Siempre la literatura ha direccionado mis pasos, y cual sonámbulo me he dejado guiar por ese sendero de letras en el que a hurtadillas la imaginación deja pistas para descubrir nuevos horizontes. Expedición necesaria para reflotar en este encierro, la compañía de un libro-amigo y releer por enésima vez los versos de un Parra imaginario – “Y en las noches de luna imaginaria/ sueña con la mujer imaginaria/ que le brindó su amor imaginario/vuelve a sentir ese mismo dolor/ ese mismo placer imaginario/ y vuelve a palpitar/ el corazón del hombre imaginario”.
Pero nada es lo que parece, y vuelvo a reacomodarme la mascarilla. Versión remozada de Ecce Homo de Borja, que a esta altura podrá sonar disparatada, pero esta anomalía temporal propiciada por este confinamiento sanitario, me ha hecho rebobinar mucho de lo me maravilló en su momento, como el austriaco Friedensreich Hundertwasser (1928–2000) quien supo apropiarse del espacio arquitectónico con sus formas orgánicas ondulantes, en cuyos espirales renace el paisajismo, de la mano de un artista que jugueteó con el asombro y dejó que su perenne caja de crayones se encaramara cual madreselva en cada uno de sus lienzos y “biomórficas” construcciones, permitiendo a sus habitantes ser huéspedes de la naturaleza.
En esa pugna permanente que le confiere al creador la licencia para hacer de su obra un viaje a lo impensado, también está Claudia Collao (1964) artista visual chilena, quien como el rizoma tampoco se subordina a una sola forma, sino se diversifica en llamativos modos de aproximase a la visceralidad, recurriendo a una pulsión gestual con la que deliberadamente propone un espacio tensional, en el cual resuena el expresionismo abstracto, creando un requiebre tan sutil como tormentoso, del que es imposible sustraernos. Un impacto que también provoca Daniel Richter (Alemania, 1962) al congeniar su influencia del punk con el eco de James Ensor, Edvard Munch y Albert Oehlen, y articular un lenguaje inquietante, con angustiosos personajes tipo zombies, que deambulan al borde de lo soportable, conformando una vigorosa disarmonía que, al parpadear desde flúor, me arranca violentamente de este kilómetro cero en el cual me encuentro.
Un momento inminentemente especial, que me catapulta al trabajo de Nike Savvas (Australia, 1964) y esos complejos algoritmos matemáticos, con los que configura una atmósfera de ingravidez metafísica, donde el espectador se sumerge en medio de ese firmamento de esferas horizontalmente dispuestas. Un entramado multicolor que desde ya dialoga con la obra inmersiva de Sarah Sze (USA-1969), quien crea una experiencia envolvente a partir de combinar objetos irrelevantes, como mondadientes, tapas de frascos o tubos de papel higiénico, y junto a ellos difuminar los límites perceptivos de quienes ven a estos pedestres elementos, descorriendo los márgenes visibles entre pintura, escultura, instalación, tomando una imagen remanente (Afterimage) que de por sí potencia ese coloquio entre arte y tecnología.
Aun cuando la prensa siga hablando de estadísticas, de un virulento rebrote y de potenciales vacunas. Opto por pensar en Isidro Ferrer (Madrid, 1963), un ilustrador que sabe encontrar la magia de las cosas, o como decía Juan de Mairena- “Por un lado entra el mundo, por otro sale la poesía”. Liberando a los objetos del trabajo rutinario de sentirse tontos útiles, que sólo sirven para eso; y trasladarlos a ese lugar de ensueño, donde por obra y gracia de esa otra mirada, se convierten en seres juguetones. Lo que queda plasmado en el Libro de las preguntas de Pablo Neruda y Los sueños de Helena de Eduardo Galeano, que desde ya, cambian nuestra perspectiva de las cosas.
Oportuna pausa, para escuchar el tema Girl you ‘ll be a woman soon de la película Pulp Fiction, y hacer mías las palabras de Albert Camus–“En medio del invierno descubrí que había dentro mío un verano invencible”. Con lo que asumo incluso mi inconfesable adicción al sol, pero no por una búsqueda imperiosa de vitamina D, sino porque esta insufrible pandemia ha rebasado mi cuota invernal. Derruida sensación que por alguna indescifrable razón asocio a la poética de lo yermo de Anselm Kiefer (Alemania-1945), y su simbolismo inusualmente ruinoso, donde cada palmo de tierra, raíz o escombro, hacen referencia a lo marchito, evocando una serie de distópicos momentos que lejos del desapego, traspasan este corredor de imágenes donde la historia de Alemania y la suya propia, se juntan en un íntimo desgarro.
Aun así, el claroscuro de esta tarde se bate en retirada, y por fin puedo dar vuelta la página al pensar en Ataraxia(2018) del artista argentino Eugenio Cuttica (Buenos Aires, 1957) y esas ciento cinco esculturas de fibra de vidrio colocadas sobre sillas blancas que escalan una pared inclinada de diez metros para evidenciar el esfuerzo que hacen los individuos para alcanzar el equilibrio y la huidiza felicidad. Pero, a la vez pienso en el coreógrafo Willi Dorner, (Austria, 1959) quien, por más de diez años con su compañía, se ha entreverado en el entramado urbano, arrancado de su ensimismamiento a los transeúntes con una intervención viva, que fusiona danza y escultura. Un ejercicio disruptivo (plástico-cromático) que invita a redescubrir la arquitectura del paisaje cotidiano mediante un inesperado lance, donde el protagonista es un cuerpo que- ocupando otro escenario- desajusta e interpela al ciudadano de nuestro tiempo, abducido por esta frenética urbe.