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¿Dónde están los glaciares, las cimas blancas y los gigantes de la montaña? Me parece que esas cosas no están tan arriba.

Thomas Mann (La montaña mágica).

«Línea y montaña” es, en puridad, la primera exposición realmente importante del artista cubano Richard Somonte en el contexto institucional del arte español. Y acontece, para mayor regocijo del artista y el mío propio que gestioné este encuentro hará ya dos años, en la galería My Name’s Lolita Art, cuya reputación está precedida por el rigor y la constancia de su trabajo; también, claro, por la exquisita nómina de artistas que orquestan su musculatura.

Se trata, sin duda alguna, de una exposición impecable y claramente sofisticada. Richard, lo he escrito en reiteradas ocasiones, es uno de los mejores pintores de la última oleada crispante de la pintura cubana. Su posición frente al medio pictórico disfruta de dos grandes virtudes: de una parte, su apasionamiento denodado; de otra, su esencial comprensión y entendimiento de las estructuras gramaticales del hecho pictórico en sí. Lo que le lleva a la consumación expedita de una narrativa impoluta sobrada de virtuosismo y de infinitas posibilidades en el discurrir de la tropología y sus constantes asociaciones de sentido.

Línea y montaña Richard Somonte

Línea y montaña Richard Somonte

En este caso concreto, la reflexión pareciera centrarse en la dimensión simbólica de la línea y de la montaña como estructuras referenciales que sirven al artista para interrogar sobre las nociones de límites y de ascensión. Sin embargo, y contrario a las propias afirmaciones del artista, creo que esta sorprendente “puesta en escena” va más allá de ese contexto reflexivo, toda vez que siempre he advertido en la obra de Somonte una dimensión y un alcance que rozan el plano de la discusión ontológica. Esta no es una muestra simple en modo alguno. Es, si me apuran, un ensayo arrojadizo sobre la pintura en tanto que lenguaje y sistema de signos, un arbitraje de ideas acerca del propio campo del arte. De ahí esa sintomática recurrencia a la montaña y a la línea en un registro de superficies enfáticas que mezclan la figuración, la abstracción y la geometría con una envidiable destreza.

Existe una dimensión consciente en la obra de este artista, más allá de la fruición hormonal que habita en ella, que es precisamente lo que la hace tan atractiva y admirable. La obra de Somonte es un ejercicio permanente de perturbación de la conciencia como mecanismo de interrogación que busca respuestas sin que estas tengan que derivar en la esterilidad de las certezas. Tal vez por ello, en el trato directo con sus piezas, aflora esa deliciosa sensación de extrañeza que el arte contemporáneo ha maltratado en muchas de sus modalidades de existencia. La pintura de Richard jerarquiza, aun y corriendo el riesgo que supone el exceso de estimación, un sistema de valores que parece defender y resguardar el lugar de la pintura, su pertinencia y su eficacia frente al anuncio sistemático y cansino de sus tantísimas defunciones. Ella, por sí sola, se traduce en un espacio contingente en el que la lucidez decantada gestiona un horizonte de complicidad con la tradición y el legado de la narrativa pictórica accidental e insular.

Richard manifiesta auténtica pasión y amor por la pintura: por su planificación, conceptualización y ejecución. Pondera el acto de pintar y lo eleva a la condición de necesidad vital y nada azarosa. Su obra, asumida por él y por quienes proclamamos admiración hacia ella como un ejercicio de pensamiento, dispensa un concienzudo y delirante mecanismo de interlocución que activa un universo coral bien estimulante. Reconozco en su desarrollo la permanencia de una facultad reflexiva que pasa por la interrogación y la duda para llegar al éxtasis.

Diría, incluso más, que su pintura se alimenta de un ánimo expansivo que desbanca la regencia de los absolutos y pone en crisis la ideología de los específicos. Así por ejemplo, descubrimos que su apetencia por el paisaje no se reduce a la reproducción palmaria de un episodio ajeno al cuadro, tal cual le conocemos. El paisaje, en la obra de Somonte, es predisposición mágica, alquimia de la resolución, idealización metaforizada y fabulación intempestiva. Me extravío en sus visiones intentando rescatar gestos parecidos, paralelos o cercanos; pero lo cierto es que Richard disfruta de algo que no todos los artistas consiguen: la fundación de una poética, esencial, personal e intransferible. Aquella performance de José Luis Cuevas en la que el artista exhibía (o cabría decir, mejor, proponía) el olor de su semen en el contexto de una galería es, si acaso, el acto más próximo a la interpretación/digresión/activación que moviliza la obra de Somonte en su autonomía. Ese gesto, alejado de toda noción restrictiva de la estética clásica, se me antoja necesario y pertinente en las coordenadas de esta exégesis toda vez que la superación del lugar común, el desafuero respecto del régimen y el poder de la imaginación replicante es lo que, al término, engendra la maravilla de arte. Los paisajes de Richard y el semen de Cuevas, presentados así, como gestos asesinos-heterodoxos del asentamiento de lo normativo, garantizan la continuidad de eso que bien podría llamar “devenir impertinente”.

De este modo, el ejercicio pictórico sobre el paisaje y la configuración (entre intelectual, espontánea y afectiva) de una red de argumentos en torno al mismo, ensanchan un sendero analítico que consigue no solamente reposicionar el género en el actual contexto del arte, sino que activa la condición de desvío retórico de este en favor de nuevas y sugestivas interlocuciones con la historiografía de la pintura y el espacio contemporáneo de representación.

De acuerdo con todo lo dicho, solo queda repetirnos en la idea de que “Línea y montaña” es, con mucho, una exposición verdaderamente excepcional que refuerza la posición de Somonte como un artista que madura de muy buena manera y asistido por no pocas virtudes. Sobre el montaje y su despliegue poco que decir salvo que resulta una puesta en escena exquisita, elegante en su orquestación toda. Sin embargo, a todo lo anterior habría que sumar un apunte crítico de rigor que afecta, por completo, al dispositivo mediático de la muestra concebido en el formato de entrevista o de gesto conversacional, desde todo punto de vista desvirtuado y penoso, entre artista y galerista, en colaboración, además, con la empresa metro_x_metro, un proyecto audiovisual que cubre los espacios de la fotografía, el vídeo y la tipología de recorridos en 360 grados, gestionado por el cubano JuanMa Cruz.

Al virtuosismo de la muestra se le opone, en inequívoca relación de desventaja, el aparato discursivo que le acompaña. Esta ¿conversación? o ¿entrevista?, más cercana al monólogo que al modelo dialógico, resume todo aquello que debería ser siempre objeto de la interrogación y del escrutinio por parte de quienes somos, se quiera o no, los responsables en el arbitraje de los juicios, de las derivaciones ideológicas de los discursos y de la conflictividad política y cultura de los enunciados que se esgrimen en el ámbito de lo público. Este dispositivo redunda, como poco, en la consumación palmaria de un acto mediocre y vergonzoso. Entre los términos a los que podría apelar para definir el carácter de esta charla, estarían la benevolencia, la condescendencia, el paternalismo lacrimógeno y la alarmante saturación de una perspectiva colonialista poco menos que alarmante.

Para quienes conocemos y seguimos el trabajo de Richard Somonte y su posición política a través de la redes sociales, especialmente por medio de Instagram y de Facebook, en las que durante los acontecimientos de la enconada represión y castigo instrumentado por el régimen cubano para con el Movimiento San Isidro y gran parte de la comunidad intelectual y artística cubana, resulta cuanto menos ridículo y caricaturesco escucharle decir que vino a España (y se quedó) con la única intención de conocer a los grandes maestros del Museo del Prado. Entre esta penosa afirmación del artista (de la cual se retractó conmigo vía conversación telefónica en la que -al menos- me hace saber que se sentía nervioso y terminó abrazando el lugar común de una digresión que sonó a cobardía y despiste intencionado) y la “introducción” desafortunada de la crítico cubana Julienne López Hernández, sujeta a la gratuidad de la hipérbole elogiosa y el desliz conceptual-terminológico que le lleva a habla de “comisariado” y “curaduría” como cosas distintas cuando ambos términos (uno para el ámbito anglosajón y el otro para el escenario hispanoparlante) aluden a lo mismo, se colapsa la autoridad de ambos discurso y el relato convaleciente de esa entrevista da para mucho y más.

Lo situación se complejiza y cobra un matiz bien inquietante cuando un galerista como Ramón, a quien siempre he considerado un tipo culto y rebosante de ironía grácil, llega a afirmar, con semejante desfachatez, que el resultado de una cultura visual poderosa en la isla, la existencia de una gran escuela de Ballet y la solvencia de un cine que ha marcado hitos en el contexto de la cinematografía mundial, responden al hecho, según él, le cito “algo bueno tuvimos que hacer los españoles allí”. Partiendo de esta discursividad de pésimo gusto, pasando por la anécdota de un amigo cubano suyo que -según afirma Ramón- considera que si los ingleses nos hubieran colonizado las cosas nos irían mejor, para terminar en el contexto de un esquema dialógico que presenta a un Richard en extremo nervioso e impropio y a un Ramón egocéntrico ensayando bandazos de un lado a otro intentando hacerse con la coherencia del discurso, la cosa, obviamente, no podía lucir mejor. Resulta inadmisible, a estas alturas de ganancias crítica de un debate postcolonial y de-colonial que busca rebajar la arrogancia del eurocentrismo en crisis, aceptar a término este tipo de diálogos condescendientes y paternalistas que creen que los chistes no suponen un daño político.

 Es menester de los artistas, más allá de la actitud de sumisión frente a un galerista u otro agente activo de la institución arte, el correcto arbitraje de todos y cada uno de los momentos y procesos que afectan a la presentación de su obra. Me decía Richard, en medio de una retórica ingenua y autocomplaciente, cito “me quedo con la obra Andrés, que es lo que realmente importa. Esa entrevista se olvidará. Es cierto que fui cobarde, que estaba inseguro y nervioso y que quedé como un tonto, no te lo voy a negar, pero eso pasará (…)” Esta otra afirmación suya no deja de resultarme menos desconcertante que la anterior, toda vez que advierte de un entendimiento y comprensión parciales de la escena del arte. Cómo olvidar la entrevista o prescindir de ella si es parte consustancial y si se quiere orgánica de este proyecto. De hecho, basta con googlear el título de la muestra y el nombre de la artista para que el hipertexto digital te conduzca, de facto, a YouTube.

En cualquier caso y atendiendo a que yo sí que puedo optar por una voluntad crítica deliberante y selectiva, escojo quedarme con la hermosura de su obra, su sagacidad para la pintura y el resultado de una narrativa que es francamente admirable. Todo ello sin olvidar jamás que los gigantes de la montaña y las cimas no están tan arriba. Su elevación dependerá, en todo momento, de la estatura humana y de su condición moral. Siempre he creído que la gratitud es una de las más altas virtudes, tanto como esas cimas que nos observan desde la superficie del cuadro.

Andrés Isaac Santana.

@Richard Somonte