“Ellos se ríen de mi por ser diferente,
yo me río de ellos por ser iguales” (Kurt Kobain).
Me pregunto si acaso existe alguien que no haya soñado secretamente con crear su propia fábula pensando en su familia, amigos e insufribles vecinos, o mejor aún con seres desconocidos que te topas en la calle, que por dónde los mires tienen esa inobjetable cara de sapo o conejo, seres que de inmediato te devuelven a tu infancia cuando descubriste Pedrito y el lobo, esa composición sinfónica escrita en 1936 por Sergei Prokofiev, que fusiona música y texto con la participación de un narrador que acompaña a la orquesta en una suerte de fábula que incluso te cautivó desde mucho antes cuando leías a Esopo, Samaniego y Jean de la Fontaine, figuras cumbres de un género que estimula a una serie de artistas que evocan esa parte donde el imaginario crea tantas fabulaciones como lo proyectado por Jean Jacques Grandville, Marc Chagall y otros más actuales como Leonora Carrington, Greg Craola Simkins, Esao Andrews o Marion Peck, solo por destacar algunos, y a los que por supuesto agrego a Marcela Trujillo (Maliki – 1969), artista visual e ilustradora chilena que en Sala Gasco exhibe Fábula Secreta, reuniendo pinturas e ilustraciones que sobre la trazabilidad emocional, dan cuenta de un proyecto de obra que, si bien deja de lado la auto-representación, no abandona su característico estilo.
Fiel a su naturaleza, Maliki va elaborando una bífida visión que por una parte responde ese cúmulo de imágenes que el inconsciente rebobina en una combinatoria de tempranos correlatos que van desde los clásicos cuentos infantiles, donde muchos de sus personajes son animales (Caperucita roja, El patito feo, Los tres chanchitos o Pinocho) a los que se suman, revistas de historietas con las que recrea estas secretas remembranzas, como un síntoma catártico donde hasta cierto punto retoma un hábito innato a través de: “Animales humanizados que enseñan valores y buenas costumbres en tiernas instantáneas de una adultez ideal”. Planteamiento con el que deja entrever que dibujar animales es connatural a la infancia, y por tanto cuando decide recrear aspectos de la vida diaria, conforma un escenario inexistente capaz de desbordar con amplitud el álbum íntimo con estampas extraídas tanto de su imaginario infantil y familiar, el que se percibe en gran número en Mamá e hija, Papá e hija, Abuela y abuelo, Sobrino y tía, Primo y prima, obras que en definitiva constituyen parte importante del arraigo visual personal, como también de aquellos provenientes de un espectro de referentes tan extensos, que hasta se pueden incluir desde los gobelinos flamencos por su obra Reunión de animales (2016/17), a las revistas de moda, stickers y posters de diversa índole.
No es de extrañar ver animales con pelucas y atuendos con ese dejo frívolo y superficial a modo de sublimación o como resultado de un proceso de transformación de un bestiario que desde ya se acentúa en la Serie de personajes (13 dibujos – 2019) con leves toques carnavalescos, pero también irónicos y mágicos, en un delirio kitsh que al mismo tiempo exagera los rasgos de estos seres que sin siquiera sospecharlo se convierten en la base de una eventual “precuela”, ya que refuerzan un plan de obra con lo ya expresado en Ciencia ficción femenina (2011), Tumores femeninos (2012) y en Mineros sensibles (2013), a lo que se agrega esta Fábula Secreta, que cuestiona la memoria más íntima mediante una denodada puerilidad que se legitima con la creación de un nuevo linaje en el que además asoman tópicos más contingentes como son Amigas feministas o Pololas.
En estricto rigor ese marco el supuesto “infantilismo”, no es tal, ya que estamos frente a una artista que pasa de la disparatada Maliki del comic biográfico de “Quiero ser flaca y feliz” (2015) a “Ídolo, una historia casi real” (2017), a la artista plástica que hace del autoconocimiento una nueva ruta de expresión donde de partida atenúa la sorna, mostrándose a ratos mucho más próxima e ingenua y en cuyos rasgos accedemos a un escenario en el cual Trujillo ha venido trabajando por años, y que con esta alucinante fabulación en cierta forma sella un periodo, con un desarrollo técnico–expresivo que se puede apreciar particularmente en el terreno pictórico en el cual, como asevera su curador Rolando Báez: “La existencia de seres cruzados, tanto por elementos humanos como animales, en unos entornos vegetales de colores que no buscan referentes de la naturaleza, sino una paleta cromática que se vale de los dibujos animados y las clásicas películas de Disney”.
El guiño al film Alicia en el país de las Maravillas (1951) es primordial para crear una atmósfera que al estar intervenida se reconocen los códigos de una artista que en contraposición invita a dejarse llevar a través de una laboriosa pincelada y un espesor semi-selvático tan exuberante como inusual, donde además reverberan los mismos preceptos del cómic con los que ha elaborado parte importante de sus proyectos en los cuales confluyen ambos mundos, sin que uno destaque en desmedro del otro, sino más bien se complementen, tal cual sucede en este íntimo racconto, cargado de emociones envueltas por una dulce mordacidad que va desde lo trivial a la construcción de un argot o arquetipo visual que a sabiendas la autora elabora como parte de una práctica que reposa en el lugar común del álbum familiar y en personajes que por afinidad dan pie a una impostura donde la audacia cromática mezclada con ese suntuoso decorado le pone la cuota de expresividad necesaria para que el espíritu lúdico de Marcela Trujillo resuene cada vez con mayor potencia.