“La ciudad se aleja de nosotros, deviene otra ciudad:
Aún buscamos su medida,
y el saber qué falta para pasar por ella y alejarse con ella.”
(Jean Luc Nancy).
La ciudad es esa combinación de elementos que se levanta cual pop-up a nuestro alrededor desplegando todo su ancho, su alto y su espesor. Tomando posesión de nuestras vidas cambiando nuestra cardinalidad interna al punto que el trazado existencial se va asentando dentro de esa territorialidad demarcada arbitraria y tácitamente por cada uno de quienes damos forma al vocablo “urbus”, que en este caso se replica en Urbanitas, una selección de obras de la colección CCU, desarrollada como resultado de un programa de extensión colaborativo que al descentralizar la producción artística, abre la posibilidad de encontrarnos en Cecrea-Castro (Chiloé), con una nueva audiencia que superando la limitante geográfica, reconoce puntos de convergencia que hacen de esta muestra, no sólo el recopilar obras de 16 artistas, sino 16 historias por descubrir, y sobre todo fomentar un lugar de intercambio e itinerancia, que como precisara su curador Alberto Madrid Letelier: “La exposición quiere ser una instancia de problematización sobre el cómo se mira y se lee la ciudad”.
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En esa dimensión hay que entender Urbanitas como un abstract o un apunte, donde prima la percepción que se tiene de un “ente” (la ciudad), en cuya dinámica no tenemos mucha injerencia, sino muy por el contrario, somos un sub-producto, y debemos distinguir los códigos con los que suele atomizar y disgregar a sus habitantes, lo que trae como respuesta una operación de apropiación por parte de quien asume el rol del testigo de este proceso, tal como se aprecia en Una milla de cruces sobre el pavimento, La Moneda (1982) y Casa Blanca (1985) de Lotty Rosenfeld, un proyecto continuo de intervención simbólica, con el que desafía al poder y subvierte lo establecido mediante gestos mínimos o trazos que vuelven a adquirir resonancia. Algo similar sucede lo expuesto por Enrique Zamudio en Penitenciaria de Santiago (1987), quien hace un guiño dual entre esa otra ciudad, la ciudad cárcel que te priva de libertad.
En este cohabitar también, destaca Andrés Durán recomponiendo la lógica urbanística con una propuesta que ficciona la identidad estatuaria de la ciudad por medio del fraccionamiento de sus monumentos conmemorativos, proponiendo una relectura de nuestros próceres, invisibilizados por la cotidianeidad. Algo que en cierta forma sucede con Torre de la serie Paisajes de reserva (2010) de Cristian Salineros quien simboliza a través de una torre de alta tensión, el cuasi inadvertido poblamiento de ese tipo de artefactos en el paisaje urbano, el que a su vez es también ejemplo de pauperización mutua.
Aunque si de lenguaje simbólico se trata en Fragmento para zona norte (2009) Isidora Correa, nos sorprende al utilizar fragmentos de madera de muebles recolectados en ferias para hacer un ensamble con el que configura el plano de Santiago, dándole un nuevo significado, ya que roza subrepticiamente el fenómeno de la inmigración, al mostrar su procedencia, pero, como un territorio aún inexplorado, y que se expande de manera silenciosa. Panorama que ciertamente adquiere otra dimensión en Comercio ambulante blindado (2011) de Claudio Correa, quien recurre al corte láser sobre acrílico para crear una imagen abstracta, que juega con la desterritorialización, impidiendo la posibilidad de una visión objetiva de la realidad. Singular perspectiva que calza con Dripping (2006) de Carlos Montes de Oca, que como su nombre lo indica, articula un proceso en el cual rescata palabras a modo de “goteo”, con las que poéticamente va limpiando y/o lavando este paisaje saturado de irreales – realidades.
No obstante, el paisaje también ofrece una mirada más intimista como la planteada por Bororo con la gestualidad cromática en Ventana (1993), o la de Claudio Bertoni quien hace en Sin título (2006), un registro furtivo y fortuito del paisaje femenino que engalana la ciudad, casi como un arquetipo de contemplación poética, erótica y masculina.
Lo cierto es que el recorrido expuesto en Urbanitas es tan diverso que no es sencillo hacer un alto. Sin embargo, me parece destacable el trabajo de Sachiyo Nishimara en Paisaje-ficción 7 (2008), dado que captura imágenes al borde de la abstracción, para luego estructurarlas matemáticamente y dar forma a una retícula que amplifica las posibilidades de “mutabilidad” del entramado urbano. Desarrollo estético que ciertamente empalma con Serrano 395 (2013) de Juan Martínez, quien concentra su mirada en los edificios construidos entre 1930 al 1960, los que recrea a través de una síntesis geométrica, que pone en relieve la pérdida de ornamentación como consecuencia de los ideales de modernidad de cierta época.
Al concluir, puedo afirmar que la principal transformación no sólo recae en la ciudad misma, sino en quien en este caso la recorre o la relee con la perspectiva del tiempo y la distancia, reconociendo en esta revisión artística y relectura del alfabeto urbano, un aporte en el cual la intervención del espacio público, siendo fundamental, ya sea directamente o como extensión de un imaginario que se expresa desde la maleabilidad del soporte y su materialidad o la iconografía recompuesta, alterada o resignificada, tal como lo puntualizó en su oportunidad Walter Benjamin – “La ciudad es un espacio transformador y transformado, construido y destruido; es un libro abierto para quien quiera transitar por sus páginas.”