Hace apenas unos días, en una aproximación crítica a la obra de un artista cubano, señalaba cómo el arte, sin pretenderlo muchas veces, se traduce en testimonio anticipado o en una suerte de síntoma enfático de las circunstancias de su tiempo: de las bondades y de las adversidades de éste. Por estos días observo obras que bien podrían relatar, por sí solas, la radiografía de una infracción concertada, ser ellas la imagen de un tiempo extraño, de un instante de suspensión en el que la parálisis y la incertidumbre apuntan hacia el centro mismo de nuestra subjetividad. Una subjetividad que, de repente, se descubre lateral, disidente, escurridiza, en permanente estado de fuga.
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Cuando pienso en las obras del artista español Paco Díaz, tengo la certeza de que, pasado este momento, la crítica de arte, el ensayo artístico, la narrativa exegética que gusta de leer poéticas y establecer su presunta ubicación y pertenencia a un contexto u otro, tendrá que reformular muchas miradas, tendrá que reescribir ciertas afirmaciones, tendrá, al cabo, que pensarse a sí misma, frente a este universo de piezas que anticiparon, sin quererlo, la visión metaforizada de un principio de realidad escalofriante y rotundo.
Las imágenes de Paco, sorprendentemente, describen un mundo fantasmal y en suspensión. La tensión dramática entre la existencia y el vacío, la totalidad y la nada, se convierte en el rostro más visible de esas mismas ciudades que hasta ahora habían resultado ser el objeto de admiración y de culto de todo su trabajo. Nuestros mejores relatores, lo he dicho siempre, no son los cronistas de la inmediatez en la búsqueda afanosa de una urgencia informativa o de un engaño mediático sujeto a la tiranía del Like. Nuestros mejores relatores son, con largueza, nuestros artistas. Son ellos lo que de una forma u otra se las agencian para ensayar el comentario crítico audaz, la estrategia de interlocución pertinente, la certificación del alcance salvífico de la metáfora por encima de los grados de contingencia más pedestres. Sus imágenes, insisto, enfatizan el exilio del ser humano de su principal espacio de actuación: la urbe moderna. Y no son ellas una apología ni una derrota; son, con diferencia, la alegoría (hiperbólica) de un estado de cosas.
Desde siempre, nuestra voz interior lucha en medio de un diálogo frenético con los desvíos de las idealizaciones y los síntomas recurrentes de las abstracciones. Digamos, ahora, que el tono tajante, categórico y oportunista a nada conduce sino a la locura y a la cerrazón. No existe nada más justo y redentor de la belleza, que sus lances entre amorosos y terapéuticos. Es en ella, en su pedestal tranquilo, circunspecto y humano, donde reside el vértigo de lo trascendente, el paradigma enraizado de lo portentosamente dialógico. Muchas obras de arte expresan de ordinario su insensatez, reservando para otras el grado de lucidez que lo bello demanda. Las ciudades de Paco, con suerte, anulan el juicio de la razón cartesiana para elaborar -todavía más- el sentido de la ilusión y de la omnipotencia. Paco, aquí y ahora, se erige en algo así como un árbitro del mundo en desgaste para dispensar la elocuencia de la paradójica belleza, allí donde la fealdad y la desidia deciden trazar sus instintos argumentales más impertinentes y obtusos.
Tal vez por ello su propuesta me gusta en la misma medida en que me inquieta. El enfoque formal que prodiga su obra, sujeto a un extraño impulso minimalista y barroco a un tiempo, me fascina. La suya resulta una estética que opera en el ámbito de dos realidades distintas: el escenario de lo real, de una parte; el espacio de la ficción, de otra. Al cabo, cabría preguntarse cuáles son eso límites y si estos podrían definirse así, sin más. Paco centra la mirada en esa tensión narrativa. Explora, con certeza, las maniobras de aproximación y de coqueteo entre un ámbito y otro, introduciendo una deformación equilibrada que otorgo otro carácter a los nuevos espacios. Sus prefiguraciones artísticas están más cercas de la literatura, de la ficción, del desvío retórico, que de la propia escritura que solventa el decir sobre las artes visuales. Su obra, impregnada de un esteticismo tonificante, se organiza sobre el cuerpo de lo retiniano para domesticar la rabia tan propia de lo abyecto y de lo escatológico que tanto rendimiento tienen en el arte contemporáneo.
Habita en él un entusiasmo que suscita ese juego de oposiciones (o de superposiciones) entre un espacio urbano y otro. Sus piezas revisten una intensa particularidad y es la de someter a diálogo, en un mismo “espacio de representación”, la idea de una transgresión liberadora junto al principio de la represión gregaria. Esas casas flotantes con patas larguísimas señalan ese lugar que -para mí- bien podría ser el de los sueños, la ilusión, la utopía, la metáfora -si acaso- de la soledad misma. No existe pensamiento utópico que no conduzca, de facto, a la soledad y al dolor. Estas láminas (fotografías manipuladas digitalmente) resultan la constatación idealizada de esas utopías que se aferran a los asideros de lo retóricamente hermoso en lugar de ceder espacio y aliento a la soberbia del principio corruptor universal. El malestar que habita en los senderos de la realidad, se suple, aquí, por medio de la ductilidad del tropo y la gracia de los destierros de la razón instrumental. Su obra, sin duda, especula la posibilidad de un mundo distinto. Sueña, desde su interior, con otra organización del mapa, del territorio. Una forma de cotejar realidad y ficción, sin arrebatos y sin contradicciones extremas.
No resulta extraño que, en una de sus declaraciones más recientes, el al artista deja saber que “hace años realizo cuadros, dibujos y fotografías en donde el paisaje y la arquitectura son el medio para hablar de la necesidad de encontrar un lugar en el mundo, un territorio a perpetuidad o de demostrar nuestro afán por trascender, de salir fuera de nuestros límites y conquistar aquello que no alcanzamos a ver desde nuestra posición de partida, a tenor del miedo a lo desconocido cuando cruzamos la frontera del hogar. Utilizo la fotografía para generar imágenes de dos tipos: las que tienen el afán de desconcertar porque lo que muestran podría ser real; luego, imágenes que hasta un niño puede ver como algo falso, un artificio contextual que forma parte de un mundo paralelo con sus propias reglas. Algo no muy lejano a los frescos de las bóvedas barrocas, cuyo objetivo era hacer creíble lo imposible, el paraíso”. Baste subrayar aquí esa relación enfática entre lo real, o aquello que lo parecen, y el artificio que vulnera la apariencia en busca de efectos varios. Es por ello que, desde el primer momento que observé la obra de Paco, pensé en la reverberación de la retórica barroca, en la dinámica de una especulación fruitiva que le aleja del artesano avieso para acercarle al alquimista.
Su obra pareciera representar ese cisma, esa línea, esa frontera que se avista entre el pragmatismo utilitario-tecnócrata y la perspectiva de un proyecto humanista y de expansión de la realidad a ras de tierra. No habría que oponer una realidad a otra, como tampoco exacerbar los desvaríos entre el modelo racional-concreto y el de la pulsión poética desenfrenada. Por el contrario, seduciría más, tal vez, especular sus nexos de comunión, sus aproximaciones y cópulas por encime -siempre- del principio disyuntor y la rancia tendencia a la jerarquización permanente. La obra de este artista español es, de alguna manera, la producción de relato que, deliberadamente, da cuenta de nuestros deseos, ambiciones y angustias.
Otra ciudad es posible, otro mundo es posible, parece decirnos el artista a través de su obra. Otra ciudad y otra vida para habitarla, también, claro, resultarían posible y necesario. Paco ensaya una escritura sobre la idea del purgatorio. Ese espacio heterotópico en que se exige a la desinfección de todas las cuotas de malicia y de mediocridad con las que bregamos por esta tierra nuestra. Tal y como él mismo afirma, se trata de “casas que se elevan, que ascienden a un estrato superior y que, en su configuración básica de cuatro paredes, cubierta a dos aguas y suelo, se han despojado de lo superfluo para alcanzar lo esencial. Y abajo, la ciudad como cementerio, como lugar en donde se acumulan estratos, despojos. Un sitio de indudable atractivo con fecha de caducidad”. Esas casas, esos escenarios, esos set idealizados y atemporales, remiten, por fuerza, una configuración escritural de que se sirve de la realidad y de los sueños en su afán de rescatar a la utopía de su destierro cruel.
No menos interesante resulta el sentido que la obra otorga a las nociones del “doble”. Un escritor extraordinario como Jorge Luis Borges, creo, habría disfrutado de estas paridades, de estas simulaciones, de estos hermosos engaños. Siendo, como fue, un cultor excepcional del barroco, lo cierto es que su escritura barroca goza, también, de la austeridad. Algo que se da, de un modo bastante particular, en la obra de Paco. La dualidad se aferra el festín de lo abundante pero no sin cierta sujeción a la economía de recursos, no sin cierta vocación por la primacía del orden y de lo estrictamente acotado. La ruptura de los ejes simétricos, el desorden de las jerarquías, la alusión por sobre la evidencia, tiene lugar en un contexto visual en el que la gratificación por lo bello importa más que la asepsia o la esterilidad que anida en el ruido de las llamadas poéticas del triunfo.
Paco tiene algo muy claro cuando despliega las artes amatorias sobre la superficie especular de su obra: el mundo necesita de respiración y de calma. El mundo, a ratos, queda suspendido en esa capacidad del hombre para amar aquello que termina destruyendo.