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Más allá del excesivo pragmatismo que a veces dejamos traslucir. Un simple roce nos vuelve a nuestra esencia, y la palabra deseo empieza a conjugarse de tantas maneras, como tu glosario íntimo lo permita, conformando un lenguaje que se inicia con un beso, donde su sola mención activa doce músculos faciales, a los cuales se añaden otros diecisiete, si la lengua entra en acción. Detonando una seguidilla de pulsiones que delinean esa ruta por trazar, que muchos artistas le han dado especial significación, generando una secreta complicidad con el observador, como en El origen del mundo (1866) de Gustave Coubert, cuyo cautivador magnetismo, se propaga a La Femme Damnee (1859) de Octave Tassaert, a Dánae (1907/08) de Gustav Klimt y la sensual Grey Lines with Black, Blue and Yellow (1923) de Georgia O’Keeffe, cuando explora la pasión femenina en un mundo dominado por hombres.

© Gustav Klimt

Vínculo en el cual se advierte esa subordinación sensorial que cada obra provoca, y que supera cualquier consideración estética, desencadenando un despliegue de fantasías en las que Mike Dargas, desde el hiperrealismo de rostros sutilmente provocativos y cubiertos de miel o chocolate fundido, materializa y amplifica con sutil vehemencia en The Shape of Honey (2018). De igual forma como Richard Phillips lo hace en Scout (1999), al abrir las posibilidades de nuestro imaginario con una chica parapetada en la oscuridad de sus grandes lentes, que te seduce con arrolladora displicencia, creando un clima tensional, donde su “pasiva impulsividad” se confronta con la sensual y cándida introspección de los espacios privados dada por Robert Standish en Young Woman Bathing (2000) y Bather At Rest (2004), con una mirada cotidiana, pero a la vez tan íntima que ambos encuadres de por sí se contraponen a lo que Eric Fischl en Bad Boy (1981) manifiesta sin cortapisas, cuando conjuga lo iniciático, la intimidación y esa entrecortada penumbra que envuelve el hecho erótico con un halo de simbolismo, que no pasa inadvertido.

© Robert Standish

Aun cuando, el problema de la mirada recae en estar expuestos a estímulos que, habitualmente vulneran nuestra discreción. Muchas de las fijaciones que los artistas registran responden a un modelo constructivo que ve en el gesto una oculta provocación, evidenciada en la obra de Helmut Newton, Eric Kroll, Nobuyoshi Araki, Roy Stuart, Petter Hegre o Ellen von Unwerth, y otros tantos iconos de la fotografía que han hecho del cuerpo su enclave, como Elmer Batters, y esa serie de primeros planos con medias, piernas y pies de sus modelos como un recurso fetichista, cuyo expediente es compartido por Natacha Merritt cuando en Digital Diaries (2000) se muestra a sí misma en distintos encuentros sexuales, resignificando el límite de lo privado. Velo que a la vez descorre Bettina Rheims, al exhibir la intimidad de acróbatas, strippers, prostitutas, modelos y artistas de diversa índole, con quienes entabla un diálogo cargado de sofisticación y erotismo. Margen en el cual Claudio Bertoni, desde una arista más personal nos seduce con la poética de un Desnudo en sofá rojo (1984) en un correlato íntimo, del cual Jan Saudek se desmarca, proponiendo inquietantes fotografías en blanco y negro (coloreadas a mano) conformando una atmósfera atemporal entre grotesca y onírica, sacada de una época pretérita.

© Claudio Bertoni

Delirios que en Tomas Ruff, adquieren un carácter fantasmal, cuando alterna lo sexualmente explícito con lo huidizo de una imagen artificial proyectada desde el espejismo o del difuminado hecho fortuito. Audacia interpretativa que Tom Wesselmann representa desde la exuberancia del color y una sinécdoque con la que deliberadamente enfatiza sólo detalles de lo deseable: labios, pezones o el pubis de seductoras odaliscas posmodernas, reflejo de un fenómeno alimentado por la comunicación de masas y la publicidad. Aproximación que, hasta cierto punto comulga con la propuesta de Helen Beard, quien reivindica el rol sexual femenino, pero no desde el discurso ideológico, sino desde el terreno mismo de la genitalidad, como un acto de emancipación total a través del cual subvertir. Óptica muy distinta a la sugerida por Carlos Bob Clarke, con una combinatoria que va de lo sublime y surreal en Mermaid (1985) y Fairy Bum (2000), a la glamorosa, pero inalcanzable “Femme fatale” de Fantasy Females Are Impossible To Satisfy (2004), en un zigzagueo híbrido de alejamientos y cercanías.

© Tom Wesselmann

Lo revelador es que adicionalmente a las connotaciones, la distancia entre el observador y lo observado se acortan, y tal como subrayó Susan Sontag- “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”. Algo que no esté normado, sino naturalizado por códigos universales, donde el deseo se revele en obra, articulando un núcleo narrativo que, al exceder la pose misma, desbarata las ataduras y tabúes impuestos por la superchería religiosa. Deliberación que toma cuerpo en Sol Mateo, cuando escenifica el remanente histórico y se despoja de las convenciones morales a través de “impías” protagonistas, que cargan sobre su piel la privación y el peso cultural y vernáculo de una sociedad tan reprimida como castrada.

© Sol Mateo

Sustancial premisa, que me lleva a preguntar, ¿cómo seguimos girando en torno a lo que ella representa? Negando sistemáticamente, tantos deseos que son persistentemente custodiados y vulnerados; incluso a través de un ideal de belleza aceptado por siglos. El cual no contempla ni el paso del tiempo, ni el deterioro físico. Indecorosa forma de distanciamiento de una realidad que sin embargo Philip Pearlstein, recrea desde una sensualidad mucho más terrena, no embadurnada por la visión sublimada, sino pasada por el cedazo cotidiano, en el que, pese a todo, seguimos creyéndonos una obra del deseo.

© Philip Pearlstein