A poco de cumplirse otro aniversario del descubrimiento y posterior genocidio de América, me ha rondado la idea de abordar la temática del rapto. Signo de dominación fundado en la raza que, tras la conquista se personifica desde su génesis en la captura de Lautaro (Leftraru) quien, de indígena auxiliar en las batallas o yanacona, pasó a convertirse en un reconocido Toqui y estratega militar mapuche, y la evidencia cierta de un actuar que, en su contracara se expresa en la literatura con la magnífica obra de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, El cautiverio feliz (1673), que describe la reclusión de su autor entre los guerreros mapuches- “Cuando volví en mí y cobré algunos alientos, me hallé cautivo y preso de mis enemigos”. Suceso determinante, que converge en el encuentro entre dos culturas.
Pero, que en lo puntual de esta nota se releva al mito de la cautiva, originada en la apropiación de la mujer blanca por el hombre indígena. Toma de posesión que modifica el entramado de la potestad patriarcal, reconfigurando al tradicional captor europeo, por la del salvaje advenedizo. Instancia que el francés Raymond Quinsac Monvoisin (1790-1870), recreó tomando como base una catástrofe ocurrida frente a la desembocadura de los ríos Toltén e Imperial, para dar forma al díptico El naufragio del joven Daniel y Elisa Bravo Jaramillo de Bañados, mujer del cacique (1859), dos momentos que entrelazan la calamidad, la captura y la obsecuente resignación de la bella cautiva que se muestra contemplativa, y rodeada de sus hijos mestizos, según lo consigna Josefina de la Maza en “Del naufragio al cautiverio: Pintores europeos, mujeres chilenas e indios Mapuches a mediados del siglo”.
Convengamos eso sí, que el rapto no es un hecho aislado. La historia del arte está plagada de ejemplos que lo reproducen, desde el rapto de Europa a Proserpina o las Sabinas, pero además en una cantidad de obras donde la trata de blancas, es otra forma de cautividad, normalizada por el comercio de una época y que se constata en elMercado de esclavos (1866) de Jean-Léon Gerôme, en La perla del mercader (1884) de Alfredo Valenzuela Puelma, y en Una esclava en venta (1897) de José Jiménez Aranda, quien incluso exhibe sobre su cuello un letrero con la inscripción- “Rosa de 18 años en venta por 800 monedas”. Tres instancias en las cuales curiosamente las cautivas son blancas.
Por lo mismo, tener una concubina blanca o chiñura, para muchos caciques era considerado el más preciado botín de guerra, representado en Argentina, Uruguay y Chile mediante la figura del malón, táctica indígena de saqueo y conquista, que para Johann Moritz Rugendas, fue el tópico principal para entre 1830 a 1850, crear más de 25 versiones en torno a la cautiva, tal como se evidencia en El Malón y El rapto de doña Trinidad Salcedo (1845), El regreso de la cautiva (1848), sólo por mencionar algunas que desencadenaron un amplio vaciamiento sobre el tema.
Partiendo por La cautiva (1880) de Juan Manuel Blanes, quien ubica al centro de la composición, una mujer blanca semidesnuda mirando hacia el cielo, taciturna y resignada a su destino, mientras su captor, agazapado observa a su presa. Luego está La vuelta del malón (1892) de Ángel Della Valle, símbolo del despojo desarrollado bajo un aura sacrílega, con guerreros indígenas blandiendo cruces, incensarios y objetos de culto que mezclados con la ferocidad de sus lanzas, la cautiva blanca desvanecida sobre el hombro del cacique y ese prístino amanecer tras la tormenta, conforman un escenario épico, que a su vez se enmarca en un mito erótico implícitamente sustentado en la bravura y gallardía del captor indígena, el que se enfoca en la mancillar sexualmente al opresor, una vez que posee a su “dama”. Hecho incompatible con la moral castiza y patriarcal, que hacía ver a la mujer como una posesión, lo que en cierto modo se refleja en la obra de Franklin Rawson, donde se ve a una familia escapando a todo galope de las llamas y el pillaje en La Huida del Malón (1860). Devenir alegórico que instala al padre en una posición mesiánica, al rescatar a su mujer y su pequeño hijo, en un lienzo que contrasta de plano con otras versiones en las cuales sólo se refuerza la consumación del rapto.
En ese plano no está demás agregar que existe una serie de recreaciones en torno al tema, que tributan a obras mayores como Los hijos de la dicha o introducción al paisaje chileno: muletillas para la danza (1979) de Gonzalo Díaz Cuevas, que claramente recrea la obra barroca Rapto de las hijas de Leucipo (1616) de Peter Paul Rubens, o que derechamente proponen su propia interpretación, como El rapto de las Sabinas (1962) de Pablo Picasso, que es muy distinto a los pintados por Nicolás Poussin (1638) y Jacques-Louis David (1799). Lo mismo sucede con la artista vasca Idoia Montón con El Rapto De Las Sabinas o La Constitución Simbólica Del Patriarcado I y II (2015), o El rapto de Europa (2018) de Alejandro DeCinti.
Pero, donde la idea del rapto da un giro inesperado es en la instalación del mismo nombre de Norton Maza, quien fusiona signos propios del arte medieval, como la pintura celestial de nave, con otros extraídos de la iconografía bélica: buques de guerra, helicópteros, e incluso un Stormtrooper, proveniente de la Guerra de las Galaxias, compartiendo escenario con otros actores de la cultura de masas, como esa Barbie vestida de “pascuerita”, que coqueta exhibe sus pechos. Todo esto coronado por un cielo abovedado de papel maché, anclado por veinte cornamusas en forma de gárgolas, desde donde surge una joven encapuchada, que está siendo abducida por un haz de luz -cual metáfora de la presencia divina- que en una mano sostiene un encendedor y en la otra una molotov, como un signo de nuestra apremiante realidad.