Cada dos años el Capítulo Chileno del National Museum of Women in the Arts (MNWA), invita a artistas visuales a sumarse a una convocatoria internacional, que en esta ocasión centró su temática exclusivamente en el metal. Maciza demarcación en la cual giran las propuestas de doce artistas locales, quienes dan forma a Metalmorfosis, reuniendo el trabajo de Catalina Bauer, Marcela Bugueiro, Isidora Correa, Pamela de la Fuente, Amelia Errázuriz, Virginia Guilisasti, Michelle Marie-Letelier, Livia Marín, Karen Pazán, Rosario Perriello, Alejandra Prieto y Ana María Lira, obras que se exhiben en el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), entre el 23 de marzo y el 27 de mayo del 2018.
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Metalmorfosis se presenta como un ejercicio plástico donde el metal, al adoptar innumerables formas, es capaz de generar un contrapeso a partir de una feminización estética, que surge como respuesta a la hegemonía imperante dentro de las esferas artísticas. Un punto de inflexión que destaca su curadora Gloria Cortés Aliaga: “La obra de estas artistas convergen en la advertencia que realizan ante los efectos del capitalismo y las dinámicas en la dimensiones de género”.
Lo anterior es una causa que pone de manifiesto una serie de propuestas cruzadas por una hechura, donde ser mujer es el pilar para expresar su corporalidad, sexualidad e incluso una inmanente maternidad, proyectada en obras que en sí traspasan su propio contexto histórico, creando toda una fenomenología corpóreo-emotiva, que de antemano redefine la indocilidad, el absolutismo y la reciedumbre del metal. Carácter tutelar que desde su sola mención conlleva un sesgo ligado por siempre a lo masculino. Injustificada categorización que sin embargo cede ante quienes han sabido doblegar algo más que la multifacialidad del metal.
Es así como con en Air Classic (2009) y esas zapatillas Nike, hechas con carbón extraído de la zona de Curanilahue, junto a esa lámpara de Lágrimas Negras (2011), simbolizan el drama de la explotación minera representada por Alejandra Prieto, artista seleccionada para participar en junio el Heavy Metal, Women to Watch, en Washington D.C., donde exhibirá Pyrite Mirror, siguiendo una conducta plástica que fusiona un material bastardo con el decadente lujo. Curiosa aleación en la que también se inscribe Dionisio (2017), de Virginia Guilisasti, con otra lámpara que al lagrimear desde un salón del MNBA, rememora las ruinas de un mundo perdido, desperdigado y en desuso. En esa contrapartida de abandono versus cobijo, es que Livia Marín nos sorprende con Soft Toys (2012), un conjunto de peluches de segunda mano, laminados en oro y reconvertidos en objetos de deseo y apego como un refulgente placebo del lecho materno. Una inaprensible realidad que se intensifica aún más en esa aura desarrollada por Karen Pazán, y ese niño de aluminio tipo baby face, que alude a las esculturas Mesoaméricanas del arte Olmeca, instalándolo como un Cuerpo Sagrado (2016), solitario símbolo de la carencia tercermundista.
Aun cuando la mayoría saca a relucir distintos aspectos en torno a los roles de género, existe un claro interés por enfatizar lo invisibilizado, secuela de un proceso de discriminación, violencia y desigualdad, que a la postre moldea un cuerpo escultórico, no distanciado del propio, como en Mina Barroca (2010) de Marcela Bugueiro, y esa contestaría gorguera o cuello que al servir de cepo, evidencia de forma lapidaria el machismo opresor que aflora desde la trastienda. Rotunda figuración que por factoría (ambas usan la orfebrería como referente), la emparenta con Tírame (2016), apelativo que iconiza a esos tiradores o manillas de bronce, pero además a unos versos de la mismísima Pamela de la Fuente, que declaran una seductora, pero encubierta sumisión – “Te invito a tirar, (tener sexo, atornillar) todo el día, todo el tiempo”.
No obstante, el tono del discurso no solo se reduce a lo físico, también al vacío de su cara interna o alma del objeto representado en esa Línea Discontinua (2011), instalada como un insustancial ornamento con que Isidora Correa muestra la superficialidad y el consumismo del cual somos presa. Orden oculto, que desde una operativa muy distinta nos presenta Michelle Marie-Letelier, con Leaks (2015), y al cobre como el conductor involuntario de cuanta filtración y espionaje cibernético existe. Un referente matérico que además se palpa en esa Geografía del acopio (2013) de Amelia Errázuriz, quien mediante 30 módulos de cobre intenta hacernos ver el prolongado estado de indefensión de esta vapuleada Latinoamérica. Algo que se encuentra contenido además en Intemperie (2016), y ese inventario residual creado en base a cera perdida y bronce con el cual Rosario Perriello, evidencia la vulneración de los hábitats naturales y devastados ecosistemas. Un entramado de indolente dominación que tangencialmente posa la mirada en Ana María Lira, mujer nacida en tiempos de guerra (1939), que desde una trinchera de pluralidad material, nos insta a detenernos en esos Semáforos para meditar (2016-17), lapso que además sirve para observar esos dibujos engarfiados en cobre de Catalina Bauer, quien con un acertado relato visual hace que estos Espías del fondo del mar (2016), se pierdan entre la inmensidad del cielo y el océano, en un juego de nunca acabar.
En este sentido, Metalmorfosis debe verse como un espacio de resistencia, reconversión y convergencia, con proyectos en obra que hablan de un modo procesual distinto, con una perspectiva de género que pone en relieve a 12 artistas y un trabajo curatorial que busca relevar las estructuras artísticas, reivindicando el quehacer de muchas féminas que con temple y resiliencia siguen batallando.