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La falacia de que el arte es necesariamente un “realismo” puede ser modificada o descartada sin trascender siquiera los problemas delimitados por la teoría mimética…

– Susan Sontag

La sagacidad, la clarividencia y la audacia de un crítico no dependen de la cantidad, más o menos convincentes, de las referencias que maneja ni de las lecturas acumuladas a tenor de una exigencia poco menos que necesaria. La audacia de un crítico depende, antes que nada, de su voluntad interpretativa a prueba de bombas y del ejercicio de una subjetividad sensible que traba una relación afectiva/intelectual con la obra de yace frente a él.

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PERIÓDICO N° 123 | EDICIÓN ESPECIAL

Casi nunca leo sobre un artista cuando debo escribir sobre este. De hecho, prefiero no hacerlo. Me seduce mucho más disfrutar de ese diálogo -tan íntimo e intransferible- que se organiza y se produce entre dos entidades autónomas de gran rentabilidad: mi mirada y la obra del artista. Un diálogo del que aflora, entonces, esa necesidad de leer, de decir, de nombrar, de articular un pensamiento en virtud de lo que veo y de lo que siento. En esta ocasión, y traicionando ese protocolo personal, decidí leer un texto sobre la obra Richar Vico, artista cubano residente en Miami. De repente, y sin esperarlo, se desordena mi descontento y se asienta, más si cabe, mi actitud reactiva frente a esa crítica gris, carente de vuelo y bastante miope, que demanda de las digresiones contextuales y de los alardes historiográficos frente al simple hecho de leer la obra en sí, leerla a ella, hablar con ella, intentar comprenderla. Leo un texto de tres folios, insisto, en el que el ochenta por ciento de la escritura deriva hacia los problemas contextuales de la abstracción en Cuba y el resto, a duras penas, lee la obra del artista, también, claro, bajo el influjo de la tiranía referencial que señala las figuras y los nombres de la historia del arte que “presuntamente” influyen sobre éste.

Esa pretenciosidad resulta admirada por algunos y editada por otros, pero creo, más allá de toda esa grandilocuencia, que lo que importa es la obra que se piensa y se discute. Por lo que me apresuro a señalar, evitando la patología anterior, dos rasgos esenciales de la pintura de este artista que me resultan sintomáticos desde cualquier punto de vista. De una parte, la pulsión denodada que se registra en sus superficies; de otra, el carácter hedonista que habita en ellas y que fuerza, irreductiblemente, a la contemplación por encima de cualquier tipo de arbitraje del juicio. Habrá quien afirme, no cierta cuota de razón, que estos rasgos que señalo no dejan de ser impresiones subjetivas que responden a una actitud empírica de mi parte. Así es, sin duda. Como también habría que discutir, entonces, si la abstracción pictórica, en la obra Vico y en la de muchos otros artistas, no es, al cabo, un declarado gesto de rabiosa subjetividad que libera el espíritu de lo esencial de su más burda institucionalización. La abstracción, para este artista, no es otra cosa que un espacio enfático de emancipación permanente.

De recordarse una y otra vez que la pintura es un acto confesional y libertario, los artistas terminan por aceptar, entonces, su condición y hacerse con el dominio de ese medio. Este es, precisamente, el caso de Richar Vico, cuyo ejercicio pictórico no podría ser otro que el de asumir la pintura como espacio de libertad. Se trata de un lugar que él ocupa para afirmar su yo frente al mundo y frente a la propia historia del arte que le precede, un lugar de reconocimiento, una suerte de estadio del espejo. Su abstracción resulta vertiginosa, dada a ocupar todo su habitad. Reside en ella un deseo de locución permanente, una necesidad -tal vez- de gritar, de afirmar, de exorcizar. Richar convierte el soporte en una especie de diario en el que va narrando sus estados de ánimo y dando cuenta de sus tribulaciones. Un espejo enrarecido al que se asoma para buscar la imagen del mundo, no la suya.

Ese juego especular, desde inequívocos signos barrocos, conduce a una distorsión y a un libertinaje que me seduce lo suficiente. Refiero aquí esa idea que se localiza en el deseo de metaforizar el medio para que éste, en su misma autonomía discursiva, tenga la facultad de decir algo. Y no es que haya descubierto nada nuevo, en modo alguno. No se trata de ello. Vico pone a prueba la intensidad de la superficie pictórica para establecer un coqueteo dialógico entre manchas y barridos a modo de eyaculaciones espontáneas. Un ritual de la consecución que provoca cercanías subsidiarias entre sus piezas, gestionando lo que vendría ser el sello de identidad de su propio mapa.

Bastaría una observación cuidadosa sobre el registro de toda la obra, para advertir en él algo que me gustaría nombrar bajo el sintagma dilatación del modelo. Entendiendo por ello ese recurso composicional y estilístico que se orquesta en base a la repetición no solo de la forma, sino también del gesto. Las variaciones de sus piezas parecen organizarse siguiendo la pauta de una apariencia muy similar. Toda la obra parece resultar del canibalismo de una única pieza o de infinitas derivaciones de esta. Es como una danza de replicación constante en la que todas las formas remiten a una que le sirve de alimento y de modelo. Este principio revela, como poco, la existencia de una obsesión en el artista. Esa misma que le lleva a producir obras de manare incesante en la búsqueda de la belleza, la consagración de un estilo y la prefiguración de su propio lenguaje.

El retozo viene a ser, sin dudarlo, otro procedimiento del artista a la hora de concebir la obra. Dejemos claro que retozar implica, entre otras cosas, no solo el hecho de saltar y corretear alegremente, sino, y mejor que esto, la realización de juegos eróticos con el otro. Así visto, podría explicarse esta obra desde ese mismo juego en el que el erotismo no se presenta como veladura o sugerencia sino como expresión misma del acto de pintar. Richar ensaya con la pintura, embarra, corrige, ensucia, lanza y resuelve la imagen, de último. No existe abstracción sin arrebato, como tampoco existen obras de arte sin cuotas, más o menos elevadas, de angustia e incertidumbre. Pintar, de la forma que sea, es siempre un ejercicio de placer y de dolor. No conozco a ningún artista que no sienta vértigo frente al lienzo en blanco como tampoco conozco a ningún escritor al que no le imponga el folio vacío. Todos, de una forma u otra, son víctima de ese sentimiento de orfandad. Un sentimiento que, en poco o nada, queda superado toda vez que la solución aflora de súbito: el escritor escribe, el pintor se las arregla para manchar el mundo y orquestar la sinfonía del horizonte.

A estas alturas de mi vida, y con montañas de páginas escritas sobre la obra de muchos artistas, comprendo la abstracción como una búsqueda afanosa de lo inconmensurable y de la ilusión. Puede que por ello me guste tanto este tipo de obras que, como las de Vico y otros, se resuelven en medio de esa misma agonía redentora. Creo que la abstracción abrirá siempre el espacio al debate de una dimensión ontológica en la medida en que ella misma es (y se convierte) en una indagación constante sobre la materia pictórica y sus límites.

Si convenimos en aceptar que la abstracción es esa pintura que es capaz de prescindir de la representación de un tema o un asunto figurativo, para sustituirlo por un lenguaje visual autónomo, con significado propio y según una gramática desfigurada, tendríamos que replantearnos, entonces, las nociones aleatorias de tema y de asunto. Si algo me queda claro del diálogo con tantas obras abstractas es que en ellas sí resulta posible definir un campo temático y el abecedario de miles de asuntos dispuestos en la magnitud de sus superficies. Esa reducción conceptual constriñe el poder evocador de la abstracción y vulgariza su misma esencia.

Si nos habituáramos a mirar más allá de doctrinas y de ideologías estériles, seguramente la crítica estaría a la altura de esa sagacidad que el arte dispensa. Perdemos el tiempo buscando raseros de valor y plataformas ya establecidas para hablar o no de un artista, para arriesgarnos a la hora decir, de enunciar. Y eso, precisamente, es lo contrario de lo que se le demanda al pensamiento crítico. Este debería, ahora y siempre, apostar por el riesgo, el error, la convicción. Hacer crítica es ejercer el criterio, la opinión, el valor. Por tanto, me apresuro a decir, desde ya, que Richar Vico es de esas figuras de la abstracción contemporánea a la que hay que seguir la pista, entre sinuosa y delirante, tomando el cuerpo de su obra como un espacio de posesión.

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