Una mirada crítica del ensayista cubano Andrés Isaac Santana, sobre el joven artista español Miguel Ángel Fúnez, quien estará en ARCO (Madrid), en el stand ABC cultural…
Miguel Ángel Fúnez es un artista en extremo particular. En él, lo mismo que en su obra, habita con fuerza la dinámica de los opuestos: es mesurado al tiempo que volcánico; preciosista toda vez que deformador de la realidad; arbitro del ilusionismo del mismo modo que sepulturero del engaño; minimalista convencido y barroco por accidente. Así es Fúnez, una suerte de “paradoja de lo racional” al que, quizás inconscientemente, se le ha reducido al comodín de “el artista que trabaja con animales”. Y algo, o mucho, hay de cierto en ello. Sin embargo, esa certeza a partir de la apariencia de lo visual es tan sólo la razón más evidente de un ejercicio artístico que adquiere, sin que él sea demasiado consciente de ello, una dimensión casi ontológica, toda vez que su operatoria visual y discursiva se posiciona sobre claros mecanismos estéticos y estrategias lingüísticas que pulsan la relación enfática de la tríada realidad-ficción-simulacro.
Más allá de esa asociación inmediata entre la imagen y su lectura, la que con frecuencia conduce a reducciones lamentables, habita la existencia de un cosmos propositivo que no siempre –o muy pocas veces– queda revelado a esa primera mirada del crítico. Cuando observé el trabajo de Fúnez no alcancé a ver más de lo que el dominio de la imagen me proponía. Entonces sólo miraba construcciones artificiales de raras anatomías conjuradas a partir del fragmento de miles de cuerpos que se disponen a la irónica cirugía de un sujeto que –en apariencia– juega a ser Dios. El ojo (el mío) solo podía ver esas “anomalías” fundadas como respuestas a un cansancio frente a lo mismo. Se sucedía, así, una especie de narrativa de monstruos que me recordó el cine de ciencia ficción y algunos textos de la literatura fantástica que había leído de niño. No obstante a esa comodidad y a cierta turbación que sus imágenes provocan, volví nuevamente sobre su imaginario con el ánimo de buscar otras pistas menos sujetas a lo evidente. Fue así que comencé a entender las dimensiones ocultas de su trabajo y el alcance de aquellas perturbaciones suyas traducidas en esta suerte de imagen ficcional y monstruosa.
Si a una conclusión llegué, luego de tanta observación y de preguntarme –una y otra vez– el por qué de esas figuraciones, ha sido a la de considerar su ensayo como una respuesta inteligente a la dinámica de reflexiones que giran en torno a la propia condición y estructura de la obra de arte. Lo que parecía tan solo un juego de yuxtaposición y trampantojo, resulta que entraña un hábil cuestionamiento acerca de los límites de lo real y de las posibilidades de la obra en tanto que reflejo “fáctico” de ese mundo de afuera. Mientras que la mayoría solo alcanza a discernir los signos de la apariencia externa de esas nuevas prefiguraciones ontológicas que responden al antojo y al instinto del artista, otros observan las intenciones conceptuales de un imaginario que persigue instalarse en otro horizonte, de mayor espesor y hondura, en el que lanzar enunciados acerca del propio arte y la idea de lo real.
Tal y como señala el propio artista “la obra que estoy desarrollando en los últimos años se organiza en torno a un apunte ecológico de declaradas dimensiones semióticas, donde los conceptos de ‘perversión’ y de ‘ironía’ se conjugan postulando un enunciado crítico que narra algunas de esas situaciones conflictivas acerca de la invasiva (y colonial) presencia humana en el ámbito natural. Inmerso en el paciente trabajo de la recolección de imágenes, cuya procedencia comprende desde archivos digitales de distintas fuentes accesibles, hasta otras que bien han sido tomadas como objeto físico, prescribo el sentido de las mismas construyendo así un nuevo discurso sobre la extorsión animal. Discurso que, al mismo tiempo, afecta el terreno del arte en la medida que mi ejercicio de yuxtaposición, de superposición y de solapamiento, dialoga con esas estrategias tan recurrentes dentro del ámbito de la estética posmoderna, que supone un rebasamiento de algunos conceptos tradicionales del propio arte”. Esta afirmación suya no hace sino refrendar la tesis de que su trabajo es ese “algo más allá” de lo que vemos. Un tejido de relaciones simbólicas en el que la obra es tan solo un elemento de conexión necesario que enfatiza la relación dialógica entre su realidad superficial (lo representado) y el orden de las intenciones conceptuales que se amalgaman en ella más allá –precisamente– esa representación distorsionada.
La configuración del híbrido, su capacidad narrativa y la estatura alegórica (en potencia) que sustenta esta figura, resulta la instancia privilegiada en el trabajo de Fúnez. Es desde ese lugar desde el que el artista establece sus comentarios acerca de esa peligrosa filosofía de colonialismo arbitrario por parte del sujeto contemporáneo en su afán de controlar el destino de cada especie, incluyendo la nuestra. El proceso, que pareciera muy simple, es bien complejo y supone un arduo trasiego de investigación por los imaginarios flotantes que dispensa el capital cultural. De tal suerte, y como bien subraya él mismo, “ensayo la creación de distintas especies híbridas e imágenes imposibles, en muchos casos iconografía acomodada en el imaginario popular, desde las que consigo articular un comentario crítico que afecta a múltiples planos en lo concerniente al sentido y dimensión conceptual de mi propuesta: desde la invasiva presencia humana en la naturaleza a la clonación de especies en la biotecnología; del extrañamiento como mecanismo de llamada de atención en los medios al análisis de los códigos del dibujo científico, el lenguaje fotográfico, o de la viñeta; de la manipulación de la imagen con los medios más actuales a la sostenibilidad (también permanencia) de los recursos tradicionales. Lejos de transmitir un mensaje apocalíptico o verdades absolutas, estos seres, estas ‘nuevas ontologías’, generan reacciones contrapuestas (repulsión, gracia, curiosidad) y, sobre todo, proyectan diferentes interpretaciones llenas de matices que toca al espectador discernirlas a tenor de su competencia y eficacia visual”. Es tal el grado de sofisticación de su pensamiento que, seguro de que la obra es tan sólo un índice conceptual inacabado, entiende que está en manos de la capacidad relatora de sus espectadores completar sus sentidos, lo mismo que esbozar un horizonte posible en el que acreditar sus múltiples razones argumentales. La obra, de ello está seguro Fúnez, propone una pista entre muchas posibles. El artista cree, a ciegas, en el poder de la cultura y de la hermenéutica. Piensa que únicamente es menester del artista aportar un signo, un sentido esbozado. Es tarea de sus interlocutores la interpelación deseosa y deseante, esa que arriba a nuevas consideraciones conceptuales y narrativas.
Lo híbrido y el collage, en tanto que principios de construcción de la obra y asidero de la tesis conceptual de la misma, devienen en las estrategias fundamentales del trabajo de este joven artista. El collage funciona como ese soporte o esa técnica de probada eficacia en el instante de fabular la falsa-real existencia de estas nuevas entidades. Y es precisamente, contrario a ese afán minimalista que el propio artista defiende en sus acuerdos verbales cuando explica su propuesta, lo que le acerca a una maniobra de construcción –técnica y simbólica– de acento inequívocamente barroco. El collage, bien sabemos, es el proceder barroco por antonomasia dado que retoma, se apropia, readecua y actualiza en función del hallazgo de una nueva imagen artificial, basada en el engaño, referentes visuales muy diversos en una nueva puesta en escena que disloca los sentidos estandarizados. De ahí la utilidad de este técnica, en términos de pertinencia, dentro del contexto de su trabajo, toda vez que las formalizaciones que proviene de su uso, reposan sobre la idea de una superficie estratificada y yuxtapuesta de elementos culturales y genéricos distintos que terminan por definir una cartografía de accidentes simbólicos y formales, incapaz de ser reducida a unos órdenes determinados de la interpretación y del relato. La obra de Fúnez adquiere así un carácter poliédrico que no necesariamente reclama ser leída, como se hace con extrema ligereza, en las coordenadas de esa presunta relación con los ámbitos de la ecología o la genética. Su polivalencia rebasa ese contexto y demanda –de facto– de lecturas más audaces que alcancen a usurpar el lugar de la literatura o el estatuto de postcrítica, por ejemplo.
En una entrevista que sostuve con el artista hace algún tiempo éste me decía “intento, a mitad de camino entre la realidad y la ficción, re-crear un conjunto de piezas que perfectamente tendrían cabida en un ‘actualizado’ gabinete pseudo-científico, descendiente de los cuartos de maravillas en los que, durante los siglos XVI y XVII, se coleccionaban y presentaban una multitud de objetos extraños, para esa sed de exotismo tan propia del sujeto occidental. Este juego entre lo que parece ‘verídico’ o depende de una ‘ficción más especulativa’, resulta uno de los guiños fundamentales a partir del cual disfruto la organización de mi obra entre su formulación en el estudio y su recepción pública. Sirviéndome de procedimientos digitales y artesanales, en tanto que no abandono el uso del dibujo, la pintura por medio del gouache, acrílico o lápiz de color, trato siempre de evidenciar la relación ‘casi siempre conflictiva’ entre el hombre y la naturaleza. La percepción de ésta última como algo extraño, ajeno, objeto de estudio, de manipulación y/o campo de injerencia. De todo ello resulta una cartografía de imágenes paradójicas y a la vez trampas visuales, donde se establece un juego con esa línea de ambigüedad que hay entre lo que conocemos y lo que desconocemos, entre lo que es real y lo que sólo parece serlo”.
No cabe duda, tras una declaración de este carácter, que la obra de Miguel Ángel Fúnez sustantiva la propia complejidad de los procesos culturales contemporáneos que se cifran justo en esos azarosos mecanismos de distorsión y de extrañamiento hiperreal donde lo que procede es una perversión de la realidad como estanco mediocre de lo que se tiene por verdadero. Ensayar una distorsión como recurso estético de lo arbitrario y paradojal está en la base de toda su mecánica con el fin de procurar un llamado, por tenue que sea, sobre nuevas y conflictivas realidades de valor. Es ahí, entonces, que el advenimiento de lo (dis)armónico, lo asimétrico, junto a estrategias enfáticas ambiguas, simuladas, relatos infundados, verdades falseadas y la sucesiva fundación de nuevos cánones híbridos, convierten su uso del collage en la metáfora (ella de por sí compleja), que revela mejor que ninguna otra la naturaleza misma de los principios conceptuales que estimulan su hacer.
Faltaría dejar pasar algo de tiempo y observar, tal vez con una mirada igual de deforma e igual de deformante, los trayectos a los que va conduciendo esta fantasía presente. Creo, sin temor a equivocarme, que una maduración de los resortes que alimenta esta obra y una apertura mayor a la discusión sin los atenuantes de la complacencia, posicionarán el nombre de este artista dentro de esa nómina de creadores en cuya obra se localiza la responsabilidad –tan agradable como maldita– de salvar el resto de una escena cultural sujeta a al pujanza de un arte hecho para los colegas. Fúnez es un gran ilusionista, fino a rabiar y colérico disimulado en potencia. Habrá que esperar, insisto, para advertir de esa verdad que su obra pudiera revelar o, por el contrario, degustar de la ilusión de esa verdad, en un sitio en el que siempre nos asistirá la duda. La certeza mata y paraliza; la ilusión da rienda suelta aquello que trasciende –sin quererlo- nuestra animal humanidad.