Definitivamente, en una escena acosada por la rentabilidad de la pose y el bostezo de todo lo que antes supuso un gesto subversivo y desestabilizador, el arte (o, más preciso, algunos artistas), estudian otras formas de aderezar la cuestión de superficie con estratega de estimulación discursiva o factuales que dilaten el grosor simiológico de la propuesta y confieren un alcance, cuanto menos, un tanto más dialogante e interpelante frente al reino de la desidia ajena y la estulticia decretada.
La nueva obra del artista zZará vuelve a la pintura metaforizada, asumiendo el ensayo de lo pictórico expandido como espacio de libertad. zZará es un artista en extremo singular que comparte conmigo una misma condición: la otredad. Él a su modo; yo al mío. El caso es que ambos hemos sido (y somos) el otro. Esa condición existencial y discursiva, es una suerte de bendición. Ella pulsa, como en el carnaval de las disidencias y los desacuerdos, la necesidad de superar un estatus, un dominio de permanencia, un lugar que es –siempre– objeto de cuestionamiento y de problematización consecuente.
Tal vez por ello, por ésta y otras muchas razones, la mayor parte de obras que engrosan su más reciente producción, vuelven a repasar y a re-fundar esa especie de geopolítica de la voz disidente sin que ello se convierta en un estándar de actuación. Su nueva obra insiste, como necesario ejercicio de reiteración, en perpetuar un loable gesto de rebeldía. zZará rechaza, de facto, la noción del arte como superficie. Prefiere, por el contrario, la producción de obras que no repliquen la lógica del consenso, sino que actúan sobre la dinámica del discurso social. Desde su condición del otro en un país que no es suyo (aunque ya lo es) y desde el centro mismo del lenguaje del arte, devenido en su espacio vital (como el mío), pretende, a toda costa y por sobre todo riesgo, desautorizar el diseño programático que nos convierte en autómatas por conveniencia.
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De ahí, en parte, que la dimensión más enfática de su obra alcance un sentido más sociológico que político, por decirlo de algún modo. En la medida, estimo, de que su obra pondera el pensamiento crítico sobre el sujeto del habla más que sobre las circunstancias que le circundan y estrangulan su voz. En las pocas ocasiones que he hablado con zZará, he logrado advertir una insistente necesidad de la replicación. Replicación como acto de interpelación y de desobediencia respecto de esa extraña norma social extendida y multiplicada de asumir lo dado como bueno y natural.
Si una obra, en el contexto real de decadencia que vive España, debería ser atendida desde los instrumentales de la crítica y de la teoría, esa es la obra de este generoso y sin duda prolijo artista. A la declaración permanente de un arte del bostezo que poco tiene que decir más allá de su figuración como un hecho mediocre, se opone esta propuesta suya que –al menos– desea conferir al arte y a la pintura (expandida o no), el sentido replicante de su existencia. Un arte mudo es un agujero negro; un texto sin alma es un papel sin sentido.
Entonces, como ahora, las obras se descubren atravesadas por un impulso discursivo y replicante. Entre todas generan una vecindad crítica: suerte de masa hablante que necesita ser escuchada y asistida. O, al menos, no ignorada por la tiranía del consenso y del silencio cómplice tan extendido en los contextos nuestros. Al exceso de polémica en las parcelas sociales, sobreviene un autismo ensordecedor que se consagra en la falta de acción y de respuestas. Partiendo de esta realidad, la obra de zZará prefiere asumir las voces (que no la Voz) para romper la lógica del soliloquio en beneficio de la contestación y del rechazo. Estas obras, las actuales y las anteriores, hablan, gritan, se multiplican sobre superficies accidentas que hacen de la misma imagen un compendio de versiones otras.
La experimentación es una constante en el trabajo de este artista que se encierra en el estudio, alejado de la ciudad y de sus ruidos, a pensar en los procesos y en sus prefiguraciones objetuales y discursivas. Pudiéramos asumir, en una aproximación rápida y carente de matices, que la señal más visible del trabajo último del artista zZará sería el acto del habla y de la multiplicación de la imagen en mil formas distintas amparadas en la distorsión. Sin embargo, la cuestión, más allá de esa evidencia, resulta mucho más compleja. Estas obras, con todo y su regodeo en la materia y la certificación literal del gesto, reportan en su propio epicentro la performatividad virulenta de lo social. Ellas se convierten, también, en ese espacio de discusión crítica tan deseado y buscado en varios frentes de la cultura y la política contemporáneas. Ese lenguaje al que algunos le han decretado infinitas defunciones y que otros muchos advierten como una zona tradicional del hacer incapaz de restituirse así mismo, cobra un sentido muy particular en el contexto de esta nueva propuesta de zZará. La pintura adquiere aquí el estatus de escritura, de radiografía incómoda del presente. Se revela en su condición de superficie capaz de soportar el desvío retórico de la insubordinación y de la desobediencia. Cuando en las prácticas ideo-estéticas del orden mundial se entronizó el criterio acerca de la nueva valía de la pintura y de lo pictórico, de su restitución y pertinencia, no se sospechó quizás que ese mismo lenguaje que moría y resucitaba a un tiempo, tendría la voluntad de convertirse –a ratos– en barricada de la transgresión y en escenario para la interpelación. El debate en torno a su legitimidad en tanto que lenguaje se redujo bastante al ámbito y dominio de la ontología: se discutió hasta la saciedad sobre su estructura, densidad discursiva, materialidad, desviando la atención de sus posibilidades reactivas. De ser ella misma, al cabo, el bumerán de esas plataformas retóricas que la nombraban (ampliándola o la reduciéndola).
El nuevo reportorio de sus obras dispensa un entramado polifónico de particular gusto por la idea de la obra abierta. Un tipo de obra que no se agota en la gestión realizada por el artista, sino que organiza sus múltiples y posibles sentidos en el diálogo con el otro: una conversación que halla en los espacios horizontales su razón de ser. Todas ellas son el resultado de un malestar, por lo que se convierten relatoras eficaces del mismo. Asistimos al sitio de la herida abierta, de las venas rasgadas. Las grietas y hendiduras no responden a digresiones morfológicas ni al ensayo fútil de ardides visuales más o menos convincentes. En estas nuevas piezas la materia es la encargada de modular el pensamiento crítico. Las roturas, las grietas, las deformaciones que advertimos en ellas, son el testimonio de un gesto de protesta anterior en el que un grupo de sujetos estampó, sobre cada superficie, su grito y su rabia. El miedo y la inestabilidad emocional que la situación política y económica ha gestionado a favor de una pérdida de confianza generalizada, quedan tatuados en estas obras de zZará a modo de una huella indeleble de lo que está siendo el tiempo presente. Vivos insertos en la retórica del miedo y de la protesta. Ambas señales de la existencia se legitiman en esta nueva producción del artista como una suerte de radiografía de una infracción.
La obra toda de zZará es, antes que nada, un acto de resistencia y de permanencia. Y lo es porque la pintura se ha convertido para él, al cabo, en una declarada maniobra para conservar la fe. La fe ante la adversidad y la desazón de un tiempo marcado por la distancia y la lejanía. Un tiempo en el que hacer lo que nos gusta es, de por sí, un privilegio. Un tiempo donde la desidia pasa a ser la reina y figura de toda subjetividad. Visto así zZará ha traducido el hecho pictórico, la acción misma de pintar, de manchar, de verter, en un ejercicio de reconciliación y de terapia. Hablo de una reconciliación que no sólo afecta esa zona más personal e íntima del sujeto; sino también de esa otra que dialoga con la tradición pictórica inscrita en la llamada recuperación del paradigma estético del arte. zZará, es una bestia de la abstracción gozosa. Le va la vida en el soporte, en el eterno juego de reproducciones y de espejismos donde la representación parece resultar de una sentencia de confabulaciones entre sociológicas y freudianas. Resultaría difícil advertir qué tipo (o tipos) de asociaciones quedan establecidas entre estas obras y su mundo. Sólo el artista, creo, sería capaz de responder a la demanda de tales interrogantes.
De hecho, la obra de zZará no propone alternativas y mucho menos soluciones, pero ante la parálisis general de una sociedad en la que la política se ha convertido en el reino de la escatología y de abyección, ésta, al menos, se trueca en el espacio de la denuncia y gestiona un frente desde el que poder manifestar la rabia contenida. Es ahí, precisamente, donde se localiza su mayor interés. Toda vez, insisto, en que deja de ser sólo el ámbito de la mera representación para alcanzar otros muchos niveles de auto-conciencia en los que queda refrendada la legitimidad de ese grupo de voces. Es así que todas terminan convertidas en el registro de un acto performátivo: una acción que certifica la violencia del gesto contundente y frontal por parte de las personas que han tenido a su cargo ese atentado contra la superficie. zZará intenta superar el estatus hedonista del arte por medio del hallazgo de nuevos lugares de acción. Para él la obra ha de funcionar como un locus hermenéutico, de sobrada densidad política, como una herramienta para disentir en lugar de aceptar. El arte debe modular nuevas cartografías de lo social, parece advertir el artista. Debe ejercer su legítimo poder de injerencia en la trama de las relaciones de poder e intentar desautorizar la posición hegemónica de ciertos discursos y de ciertas voces.
La apropiación, uso y expansión de la abstracción en tanto que lenguaje codificado ya por una tradición de saberes y de sentidos, es, entonces, otra manera de señalizar las dimensiones de la protesta una vez que juega en el centro mismo de la ambigüedad y de la contradicción de un lenguaje al que se le atribuye el silencio frente a la posibilidad del habla, de la evasión frente al compromiso. Es esa, precisamente, otra de las sutilezas de la operatoria de zZará. No perder de vista que estamos ante un sociólogo de formación con varios estudios en el campo de las Ciencias Sociales. Algo que, en otros casos no pero sí en el suyo, agudiza las perspectivas de la mirada y del diálogo con el arte en el lugar de la primera persona. Sus consideraciones sobre la pintura, la política y la cultura como estratificado sistema de saberes que debe producir siempre nuevos horizontes axiológicos, resulta del todo convincente. Habrá que esperar el paso del tiempo y ese raro sosiego que regalan los años para volver sobre este tipo de obra y ensayar una re-lectura que pruebe o contradiga todo lo que aquí he manifestado. Seguramente me contradiga, seguramente me niegue una y mil veces. Puede incluso que no atienda a los argumentos esgrimidos e intente buscar otros que satisfagan mi nueva necesidad de articular una escritura alrededor de este episodio. Pero lo que no negaré, creo, es el valor y el sentido que cobra este relato de obras que hablan, que protestan, que gritan.
Es esa operatoria de relaciones, no del todo narrativas, no del todo explícitas, lo que le convierte –de paso– en un tío inteligente y audaz. Algo parece tener muy claro a la hora de postular sus enunciados y digresiones arte-factuales, esos que actúan como pantallas o láminas auto-reflexivas y de clarísima conspiración contra la trasnochada idea moderna de la originalidad, y es que ningún espectador es inocente. Lo que impulsa a pensar que ningún espectáculo visual –del tipo que sea– es ingenuo por naturaleza u ontología. Sabe, y sabe bien, que toda significación que resulta del universo visual contemporáneo, colapsado en nombre de la saturación y de la apoteosis más visceral, responde a una ardua y compleja cooperación entre dispositivos retóricos y locuciones metafóricas que cifran el estado de permanente seducción de la pintura, también de la cultura.
De ahí en parte que su obra resguarda tras la densidad de superficie una sofisticada alegoría sobre el mundo, la cultura y el concierto feroz de paradojas que animan la vida y la convierten en auténtico bolero. Su obra, para decirlo de un modo taxativo que no autoritario, es un juego especular de cierta intensidad dramática que afirma y niega en un tiempo paralelo, en la misma medida que representa y advierte –de prisa– sobre la falacia de esa misma representación en tanto ideal utópico o verdad que se sujeta y repliega al orden de la sospecha y de la ironía. La obra se convierte así en un texto que anuncia lo que no queda dicho, al menos lo que no queda literalmente dicho. Es una suerte de escritura que pretender decir sin la ansiosa tarea de convencer ni de adoctrinar.
Hágase la voz.