Tal como la piel es al tatuaje, la ciudad es geográficamente el territorio natural del arte mural, como una forma de expresión estético-ideológica que de por sí se adueña de parte importante de nuestro entorno, transformando el espacio urbano en un bastidor deliberadamente amplio, ya que no discrimina en cuanto a materialidad, calidad o concepto. En ese aspecto, uno de los que pudiese destacar por su carga negativa es eventualmente el graffiti. Sin embargo, ese cliché o juicio de valor obedece a una visión legitimada por las estructuras de poder que ansían ad-infinitum, regular el espacio público, pero además responde a la constante presencia de esa intervención mal entendida, donde cualquiera se arroga el derecho a vulnerar dicho espacio con sus tags, amparado en la consigna de una acto improvisado que marca territorio. Categórico sesgo, que aun así no irradia lo genuino de este arte.
“Una pared es un arma muy grande.
Es una de las cosas más desagradables
con las que puedes golpear a alguien”(Banksy).
Ahora, más allá de esta aproximación preliminar están quienes transfieren mensajes a la sociedad y ven en los muros un lugar donde se logra una significativa retroalimentación habitante-ciudad. Desde esa perspectiva habrá que remontarse a David Alfaro Siqueiros, José Venturelli, Julio Escámez o Gregorio de la Fuente como parte de los impulsores de un hacer, que luego con el paso del tiempo y dada la efervescencia político-contingente previa al golpe de Estado (1970 – 1973), es considerado un campo de batalla, donde el compromiso social se palpa en los murales realizados por la Brigada Ramona Parra en colaboración con Roberto Matta (piscina Municipal de la Granja) y en el extenso mural pintado a lo largo de la ribera del río Mapocho, el que después del 11 de septiembre fue borrado. Marcando un antes y un después en una actividad que muta desde la resistencia a la denuncia.. Que en la actualidad además se refleja en quienes claman por un inaplazable cambio social (Brigada Chacón) y que en muchas ocasiones transmiten su propuesta bajo una momentánea, pragmática y contestataria temporalidad.
Aun así, en un simple paneo por la ciudad podemos encontrarnos con ejemplos importantes de cómo el Muralismo, irrumpe con tal potencia que logra congeniar buena parte de esa latente necesidad de cambio, con una intervención integral que desde lo estético combina el contexto cultural y arquitectónico con el social, siendo parte activa de una comunidad, como ha venido ocurriendo con los más de sesenta murales, emplazados en los 6000 mts², en el Museo a Cielo Abierto en San Miguel al sur de la ciudad de Santiago. Hecho que por cierto se remite a otra iniciativa pionera en Chile (alrededor de los 90’) con el Museo a Cielo Abierto de Valparaíso, que parte con tímidos 20 murales en los faldeos del cerro Bellavista y que hoy al expandir su campo de acción, concentra gran parte de la expresión que da forma y vida a esa gran columna vertebral que cruza transversalmente los cerros de la ciudad puerto, entre los que se agrega a partir de 2010 el colectivo Valparaíso en Colores, llevando su arte a los barrios.
Por otra parte, al hondar en el muralismo, podemos decir que se sustenta tanto en auxiliar los espacios que escoge, como en monumentalizar la memoria colectiva, evitando la depredación tanto histórica como física, por tanto, una de las cualidades que saltan a la vista es cómo conversa lo estructural y lo estético, con ciertas dinámicas subyacentes en cada comunidad, convirtiendo al muralismo en un producto cultural que junto con desafiar o interpelar, interpreta fielmente el sentir comunitario, atendiendo a una necesidad de transferencia que de por sí apoya su rol más significativo, que es el de restaurar y resignificar un territorio inválido; Poniendo en valor y transformando en hitos urbanos, espacios otrora depreciados, despreciados e inexistentes, ya sean fachadas, plazas, muros ciegos o simples panderetas divisorias, donde al hacer el ejercicio comparativo se ve claramente como caen los vestigios de un pasado sin cara ni color, por esa “muralidad” que dialoga con todos, convirtiéndose en un componente prioritario dentro del percibir la ciudad, permitiendo que el habitante conviva y centre su atención en una forma de arte que -al huir del claustro- lo transforma en su incondicional audiencia.
Aunque lo más ilustrativo de esto, es que un mural no se restringe sólo a lo ornamental y en ese sentido es esclarecedor el hecho de que debiera entenderse también como una traza de temporalidad que dentro de su cronología, va retratando nuestra realidad desde una perspectiva embellecida, pero no ingenua, sino más bien transfundida por el color y por la exuberancia de expresiones y formas que hacen más digerible verdades que al ser adversas se ignoran o evaden o no alcanzan la magnitud de una obra que al transferir mensajes a la comunidad se convierte en un factor clave. Algo que quizás a primera vista no se percibe, pero a niveles más profundos, sí implica un conjunto de estímulos que van modificando desde lo más contiguo -ese ver distinto- estableciendo con ello un espacio vinculante que al ser una extensión de su propia vida y al alterar favorablemente su entorno, le arranca el suelo de los pies a la rutina y lo conecta con un universo de posibilidades para entender y sobrellevar su cotidianeidad, pero con otro paisaje.
Por último, al ser observado desde lo estrictamente patrimonial, es más que valioso el aporte que entrega este tipo de expresión, ya que descontando el natural desgaste o deterioro, conforma un lenguaje citadino donde confluyen desde el graffiti hasta el esténcil o el lettering que si bien marcan presencia a nivel mundial, se puede también afirmar que existe un arte callejero que convive de muy buena forma con nuestros códigos más reconocibles, y aun cuando pudiese ser discutible hablar de “muralismo chilensis”, va hacia eso, golpeando con decisión cada pared.