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El Universo pierde su densidad en una época como la nuestra abarrotada de estímulos sensorio-perceptuales que luchan por mantener su hegemonía. El árbol, el amigo y la ciudad se desvanecen. Nuestro cielo está donde el semáforo deja ver la luz roja. La tierra no existe. En el suelo (pavimentado) aparece una y otra vez el recuerdo de aquella conversación y el listado de las tareas pendientes. Los objetos, las sensaciones, los olores, los sonidos se automatizan. La vida transcurre y con ella perdemos el asombro, la sorpresa. En términos de Susan Buck-Morrs haría falta la constitución de una estética anestésica que solucione la actual crisis de la percepción; lo que significa que lo inminente hoy no sería proveer al ojo de herramientas útiles para admirar objetos estéticos, sino restaurar su capacidad de percepción.

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En oposición a este fenómeno que se agudiza en el mundo contemporáneo, la obra del joven creador Dayron Gallardo (La Habana, Cuba, 1986) propone a su espectador recuperar la capacidad de sentir, de ver, de escuchar y en sentido general de asombrarse frente a determinados aspectos del Universo. Su proceso creativo más reciente se ha encontrado motivado por la impresión que suscitan en él dos elementos: el primero, el cielo, sintetizado en la serie Horizonte de luz; el segundo, la tierra, cuya expresión se ha evidenciado en Far Horizons.

Dayron Gallardo ha estado descubriendo el paisaje natural, lo que ha significado una experiencia verdaderamente conmovedora y casi mística. Desde entonces le ha sido imposible contenerse y pintar algo diferente al paisaje, lo que lo ha llevado a conformar esta última serie Far Horizons. No obstante, en estas obras el paisaje no se trabaja desde los códigos de la mímesis. En contradicción con el modelo del sujeto y de artista cartesiano puramente racional, su proceso creativo le debe mucho a lo sensorial en tanto sus piezas más bien sintetizan las impresiones sensitivas que le han provocado las raíces de los árboles, los mogotes que aparecen de repente en la orilla de una carretera, los insectos que salen de la tierra o la niebla que toca las hojas cuando desaparece la madrugada. De ahí que las piezas linden con el lenguaje propio de la abstracción que nacen luego de metafóricamente pixelar un plano cerrado de tierra. Dayron experimenta un sentimiento de sublimidad ante lo inconmensurable del paisaje. A través de sus obras pretende recuperar el vínculo entre el hombre y la naturaleza, lo que a fin de cuentas funciona como medio para continuar estudiando algunos temas que siempre le han interesado: el amor, Dios, el alma o la belleza. En sus piezas no imprime la huella de un contexto específico o de dinámicas sociales concretas; por el contrario su obra, de corte profundamente metafísico, es una constante investigación que pretende descifrar los misterios de la existencia.

En sintonía con algunas investigaciones muy frescas en pintura contemporánea, intenta explorar, bordear y dilatar paulatinamente los límites de la propia manifestación porque a través de ello siente los límites de la propia vida. De tal suerte un elemento que singulariza su obra y que se ha venido expresando en esta última serie son los bastidores, que tienen una profundidad particular, mucho mayor de lo habitual, lo que significa que estructuras aún pictóricas lindan con lo escultórico. Quizás se deba ello a que sus mejores amigos de los años de estudiante de la Academia Nacional de San Alejandro eran justamente escultores y con ellos experimentó de muy cerca la experiencia del escultor y conoció cómo esta última manifestación ejerce una constante lucha por conquistar el espacio. Estas estructuras profundamente matéricas se remiten tanto por el color como por las texturas a esos planos “pixelados” de tierra que motivan sus últimas composiciones. Sus piezas son presentadas casi desde una paleta monocroma mayormente sobre los tonos grises, naranjas u ocres en la que un mismo color es degradado hasta sus últimos términos. Incorpora a sus lienzos materiales ajenos a la especificidad pictórica como el serrín o la tierra… Son trabajadas con el impermeable para generar cierta similitud con las texturas propias de la madera, excitando a la paradoja, a la ambigüedad ante la recepción del hecho pictórico.

Tal es el caso de Ven conmigo, no al mar que bate y ruge, sino al bosque de rosas que hay al fondo de la selva (2017), pieza de casi ocho metros de longitud, que llama la atención dentro de esta serie por su visualidad. Ante nosotros una obra que sorprende por la paradoja que supone encontrarnos con un artefacto que montado sobre la pared emula a un fragmento de tierra. Se asemeja a este por sus texturas, su color. Justo esa tierra que pisamos, que siempre ha estado en el parque, pero que no habíamos observado hasta que no se produjo el extrañamiento de ser llevada a una galería de arte. Percepción esta que se dilata todavía más cuando en la puesta en escena se muestran el fragmento pictórico-escultórico con los sonidos con los cuales Dayron crea sus imágenes, las composiciones de Jeremy Soule, Inon Zur o Jean Michael Jarret, poesía sonora que remite a bosques desolados. En una suerte de sinestesia la imagen estática comienza a darnos el movimiento de las pequeñas hojas y los insectos, el olor de la tierra y la pequeña roca. Imagen y sonido se imbrican de tal modo que construyen un tipo de obra que nos lleva a experiencias multisensoriales.

Su obra nos distancia del ruido de la gran ciudad, del paso ambicioso. Nos conduce hacia un momento de calma. Es una invitación a la contemplación, a repasar determinados estados mentales, a experimentar lo inefable a través de la forma pictórica. En un mundo como el nuestro atravesado por la cruzada en busca de la Verdad resulta realmente conmovedor toparse con un tipo de propuesta como la de este artista, donde no solo el objeto final es lo importante, sino el propio proceso creativo y el saldo cognoscitivo que este deja. Cada pieza contiene una reflexión minuciosa sobre la condición humana y sobre el lado más sensible e inextricable del sujeto. Dayron, en definitivas, en un ejercicio puramente espiritual propone reencontrarnos con nosotros mismos, con la esencia de ese sujeto que en los avatares del día a día alguna vez perdimos.