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“El ver al otro en su legitimidad, trae consigo la ternura”

– Humberto Maturana.

Contra la mudez y por respeto a la verdad. Contra el ocultamiento, la borradura o la conformidad, surge esta primera retrospectiva de Paz Errázuriz (Santiago, 1944), quien ostenta el Premio Nacional de Arte 2017, en el Museo Nacional de Bellas Artes. En la exposición se encuentran cerca de 170 obras de una de las fotógrafas más representativas de ese Chile ausente y con baja incidencia estadística. Personas sin ningún apresto, hijos naturales de una realidad descascarada y a contrapelo; vástagos no reconocidos de una sociedad exitista, que enaltece vanos estereotipos, alejados de estos náufragos aislados dentro de este país isla.

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Paz Errázuriz | Retrospectiva | Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago

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De la serie El infarto del alma,

De la serie El infarto del alma, «Infarto 30», Putaendo, 1994.

Paz Errázuriz, evidencia la contracara de una verdad empantanada en el confeti del final de fiesta, viendo más allá del escaparate, hacia aquellos que deambulan espectralmente en un pabellón del Sanatorio de Putaendo, donde al desconectar sus laceraciones y estigmas nos empujan a asumir su fractura interna en El Infarto del Alma (1994); lo mismo que en Antesala de un desnudo (1999), con una propuesta tan perturbadora como incómoda, pero justificada en una praxis in situ que redime ese desprotegido ser humano víctima de la privación impuesta por el sistema, pero especialmente por sus barrotes mentales.

Con un trabajo orientado a hacer aflorar esa psicografía fragmentaria, exenta de lirismo, pero a su vez empapada de una poética abyecta que anuda sutilmente desesperanza, orfandad y tenacidad de quienes pese al uppercut existencial, siguen peleando El combate contra el ángel (1987) e intentan sostenerse en pie, como esos travestis que en La Manzana de Adán (1987), desde la clandestinidad, bregan por incorporarse y mantener un craquelado garbo o esas prostitutas que vuelven compulsivamente al ruedo para paliar el hambre. Seres inadaptados, desvalidos y de mirar insolente que se cruzan frente a un lente que los acoge.

De la serie La Manzana de Adán,

De la serie La Manzana de Adán, «La Palmera», Evelyn, 1983.

Todo indica que Paz Errázuriz construye un relato a partir de tres elementos centrales que al friccionarse conforman una unidad emocional extraída desde lo marginal, alternando desamparo, ausencia y agonía. Pero con énfasis en un tiempo narrado real/irreal que se ve como un componente que subraya esa supuesta “inexistencia” de sus protagonistas y que se corrobora en la serie dedicada a los últimos representantes vivos de la etnia kawésqar, Los nómades del mar (1991-1995). En esta, adicionalmente, contribuye a la recuperación de una identidad olvidada, a través de un acercamiento con visos antropológicos que van más allá del espectro social, donde adquiere singular importancia la presencia de lo inadvertido, como dijo el crítico John Berger: “La cámara nos libra del peso de la memoria”, lo que es asumido por Paz Errázuriz al desafiar los recubrimientos, articulando un cuerpo de obra que no va en busca de lo memorable, sino tras la heterogeneidad de lo indecible o urgente, como esos ancianos que no ven en su decrepitud ninguna puerta de escape, retratados en la pérdida de su auto-valencia, acto remarcando en el curioso –por decir lo menos- infantilismo con que los engalanan. Sin embargo, la constante preocupación por el paso del tiempo también la impulsa a registrar el permanente contraste vivido por esos niños que sin saber se “ancianizan” al crecer prematuramente.

De la serie Antesala de un desnudo,

De la serie Antesala de un desnudo, «Mujeres VI», 1999.

Claroscuros e inquietantes temáticas hablan de desacato y subversión como un modo de abordar el momento histórico, pero también al desbastar ciertas letanías estéticas donde permanecen excluidas demasiadas miradas, lugar común en que muchos caen cómodamente en el cliché de hacer de lo doliente su consigna. Errázuriz en cambio, no vacila en compenetrarse a través de un ejercicio basado en la confianza y el respeto mutuo. El que se traduce en un trabajo de dignidad y naturalidad desarrollado sin andamiaje ni artífico:“Mis propias fotos han sido una escuela. Yo he hecho tanta investigación sobre la vida a través de mis fotos, es como mi álbum familiar. Nunca he tenido un álbum familiar, mis fotos son mi álbum familiar”.

Lo paradójico es que, por sobre el inclemente testimonio, logra recuperar la tersura al registrar los gestos, las miradas o ausencias. Aun suponiendo un natural trastoque del escenario doméstico, advertido en esa laxa borrachera de Los dormidos (1979) o en esa aciaga La luz que ciega (2008-2010) y su contrapuesta luminosidad, como una alternativa para develar las turbaciones del sujeto, otorgándole a lo sombrío un implícito contrapunto, el que a la postre se mantiene a lo largo de este extenso recorrido (desde la dictadura, hasta nuestros días) donde la artista extrae del cuerpo social, diversos retazos con el fin de divulgar lo ocurrido en el “traspatio”, registrado con un lenguaje visual que une desintegración y enajenación, dando cabida a esos miembros mutilados de una sociedad omnipresente y narcisista.

De la serie Vejez,

De la serie Vejez, «Las juezas», Santiago, 1983

De la serie La Manzana de Adán, «Evelyn I», 1987.