“Mi plástica está al servicio de la poesía”, Nemesio Antúnez.
Forma de Origen da nombre a la exposición que conmemora los 100 años del nacimiento de Nemesio Antúnez (1918 -1993), con un conjunto de 60 obras muchas de ellas inéditas, entre litografías, aguafuertes y algunos bocetos creados entre 1946 a 1952, periodo en que junto a William Hayter, trabajó en Nueva York y París en el Atelier 17, lugar donde nace no sólo su obra primeriza, sino su interés por el trabajo colectivo y colaborativo que luego propiciaría la creación del mítico Taller 99, donde precisamente y con justa razón, se lleva a cabo esta espléndida muestra.
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Tomando como base las palabras de Rafael Munita en relación a los comienzos de Nemesio: “El nutritivo encuentro con Hayter fortalece su espíritu y vigoriza el ánimo en función a compartir e irradiar con convicción lo que para él significaba un sentido de vida primordial, determinando con esto su destino en la creación y fomentar los valores del arte”. Reflexión que clarifica de modo certero una vida dedicada al arte, tanto como fundador del Taller 99, director del Museo de Arte Contemporáneo (MAC), del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) y de una artista que por sobre su obra, siempre transmitió generosamente su experiencia, abriendo caminos para quienes se sumaran a esta maravillosa e incansable posta.
Un transcurrir que en Forma de Origen se inicia con una concepción de mundo, donde el hombre y su problemática están estrechamente ligados con su quehacer artístico. Un devenir que se evidencia en la serie de litografías, Los Oficios, en concordancia con una imperiosa necesidad de evocar sus raíces a través de El Vidriero, La Maestra de escuela o El Carnicero, éste último con un notorio tinte expresionista, lo mismo que Multitud en la lluvia, donde la gente lucha simbólicamente contra la adversidad, en un enfoque que de por sí se complementa con City Dwelellers (Habitantes de la ciudad, 1949) o Multitud, Ventana (París 1951), donde la solitaria muchedumbre abre la senda para que Nemesio gire hacia una proposición cargada de profundo recogimiento y nostalgia, como se aprecia en El niño en el Taller (París, 1951) y en El niño y el globo (1956). Encuadres que incluso difieren de The poets fist (Los puños del poeta, 1947) donde crea una fisonomía gestual distinta, apoyada en un trazo bastante más aguerrido, en el cual esboza un dejo de furibunda impotencia mezclado con la fortaleza de quien nunca ceja.
Así, Nemesio se fue transformando en un laborioso artista sin sosiego, sitiado por permanentes símbolos de la cultura popular, como la guitarrera de Quinchamalí, los volantines y sus arremolinadas batallas campales o la siempre coquetona cueca. Arraigo que en esta muestra se detenta en La ronda (París, 1951) obra emblemática que da cuenta de esa suerte de ensimismamiento que el artista sentía por lo patrio. Un orden estético que al observar con cuidado, se vuelve a manifestar en 2 Piedras (1949), hijas naturales de los telúricos volcanes o los prominentes riscos cordilleranos que indefectiblemente y más temprano que tarde resplandecen en su impronta, como una huella indeleble de quien tiene clara conciencia de lo que significaba ser artista: “No se puede pintar el cielo sin tener los pies bien puestos en la tierra”, y lo demuestra ante todo esta magnífica idea de conmemorar sus 100 años, con la obra iniciática de Nemesio, que aquí se asume cual legado, y como dice el tango: “Donde su nombre se repite como una buena noticia”.
Por eso, tal como si a la distancia sonara un añoso bandoneón errante en la sombra, Nemesio vuelve a reconocer las luces que a lo lejos marcan su retorno a esos entrañables y amados lugares: el Atelier 17 en el Village calle ocho y la rue de Campagne Première, y por supuesto el Taller 99 de Guardia Vieja, La Casa Larga de Bellavista o Melchor Concha y ahora en calle Zañartu, sitios que resuenan en la memoria colectiva de muchos de los cuales fuimos parte del taller, especialmente de quienes supimos de su infinita generosidad y vocación por acoger a tantos artistas, que hoy además de homenajear su obra, hacen prevalecer sus rasgos más sobresalientes: su humanidad y sencillez, expresada en un simple dibujo hecho con lápiz litográfico y una invitación abierta al taller 99 en pleno, a pasar las vísperas de Navidad en su casa-taller. Acontecer que atesoro como un gran regalo, de esta vida que él tanto amó: “Por sobre todo, amo la vida. Y todo lo que haga, diga o pinte está empapado de lo que pienso y siento”. Sin duda así fue, porque supo –sabiamente– congeniar el encantamiento inigualable de la poesía, con la fuerza arrolladora de la existencia.