“Un cuadro no es la imagen de una
experiencia; es una experiencia”
Mark Rothko
Las corrientes artísticas de vanguardia que transformaron las artes visuales europeas ingresaron en América Latina como parte de una vigorosa corriente de renovación; pero estos movimientos no entraron como estilos homogéneos, fueron adaptados de manera innovadora y personalísima, por artistas individuales que se dedicaron a la creación de formas específicamente americanas del Modernismo, como es el caso de Lucio Fontana (1899-1968).
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Escultor y pintor argentino, nacido en Rosario, Santa Fe y formado en Italia donde pasó la mayor parte de su vida. Su devenir artístico es considerablemente prolífero, ya que incursionó exitosamente en algunas de las manifestaciones artísticas de entonces. En 1934 se vinculó al grupo Abstraction-Création de París. En 1939 regresó a Argentina, abandonó la abstracción y comenzó a dedicarse a la escultura figurativa de tendencia expresionista. En 1946 fundó, en su país, la Academia Altamira y dio a conocer el Manifiesto Blanco. Esta tesis programática sería la antesala de lo que luego derivaría en Movimiento espacial; y es precisamente, esta proposición artística, la que lo ha consagrado en el conglomerado universo artístico de la contemporaneidad.
En 1949 realizó los primeros buchi (lienzos agujereados) y luego desarrolló la serie Concetti spaziali, en la que mediante perforaciones e incisiones del lienzo, exponía a la contemplación del espacio, y ello en la superficie, de un modo inmediato y completamente opuesto a todo efecto ilusorio. A partir entonces su obra va a estar marcada por este sello distintivo, que sostiene “la necesidad de integrar todos los elementos físicos (color, sonido, movimiento y espacio) en una unidad ideal y material”.[1] La mayor parte de sus telas son monocromas y de tintes refinados, rítmicamente rasgadas con un gesto seguro y elegante con la idea de sugerir una infinitud de espacio interminable detrás del lienzo.
El espacialismo está encuadrado dentro del informalismo y, hasta cierto punto, puede considerarse como una variante de la pintura matérica. Se caracteriza esta manifestación por la búsqueda de un arte libre de todo contenido formal u objetivo. Fontana postulaba un “arte libre de todo artificio estético”, lo que le llevó a investigar las posibilidades espaciales de la pintura; para ello creó efectos espaciales mediante la discontinuidad material del lienzo: el espacio queda definido mediante una serie de fisuras, tajos o agujeros rítmicamente impresos en la superficie de la obra, generalmente monocromática. De esta manera el lienzo se conecta con el espacio real circundante que irrumpe en el contexto del cuadro. El espacialismo anuncia la crisis de la pintura de caballete y valida la entrada de la tercera dimensión, a través de los agujeros y los cortes.
Para lograr una transformación radical en el ámbito artístico se pretende, según el Manifiesto de esta manifestación:
Un cambio en la esencia y en la forma. Se requiere la superación de la pintura, la escultura, la poesía y la música. Es necesario un arte mayor de acuerdo con las exigencias del espíritu nuevo. La materia, el color y el sonido en movimiento son los fenómenos cuyo desarrollo simultáneo integra el nuevo arte.[2]
Fontana expresa plásticamente estas ideas con sus famosos tagli nella tela (cortes en la tela) y sus buchi (agujeros en la tela). En ambas series existe un factor común: el cromatismo. Las telas son pintadas de un solo color, extendido uniformemente por toda la superficie. Los lienzos son tensados al máximo y dispuestos sobre el bastidor. En ese momento el artista incide con un punzón o un cuchillo sobre la superficie y obtiene los agujeros.
Estas hendiduras -que en su tiempo llamaron la atención por su novedad y su absurdidad aparente- son, al mismo tiempo, signos capaces de fijar la línea del dibujo, la huella compositiva, con la misma precisión y el mismo carácter de improvisación de la pincelada.
Estas obras espacialistas permiten que el espectador se acerque al concepto de lo ilimitado. Estas marcas, que constituyen el gesto del artista, manifiestan su búsqueda permanente de la definición del espacio. Las constantes laceraciones interrumpen la espacialidad bidimensional de la tela: el quebrar su continuidad acaba con la idea que de ella tuvo y tiene la pintura, la de una superficie ilusoria capaz de albergar una representación ficticia. La originalidad y el valor de su obra se centralizan en el descubrimiento de ese otro espacio dentro del plano pictórico:
Mi arte está completamente abocado a esta pureza, a esta filosofía de la nada, que no es una nada de destrucción, sino una nada de creación ¿entiendes? Y el corte, realmente, de verdad, el agujero, los primeros agujeros (…) era justamente una dimensión más allá del cuadro, la libertad de concebir el arte a través de cualquier medio, a través de cualquier forma. El arte no es la pintura, la escultura solamente; el arte es una creación del hombre (…)[3]
Dominar el espacio, medirse con el infinito, poner un rostro a lo invisible han sido las obsesiones más desgarradoras de Lucio Fontana. Considerado uno de los temperamentos más innovadores del mundo moderno latinoamericano, llegó a encontrar un lenguaje de integración espacial, del que se habla todavía, y en el que defiende una filosofía del movimiento y del dinamismo en el espacio:
La era artística de los colores y las formas paralíticas toca a su fin. El hombre se torna de más en más insensible a las imágenes clavadas sin indicio de vitalidad. Las antiguas imágenes inmóviles no satisfacen las apetencias del hombre nuevo formado en la necesidad de acción, en la convivencia con la mecánica, que le impone un dinamismo constante. La estética del movimiento orgánico reemplaza a la agotada estética de las formas fijas.[4]
Uno de los mecanismos fundamentales del arte contemporáneo es el corte (entendido en este sentido como ruptura fehaciente). Pero no puede haber corte sin superficie; no puede haber negatividad creadora sin alguna forma de positividad. El corte es la apertura radical, la matriz de todo lo posible, la herida que nunca podrá cerrarse. El corte es un significante que ningún significado puede clausurar, el espacio mismo de la utopía.
El arte de Fontana, entre otros, es un arte que abre, que ejecuta cortes en la superficie para abrir la posibilidad de una llegada. Como cualquier quimera auténtica, el corte no nos dice nada acerca de aquello que está por llegar. El arte utópico es apertura, pero apertura que nunca podrá cerrarse; es una ausencia radical, no una presencia pospuesta; y cualquier intento de fijar el contenido del corte es una forma de restringirlo. No se pretende digamos, hallar una lógica única e unívoca en la creación; sino que ella sea por sí misma un espacio donde se proponga una infinitud de caminos inexplorables.
Todo significar, todo mostrar, todo decir es un repetir, un lugar común que ya ha sido transitado. La utopía, el no-lugar, es quizás el único territorio abierto al arte contemporáneo. La ausencia es la única marca de una presencia siempre renovadora. El corte es la condición de la posibilidad.
Por otra parte, estas rasgaduras en el cuadro le dan a la pintura una tercera dimensión real, colocándolo a la altura de la escultura, elemento este innovador que va a influir poderosamente en muchas experiencias similares posteriores. Pero hay más, la “herida abierta” sobre el lienzo parece abrir un agujero negro por el que se pierde la concreción del cuadro y se abre una ventana al infinito. Al respecto comentaba su autor: “yo agujereo, el infinito pasa por allí, pasa la luz, no hay necesidad de pintar” [5].
Fontana construye territorios de paso que piden que se transite por ellos y propone la monocromía como sustento para el viaje. «He intentado poner varios colores en el lienzo pero el corte no los soporta» -confesaba Fontana- explicando por qué creaba obras compactas desde la perspectiva cromática. Creó un nicho del monocromo en el arte conceptual, adelantándose una década, a su nacimiento oficial establecido por los historiadores del arte con las primeras exposiciones de las Expositions Monochromes de Yves Klein.
Formalmente la obra de Fontana no presenta marcada complejidad; lacónicamente podríamos describirla de la siguiente manera: lienzos monocromáticos agujereados, con hendiduras y perforaciones sincrónicamente realizadas; pero ello no le resta en lo absoluto relevancia a la obra que, con un lenguaje sumamente personal aborda lo real mediante la metáfora, el distanciamiento y la fragmentación. Se apropia, con gran maestría, de una concepción matérica de la pintura que valida su obra.
Es un proyecto vital nuevo que va en busca de una comunidad artística de “nuestros tiempos”, pero lo que la hace potencialmente universal es su propensión a la libertad creadora, a un lenguaje desmitificador que anula toda posibilidad de estatismo, una inclinación por la otredad en la forma y en la significación. Una obra que aboga por una ley artística fundamental: la libertad en el arte.