica entre lo volátil y lo eterno”.
Queda claro que lo corporal, ya sea por medio la elipsis, ya sea por la recurrencia a la metáfora, ya sea por la evidencia misma (rara vez constatable en sus imágenes), constituye el núcleo duro y de especulación digresiva en las coordenadas de articulación estética de este artista salvadoreño, instalado hace ya casi veinte años en la ciudad de Madrid. Dicho esto último, cabría señalar que la experiencia del viaje, viene a ser otra de esas coincidencias que acercan nuestras biografías. Como él, como Félix y como muchos otros artistas, yo también viajé un día. Todo hicimos un viaje doloroso y salvífico, todos dijimos adiós y emprendimos otro camino, lejos, muy lejos de nuestro lugar de origen. Un viaje que nada tiene que ver con el turismo y la dispersión en los escenarios lúdicos del otro. Hablo de un viaje que es existencial, un viaje que se convierte en tatuaje, en marca. No sin olvidar jamás que el orgullo por la cicatriz desarma a quienes insisten en recordarnos la herida.
Mientras tanto, y habida cuenta de lo anterior, sigo descubriendo pistas que me permiten la generación de un discurso crítico lo suficientemente subjetivo, lo suficientemente oportuno y audaz como para pretextar la especulación por sobre cualquier principio de objetividad y de razón instrumental. Descubro, para mi sorpresa, que la justificación del minimalismo de Moisés, no se halla en la evidencia formal-estructural; sino, en un argumento conceptual. Tanto es así que él mismo escribe: “Estamos todo el tiempo atrapados en lo que me gusta llamar un acto performativo del despojo. Nos despojamos de capas, de actitudes, de elementos, al mismo tiempo que, en esa misma dinámica, seguimos abducidos por el consumo de otras tantas”.
Es aquí, en el centro mismo de esta afirmación, que encuentro la razón mayor de su propuesta formal. Frente a la bulimia del consumo, frente a la capitalista necesidad de la tenencia y de la apropiación, Moisés, por el contrario, y en el cuerpo central de la obra, apuesta por la anorexia de elementos gratuitos. No necesita del exceso, sino de la eficacia gramatical de decirlo todo sin saber cómo. Las obras se organizan en torno a una idea que las convierte en discurso autónomo, por lo que el repertorio deviene en anatomía consumada. La obra asume la voz, se rompe el silencio.
En ese gotelé se registra, entonces, el heroísmo de la debilidad.