“No nacemos como mujer, sino que nos convertimos en una”.
– Simone de Beauvoir.
Bajo ese predicamento podemos entender que la condición de género, va más allá de una genitalidad, estereotipo o autoasignado rol. Obedece a un constructo desarrollado social e históricamente, que por definición indica el actuar de una mujer en relación a ese hombre, juez y parte de esta citada conversión, pero en la cual –siendo justo– se adhieren pretéritas generaciones de madres y abuelas cómplices, que como afirmara Marcela Lagarde en Los cautiverios de las mujeres, madresposas, monjas, putas, presas y locas: “Las ideologías patriarcales hacen que muchas mujeres estén no sólo cautivas, sino también cautivadas”, apoyando un mutismo que alienta al macho dominante. Amo y señor con potestad para hacer cuanto le plazca con su mujer, incluso matarla si le da la gana. Para eso es su mujer y hay que recordárselo.
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Pretensión que nos lleva a observar, no solo al hechor, sino a la sociedad entera. Porque la violencia no se puede naturalizar ni celebrar como ritual, y lo demuestran éstas Ofrendas fotográficas contra el femicidio, Archivo por la no violencia hacia la mujer, que desde Centro Cultural Estación Mapocho (CCEM), elevan la voz con un activismo artístico que enfrenta la estandarización, relativización, domesticación de la violencia y el estereotipo prefabricado del género, conformando esta muestra curada por Andrea Herrera y Gabriela Rivera.
En una primera aproximación Mariana Gallardo en Una Institución, utiliza una torta para mostrar la bifrontalidad de una relación que al tiempo pierde su condición inicial y el dulzor de esas Flores de Azúcar terminan en el amargor que paladean muchas parejas que escudadas en la institucionalidad de lo habitual, soportan esta inhumada forma de violencia. Flagelo que además reproduce el trabajo de una víctima dedicada terapéuticamente a la pastelería e irónicamente a la creación de tortas de novios. En ese contexto cobra especial sentido Legitima Defensa/ Tipología de las armas presentes en el hogar de Sumiko Muray, al entrelazar el estereotipo de la clásica pin-up con la dueña de casa que a diario soporta la violencia intrafamiliar, envuelta en el frescor sensual de esa diva, que junto a un arsenal de utensilios domésticos (uslero, plancha, cafetera, etcétera), de un momento a otro puede desbaratar tan feble realidad. Contracara de lo visto y expresado en Doméstica, donde Macarena Peñaloza hace de la postal un soporte testimonial del maltrato y su recurrencia: “La vida de mierda que sentía que se me había venido encima…” y en 3 veces Stephanía, remembranza donde Pía Acuña, divide la interpelación en dos silentes epifanías: el Desierto de Atacama, lugar donde Stephanía Morales fue tres veces atropellada por su ex pareja, y en una cinta de papel lila que lleva escrita una proclama que el viento eleva en un mudo y simbólico auxilio.
Cosa no muy distinta a lo expuesto en el Memorial Instalación Femicidio, iniciática intervención callejera realizada en Chile (2004) con la que Kena Lorenzini, localiza la reflexión desde la desolación dejada en los zapatos de las víctimas, armando una fotografía con forma de cubo en la que nos hace ver que el femicidio, como ese cuerpo geométrico, no tiene nada de relativo. Al contrario, su absolutismo es tal que alcanza a personas violentadas por su condición de género.
La misma infamia es retratada por Zaida González en Unos cuantos piquetitos, abordando el tema de la agresión y asesinatos sufridos por los transexuales con un dejo de ironía, extraído de un cuadro homónimo de Frida Kahlo, que pone un paréntesis al rodado de acontecimientos aquí expuestos. O como el caso de Mónica Briones Puccio, artista asesinada a golpes un día después de su cumpleaños número 34, que Ximena Riffo recrea en Lesbofobia, registrando varias performances, incluida una rupturista besatón como un acto de liberación masiva.
No obstante las formas de brutalidad son tantas y tan extremas, que el castigador arremete no sólo contra la madre, sino contra los hijos de ella o los suyos propios, como una desquiciada forma de escarmiento, aludiendo al hecho culposo de que, “Hasta una perra es mejor madre”, descarnado juicio que evidencia y condena Gabriela Rivera en Maternidades culposas. Un secreto a voces que se prolonga a Dominio Público de Marcela Bruna, quien usa la fachada del Palacio de la Moneda como metáfora para mostrar la inhabilidad de derecho o autodeterminación que la mujer posee sobre su propio cuerpo y utiliza este insigne soporte para desplegar la frase: “La maté porque era mía”.
En una dirección distinta, pero igualmente próxima, Jocelyn Rodríguez en Trama inconclusa, indaga en historias de mujeres embarazadas y asesinadas por sus parejas, y el cómo los medios –en un perverso entramado de impresentable manipulación mediática– las distorsionan o acallan. Como lo sucedido en Cultura de la violación de Andrea Herrera, que rememora el caso de Gabriela Marín, joven madre violada el 2011 en San Fernando, quien tras ser abandonada por una supuesta red de protección de las instituciones locales (policía, hospitales y fiscalía), decide suicidarse.
Si bien la intermitencia en el fustigar o denunciar, no se condicen con el rebasamiento y el daño, éstas Ofrendas fotográficas contra el femicidio, al menos provocan un corte transversal a lo vivido al interior de los hogares, las parejas y la sociedad, y tal como señaló Alejandra Pizarnik: “La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”. Planteamiento que asume esta decidora muestra, donde no existe anuencia, sino la más decidida entereza para externalizar el costo que pagan algunas mujeres, por ser hijas, hermanas, esposas y madres. Quienes sufren una escalada de horrores que por si fuera poco, desestiman lo expresado tanto por la literatura judeo-cristiana, como por los textos de divulgación científica que confirman que todos compartimos una misma madre Eva o Eva mitocondrial, quien según los más recientes estudios es reconocida como la madre de toda la especie humana.