¿Quién es la Negra Ester hoy? Esa es la pregunta que se nos plantea a Cuerpo pretérito, obra de teatro de la Compañía Interdicta, dirigida por Samantha Manzur, y que tras su estreno en el GAM en mayo, volvió a la cartelera durante septiembre.
Antes de entrar a la sala, separan al público en dos grupos y le anuncian que estará de pie durante una visita guiada que antecede a la obra. Alguien de la compañía pregunta a los asistentes si recuerdan a personajes como la Japonesita, la Esperanza o la misma Negra Ester, o sencillamente si han visto o conocen la obra. La mayoría contesta en susurros, murmurando tímidamente, poco acostumbrados a ser interpelados en el teatro. Por mi parte, mientras espero que dejen pasar a mi grupo, trato de evocar silenciosamente algunos vagos recuerdos del montaje al que fui hace años: las décimas recitadas entre graznidos de gaviotas, que eran simulados por trompetas apagadas; la música que me pareció melancólica a pesar de cierto aire festivo; y la visión lejana, polvorienta de esas ventanas maltrechas, vistas desde unas galerías de fierro en un enorme sitio eriazo de la comuna de Pedro Aguirre Cerda.
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Cuando finalmente entramos, avanzamos casi a oscuras entre plintos de madera y colgadores de ropa metida en bolsas plásticas selladas al vacío. De fondo suena una voz femenina y lejana que se alterna con una voz sintética, computacional, el audioguía del recorrido que describe cada una de las piezas de este inesperado museo.
Los focos se centran en uno de los voluntarios, una mujer, y la voz en off pregunta, ¿quién es la Negra Ester hoy? Y luego realiza una pregunta aún más extraña, ¿son estos gestos –que aparecen en las fotos, y que los actores y el público intentan imitar– chilenos?
La colección misma es una serie de 43 piezas provenientes de restos del montaje de la Negra Ester, muchos de ellos donados por el escenógrafo Daniel Palma: vestidos, pañuelos, los míticos guantes de terciopelo negro, una curiosa bolsa llena de cabezas de maniquíes con sus respectivas pelucas, además de latas con cintas y un VHS. Otros objetos de la escenografía, como candilejas, ventanas, un tocador de madera portátil y un fragmento de las baldosas, son traídos al lugar por los actores, que los colocan en los plintos e invitan al público a tocarlos. La voz que inunda el lugar recalca que esos objetos fueron recuperados de basurales o casas abandonadas, para luego recorrer el mundo junto a la compañía del Gran Circo Teatro.
A partir de ese momento aparecen otro tipo de piezas: parado sobre uno de los plintos o tarimas, un actor gesticula reiteradamente una frase y un chillido con la impostación de su voz travestida; mientras en una pantalla se proyectan fotos históricas de la obra, se suman otros dos actores, imitando gestos que aparecen en estas, y finalmente, tres supuestos voluntarios del público siguen las instrucciones que se les dan por unos audífonos. Éstos hacen equilibrio sobre una línea blanca marcada en el piso, y gritan o saltan inesperadamente. De pronto, los focos se centran en uno de los voluntarios, una mujer, y la voz en off pregunta, ¿quién es la Negra Ester hoy? Y luego realiza una pregunta aún más extraña, ¿son estos gestos –que aparecen en las fotos, y que los actores y el público intentan imitar– chilenos?
Los actores de la compañía entonces enuncian lo que las fotos callan y reproducen el audio de los videos censurados: es así como, a través de una colección de cuerpos, esta experiencia museal-teatral –como sus creadores la han llamado– completa su colección.
La obra de La Negra Ester había alcanzado un carácter de hito del teatro chileno al ser probablemente una de las obras con más espectadores, contando alrededor de seis millones desde su estreno en la Plazuela O’Higgins de Puente Alto en 1988. Y ahora, en este escenario, no explican que, a pesar de su gran importancia como patrimonio cultural, los derechos sobre la obra emblemática del Gran Circo Teatro, pertenecen legalmente a los herederos de Andrés Pérez – director y fundador de la compañía–, figura clave de la renovación de las artes escénicas chilenas, que había dado sus primeros pasos en la Compañía de Teatro Itinerante a fines de los 70, quien incorporó técnicas de teatro callejero al teatro en tablas y alternó su trabajo como director, dramaturgo y coreógrafo hasta su muerte el año 2002. Esto último ha impedido la libre utilización de registros audiovisuales en escena. En ese momento nos invitan a sentarnos, pero lejos de romper o instaurar la ilusión teatral, la caracterización de esos cuerpos como parte de la exhibición de un jardín de aclimatación o zoológico, me producen la sensación de una corporalidad esquematizada y distante, hundida en la profilaxis del video y la legalidad. Los actores de la compañía entonces enuncian lo que las fotos callan y reproducen el audio de los videos censurados: es así como, a través de una colección de cuerpos, esta experiencia museal-teatral –como sus creadores la han llamado– completa su colección. Pero faltaba la última pieza.
La segunda parte de la obra corresponde a una secuela teatral escrita por Bosco Cayo, que intenta responder a las preguntas planteadas al comienzo. Aquí la figura de la Negra Ester ha mutado en una peluquera llamada Sandra Barraza, que sufre al tratar de ocultar su pasado prostibulario a su hijo. En sus años mozos, esta mujer había desfilado por las camas de los más variopintos moteles junto a toda una ralea de políticos y empresarios, a través de los cuales tuvo acceso a toda la sordidez de la transición, de cuya hipocresía y corrupción se ha beneficiado hasta ahora. El otro personaje que aparece en el horizonte es Esperanza –un travesti enfermo de SIDA al que debe ir a buscar para resolver sus deudas con el pasado– que, al igual que ella, ha sobrevivido apenas con las migajas con que sus clientes han querido comprar su silencio.
Este epílogo es, por supuesto, sólo uno de los futuros posibles. La resolución trágica que habita en potencia a los personajes. Los actores representan papeles distintos a los de la obra original, pero con el mismo vestuario recuperado y con los mismos gestos, realzando las lágrimas con dos dedos bajo el ojo, gritando con un brazo hacia atrás y hacia arriba, realizando exagerados movimientos de ojos como muestra de contrición.
La pregunta por la chilenidad de esos gestos y rostros pone en evidencia no sólo el artificio de los movimientos estereotipados, trascritos como partituras de danza y reproducidos a partir de los videos encontrados en la web, sino también devela cómo la puesta en escena original se apropiaba de elementos heterogéneos y de tiempos diversos. Al momento de su estreno en 1988, la obra hacía resonar en su contexto –los últimos años de la Dictadura militar–, las memorias en verso de Roberto Parra ambientadas en el legendario puerto de San Antonio de los años 30 o 40; además, se valía de las distintas estrategias que Andrés Pérez había perfeccionado y aprendido en el Théâtre du Soleil, que incluían técnicas de teatro callejero, circo y pantomima, o los movimientos de ojos y el rostro provenientes del Kathakali –danza tradicional india–, además de una metodología según la cual los actores ensayaban todos los papeles antes de ser asignados definitivamente.
Ambas obras son retro en su registro –la figura del travesti se apropia creativamente de eso, mezclando telas y trajes de época, con dichos e inflexiones incongruentes entre sí– del mismo modo que ambas recogen la musicalidad del habla popular en el verso. En este contexto, hay que la secuela realiza un gesto, doblemente arqueológico. Por un lado rescata lo que en el original ya era algo así como el fantástico fósil viviente de un cabaret porteño y, por otro lado, ubicando la narración de la vida de Sandra Barraza en las postrimerías de la dictadura los primeros años de la transición, hace una radiografía incómoda del personaje icónico de la Negra Ester. Esto último pues ni el trasunto de Ester ni el de Esperanza –mucho menos el pálido trasunto de Roberto Parra que aquí es el hijo de Sandra– son personajes que verdaderamente atraigan una simpatía absoluta. En primer lugar, porque ambos confiesan sus retorcidas complicidades y simpatías políticas; en segundo, porque ponen de manifiesto, con evidente desenfado, un desborde sexual que ignora la sublimación pintoresca, pero no sus consecuencias sociales y políticas.
A pesar de que el epílogo pretende ser la solución materialista o realista de ese idilio truncado, de ese ensueño que reclama su carácter de arquetipo chileno, al salir del teatro quedo con la sensación de que todo ese repertorio corporal está hecho de una misma eterna repetición de nacimientos, muertes y traiciones, secretos y reconocimientos. Como si lo chileno no pudiera sino volver a aparecer como una sucesión de gestos cómicos, vulgares, sofisticados y estilizados hasta la caricatura y el dolor, entre la garúa de un puerto y los vidrios quebrados entre la resaca del alcohol y del mar.