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“En los Andes la gente no escribía, tejían el significado en textiles

 y cuerdas anudadas” (Cecilia Vicuña).

Hay instantes en que el estar encerrado cumpliendo este forzoso confinamiento a causa de esta pandemia, me han llevado a rememorar íntimas situaciones que sin proponérmelo me catapultan a la infancia cuando la oscuridad invernal alteraba mi ritmo circadiano y solía sentirme como toda una nube, mientras mi madre y mi tía, acortaban las tardes tejiendo, como si ese mundo de lanas fuese una prolongación de ese nidito que ambas habían construido con su permanente cobijo, y en el cual me arrobaba y disfrutaba de sus mimos.

Por eso, no es extraño ver como el tejido, técnica que estuvo relegada, durante muchos siglos al ámbito de lo privado, hoy se ha asentado en su posición dentro del mundo de las artes, tal como lo demuestra Orly Genger (USA, 1979), al crear obras empleando miles de metros de cuerdas de nylon trenzadas con las que teje monumentales esculturas como Salsa de la tierra (2007), Gran Jefe (2010) y la instalación escultórica Rojo, Amarillo y Azul (2013), ubicada en el Madison Square Park, donde tras anudar millones de metros de cuerda de pescar pintada y tejida a mano, cubre gran parte del parque con este exuberante viaje por los colores primarios.

Ahora, imposible olvidar a Sheila Hicks (USA, 1934) quien, tras cinco décadas de trayectoria volvió al Museo Precolombino de Santiago para exponer Reencuentro (2019), una selección de piezas en cuyo eje temático dialogan el arte contemporáneo y mucho del legado indígena americano, expuesto en un extenso periplo por los Andes. Lugar donde aprende las técnicas textiles y cosmovisiones ancestrales, que luego plasma en este arte textil escultórico de un colorido y textura tan notables, como la obra de Ruth Asawa (1926 – 2013), escultora californiana de origen japonés, quien al igual que Sheila Hicks, descubre en Latinoamérica (en la ciudad de Toluca-México) la delicadeza y fuerza expresiva de la cestería, técnica que pronto incorpora en su trabajo con alambre, empleando un simple lazo o loop, con el que arma sutiles esculturas, llena de formas orgánicas inspiradas en la tradición japonesa del origami, pero también en sus dibujos y formas arbóreas que danzan en el espacio, generando un juego entre luz y sombras, muchas de las cuales fueron exhibidas el 2006 en una gran retrospectiva de su obra por el Museo de Young en San Francisco.

© Cecilia Vicuña

© Cecilia Vicuña

Por otro lado Cecilia Vicuña (Chile, 1948), desde lo chamánico y ancestral, como señala Mónica de la Torre: “Nos trasporta a un momento mítico anterior a Babel en el que los idiomas se complementan y funcionan al unísono”, como en el Quipu Mapocho, anudado a través de un gigantesco vellón que viaja desde el nacimiento del cerro el Plomo a la desembocadura del Mapocho, en un tributo a la niña momificada del emblemático cerro, intervención a la cual se suma el Quipu Menstrual, que hace referencia a la sangre de los glaciares, pero también el Quipu Vientre y el Quipu Womb, siguiendo la historia del hilo rojo, tanto en Atenas, como en la ciudad alemana de Kassel, donde desde una altura de ocho metros cae desde el cielo una interminable cascada de lana roja, cortando el paso de los transeúntes.

© Cecile Dachary

© Cecile Dachary

Lo más paradójico de todo, que una labor muchas veces vista como cotidiana y menor, ha permitido desplazar el campo de acción, resignificando los paradigmas, a tal punto, que las temáticas abordadas se vuelven tan sorpresivas, como la obra de la francesa Cécile Dachary, artista que creció rodeada de mujeres que tejían, cosían y bordaban, y que sin darse cuenta conformaron su afición por tejer desde la memoria, ensamblando partes del cuerpo femenino como una lección de anatomía hecha a croché en un permanente work-in-progress, con el que acorta la distancia entre arte, artesanía y medicina, representada en una singular fusión de piernas, senos y órganos internos, con los cuales da cuenta de lo bello y lo morboso, lo delicado y lo monstruoso. Un transitar con el que también se identifica Shanell Papp, una artista canadiense, que de siempre demostró gran curiosidad por lo clínico, la anatomía y la fragilidad de un cuerpo que desmiembra o arma igual que un rompecabezas, tejiéndolo órgano por órgano y visera por visera, hasta formar un esqueleto tamaño natural que en contraposición a lo que se espera, denota una sutileza y suavidad inusitada.

© Cecile Dachary

© Cecile Dachary

Para finalmente, encontrarnos con Gil Yefman (1979), artista visual israelí que mediante el crochet crea delirantes obras que denuncian la violencia sexual y de género, con las que visibiliza la exclusión incorporada en la sociedad occidental. Síntoma que se constata en Luna de sangre (2010), donde sugiere la posibilidad de la menstruación masculina y la maternidad. Una propuesta que ciertamente coincide con la instalación llamada Tumtum, (2012), donde vemos parte de la violencia sexual institucionalizada y ocurrida durante el holocausto, la que también se evidencia, pero con mucha más fuerza en Tapiz humano (2015) con un abanico de imágenes duplicadas de fosas comunes tejidas en una tela jacquard, usada para tapicería y dispuesta en un rollo que transmite la sensación de ocultación y de continuidad sin fin, pero que a su vez nos deja la sensación de un palimpsesto que vuelve una y otra vez a escribirse, o en este caso tejerse.

© Gil Yefman

© Gil Yefman

Imagen de portada: Shanell Papp