Pese al gentío que acudía aquella calurosa mañana de domingo al Palacio de Velázquez, tal vez debido al mismo, deambulaba alrededor de las piezas recordando unos versos de Gonçalo M. Tavares que había leído poco antes de entrar:
Vengo de grandes tragedias, pero sigo siendo un consumidor.
La vida no se detiene, pensó Bloom,
seguimos estando vivos
mientras podamos comprar. El concepto de existencia
ha cambiado brutalmente en el último siglo:
el corazón late y el cerebro se mueve, pero eso
no es suficiente para afirmar la existencia de un hombre. No consumir es una ínfima
parada cardíaca apenas perceptible.
Y es que el rechazo al delirio consumista del presente parece ser una de las piedras angulares de la obra de Mario Merz (Milán, 1925-2003), a quien, con una merecida retrospectiva, hace justicia por vez primera el Museo Reina Sofía desde que las obras de los máximos representantes del arte povera poblaran los palacios del Retiro en 1985. Figura esencial para la comprensión de los fenómenos estéticos y culturales de la segunda mitad del siglo XX, el artista italiano regresa a las salas de entonces demostrando la necesidad de sus debates y la radicalidad con la que su obra conjuga lenguaje poético y crítica política.
La obra de Merz recupera constantemente imaginarios preindustriales, busca la
posibilidad de un afuera liberado de ficciones productivistas y canta a la naturaleza tras
asumir la barbarie de la modernidad. Los hitos de su producción, como el iglú o las
cabañas, vibran en las estancias del palacio decimonónico como huellas iconográficas de
un tiempo moribundo; espacios nómadas que transpiran un afable desahogo frente a la
destrucción metropolitana de cualquier atisbo de habitabilidad. «La ciudad es una
infelicidad organizada», que diría Tavares.
El tiempo es mudo se titula la exposición que aboga, satisfaciendo la premisa del
propio Merz, por suprimir las formas modernas de organización temporal y su traducción
al espacio expositivo –el artista rechazaba cualquier división cronológica de su producción−, trabajando, a su vez, en nombre de un tiempo que se antoja mítico, emancipado de servidumbres históricamente normalizadas y coordenadas lineales que solo responden a las necesidades del imperio económico. Un tiempo que no por su mutismo carece de elocuencia. De nuevo flota Tavares, nos advierte:
(El tiempo siempre ha sido un espacio,
solo que de dimensiones increíbles.
Tan grande que ningún humano puede
ser su propietario.
Podrá existir la cerradura para los instantes, solo que nunca
tendrás la llave.)
En sus piezas, los materiales orgánicos, como la madera o el barro, dialogan con las
luces de neón, incorporando así los elementos del imaginario industrial a la alquimia
dignificante tan característica del povera. La eficacia poética de sus simbiosis ha
ensombrecido a menudo su idiosincrasia política, confusiones por las que quizá la obra
de Merz no ha ocupado la posición que merece en el escenario artístico de la segunda
mitad del siglo XX. No obstante, sus preocupaciones estuvieron atravesadas por la
ebullición cultural que supusieron Mayo del 68, la Guerra de Vietnam o los movimientos
sociales italianos de finales de los 60, seísmos que canalizaron la esperanza social a la
vez que propiciaron el reacomodo de las lógicas más depredadoras del neoliberalismo.
Tavares, quién si no:
Porque el capitalismo sabe que una mercancía
sin una de las patas vale menos:
por eso no arranca ni patas ni orejas,
ni cabezas enteras a dentelladas.
La pertinencia de Merz podría residir en la evocación, simbólica y crítica, de las
relaciones primigenias con la naturaleza, arduo cometido si tenemos en cuenta que
basculamos entre una modernidad que ha justificado las ficciones más corrosivas con el
martillo de lo natural y ha intoxicado el medio en nombre del malogrado raciocinio. Ya
está bien, Gonçalo:
La naturaleza nunca ha entrado
en minucias. Vino la Primera Guerra Mundial,
vino la Segunda, y nada:
ninguna intervención significativa.
Sin embargo, Mario Merz mete el dedo en una llaga si cabe más abierta y dolorosa
del arte actual. El devenir-arte de sus objetos, la glorificación estética de los mismos, fue
un fenómeno recurrente del arte de la segunda mitad de siglo, cuando los límites
infranqueables que distanciaban los objetos artísticos de los de la mercancía comenzaban
a desdibujarse. En una actualidad en la que, como señala Iván de la Nuez, no parecemos
dudar de que «el arte no habita en el castillo de la pureza, ni es inocente ante el proceso
de expansión que tiene lugar en la economía global», las obras de Merz se imponen como
el eco de un vestigio clásico. Sí, Gonçalo, reparas con lucidez en que «las mercancías
intelectuales no dejan de ser mercancías», pero el conjuro de Merz educa en la inocencia
de un arte que aún no mercantilizaba todo y una mercancía que dejaba algo sin artistizar.
Nostalgias aparte, aquella mañana se consumaba el epitafio de la premisa de Merz.
Cada paso o mirada de quienes visitábamos las salas parecía corroborar que hasta la
crítica más radical al consumo deviene material consumible. Caminábamos entre las
instalaciones como metáforas vivas de la denuncia que allí se exponía. Estar rodeados, en
definitiva, de las obras de Merz, implicaba abandonarse a los objetos de un tiempo ignoto,
tan cercano como misterioso, tan sigiloso como seductor; tan preciso como Tavares y tan
obligatorio como Merz. Ambos parecían gritarlo, siempre en silencio: «El mundo es
repugnante y una obra maestra».
Sobre el autor: Santos Rojas Ogáyar cursó el Grado de Historia del Arte en la Universidad de Jaén. Posteriormente, realizó el Máster de Producción e Investigación en Arte en la Universidad de Granada. Ha comisariado muestras como la Exposición de la Promoción 2018/2019 del alumnado de Bellas Artes en el Palacio de los Condes de Gabia (Diputación de Granada), y en la actualidad cursa estudios de doctorado en la Universidad de Granada.