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Toda tragedia provoca cambios sustanciales en los hábitos privados y públicos, en las políticas de proximidad y en los mecanismos de exclusión, desplaza lugares de atención a favor de otros menos asistidos, prova desazón en la misma medida que gestiona nuevos horizontes de fortaleza, advierte de la/lo vulnerable que somos al tiempo mismo que nos recuerda que somos capaces de superarlo todo.

La imagen de tres pabellones de IFEMA, convertidos ahora en espacio de confinamiento y en hospital de emergencia frente a la creciente curva de contagio y el exponencial índice de muertos provocados por el COVID-19 en España, no sólo agitó mi respiración ayer noche; sino que me hizo recordar aquellos otros dos episodios trágicos de la historia reciente de España -y de Madrid- que obligaron a parecidos reajustes de sus funciones y de usos, marcados, igualmente, por triste fines. Basta con recordar cómo, en agosto del 2008, el Pabellón 6, fue utilizado como morgue para albergar los cadáveres del vuelo JK5022 de Spanair, cuando años antes, en 2004, jugó este mismo papel con los miles de cuerpos, la mayoría de ellos hecho pedazos, que resultaron del terrible atentado del 11-M.

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Cuesta pensar, observando estas imágenes, cómo todo volverá a ser igual que antes, cómo en ese mismo espacio que hoy se padece y se llora, ejercitando maniobras infinitas para conservar la fe en el hallazgo o en la aparición de una solución inminente, mañana, como si nada, seguiremos celebrando el evento más frívolo y perverso del arte contemporáneo. Cuesta pensar en el mal de esta cultura nuestra para la que el aprendizaje pierde sentido cuando de números se trata. Cuesta pensar que han sido ya muchas las pruebas y muchos los golpes frontales a nuestra realidad y seguimos, tan ligeramente, ignorando los márgenes de nuestra fragilidad, de nuestra vulnerabilidad, de nuestra finitud.

Cuesta pensar, observando estas imágenes, cómo todo volverá a ser igual que antes, cómo en ese mismo espacio que hoy se padece y se llora, ejercitando maniobras infinitas para conservar la fe en el hallazgo o en la aparición de una solución inminente, mañana, como si nada, seguiremos celebrando el evento más frívolo y perverso del arte contemporáneo.

Ninguna obra de arte vista por mí en el último año, en el que he visitado miles de exposiciones y he asistido a tres bienales, supera, ni por asomo, el valor simbólico y fáctico de esta imagen. Ella, insisto, debería bastar para una redefinición aprehensiva de nuestro universo sensible, para ejercitar una relectura de esos hábitos y de esos protocolos de actuación que nos sirven (y usamos) para relacionarnos con el mundo de afuera, con la realidad contingente e inmanente y con el espacio del otro. Esta imagen es, con mucho, una bofetada radical a ese paradigma de arrogancia desmedida y a ese impulso de frivolidad extrema que cifra el destino de muchas de nuestras prácticas. En mí, por ejemplo, provocan una profunda consternación, una suerte de aflicción y de tristeza que me obliga, por convicción

y por resistencia a escribir estas líneas. A ratos el arte revela su flaqueza a la hora de relatar los auténticos sucesos; otras veces desplaza el poder del periodismo para asumir la voz de un testigo presencial con capacidad de arbitraje en la señalización y diagnóstico de los problemas que importan. Pero, en una u otra versión, en uno u otro rol, su eficacia puede resultar cuestionada cuando intenta emular el poderío de imágenes como esta.

No faltarán artistas que intenten referir, por medio de obras (no vacilo en presumir desde ya la convalecencia de muchas de ellas) las dimensiones de esta catástrofe y su manifiesto estado de terror. No faltarán, tampoco, esos galeristas que aterrizarán en la próxima edición de ARCO, pavoneando esas mismas obras en sus respectivos espacios, pagando, con antelación, un altísimo precio por ellos. Los medios de comunicación y los suplementos culturales convertidos en gueto de la enajenación y de la estulticia, se volcarán, igualmente, en cubrir en sus páginas lo grotesco del espectáculo. Somos presa del tic y de las modas, somos cuerpos y subjetividad adoctrinada. Llegará nuevamente ese mes de febrero y la semana del arte brillará, olvidando, si me apuran, lo que hoy sucede. En el peor de los casos, seremos testigo de ello, puede que el espectáculo se erija en homenaje a las víctimas. Esa dialéctica siniestra entre arte, homenaje y muerte, es ya una patología del mundo contemporáneo.

Ciria. El lecho de Procusto. Museo C.A.V La Neomudéjar. Curador: Andrés Isaac Santana.

Ciria. El lecho de Procusto. Museo C.A.V La Neomudéjar. Curador: Andrés Isaac Santana.

Este año, sin demasiados miramientos, convertimos a Félix González-Torres en fetiche de esa perversa y pervertida sed de otredad y de falso misticismo, traduciendo el drama de su vida y de su enfermedad (la nuestra, la mía) en el mejor y más rentable ejercicio de marketing. Lo que me hace pensar que esta tragedia tendrá, sin lugar a duda, su espacio de culto, ese que puede terminar siendo una cadena de reproducciones palmarias y de citas escatológicas que sepultarán -de facto- cualquier oportuna digresión de la tropología y el ensayo de la metáfora.

Esa dialéctica siniestra entre arte, homenaje y muerte, es ya una patología del mundo contemporáneo.

Sin embargo, no está en el ánimo de estas líneas juzgar lo que vendrá. Eso ahora, si acaso, importa poco. De hecho, no escribo en este momento desde la puesta en uso de mis instrumentos intelectuales más avisados; sino, más bien, desde mi irreductible vulnerabilidad y mi compromiso afectivo. No quiero lanzar piedras sobre el tejado de nadie. Hoy todos somos cristal, espejo de una multitud enferma, vidrio expuesto a las circunstancias aleatorias de un “positivo” o un “negativo”. Hoy todos somos una misma imagen, un mismo cuerpo, un mismo sentimiento ahogado en el pecho. Hoy todos ejercitamos la solidaridad gregaria que tal vez olvidemos mañana, pero hoy la practicamos.

Cortesía de telemadrid.es

Todo cuanto he escrito hasta hoy sobre arte contemporáneo se reduce a nada. Hoy solo quiero pensar que esta cólera del destino supondrá, para el bien general, un reordenamiento sensible de todos los estancos de la subjetividad colectiva. Toda tragedia provoca cambios sustanciales en los hábitos privados y públicos, en las políticas de proximidad y en los mecanismos de exclusión, desplaza lugares de atención a favor de otros menos asistidos, prova desazón en la misma medida que gestiona nuevos horizontes de fortaleza, advierte de la/lo vulnerable que somos al tiempo mismo que nos recuerda que somos capaces de superarlo todo. Ahora, en este instante, solo quiero volver a reproducir esa imagen en mi cabeza para pensar, sin que se me olvide nunca, que habrá que jerarquizar las prioridades, valorar las auténticas urgencias y salvaguardar, por encima de cualquier diferencia, el imperio de los afectos.

Como bien advertía ayer en mi muro de Facebook mi amigo, el crítico y curador cubano, Jorge Peré, “lo mejor que nos puede pasar ahora es afinar la mirada con humildad”. Que así sea. Evitemos, por el momento, seguir los pasos del diablo.