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CríticaPortada

COSTURA, aquello que une

By 9 de febrero de 2017septiembre 13th, 2024No Comments

Escucho a Nina Simone, Aretha Franklin y Amy Winehouse mientras tomo una copa de vino y pienso en la “densidad” y en la “ligereza” del trabajo de Yolanda Relinque. Esas voces, por una extraña razón, me conducen al centro mismo de un relato que se anuncia como un acto de fe y de liberación, pero también como un gesto de rabia. Esas voces, insisto, me “exportan”, en vano y en calidad de intérprete ocioso, hacia el núcleo proliferante de una obra sobre la que sólo podría confesar mi emoción no disimulada. El trabajo de esta artista es un grito de afirmación y de valor, de mucho valor. Cuando el modus operandi de los seres llamados adultos asume la impostura concertada de hacer creer que todo marcha bien, que todo es perfecto; su obra se revela como una bofetada a la insolvencia de la hipocresía como bandera y estandarte de esta vida. El ensayo de Yolanda, lo he señalado en varias ocasiones, es un ejercicio de revisión, de indagación y de husmeo en los episodios –tan lapsos como inasibles– del dolor texturizado, poetizado, convertido, ahora, en salvación. La obra se traduce, por derecho propio, en una suerte de terapia, una especie de alivio ante al malestar de una cultura que se organiza sobre la regencia del dominio fálico. Ella, en su doblez y en su espesura, refrende la autoridad de esa voz desgarrada (como las primeras), que enaltecen el valor por la cicatriz frente a quienes se aferran en recordarnos la herida.

Hay artistas que en su arrogancia extrema se sienten árbitros del mundo; otros, por el contrario, relatan el dolor emancipado y la esperanza ciega de este raro sitio que nos toca como espacio de realización. Yolanda está entre esas artistas que sin quererlo, esbozan una radiografía del alma y sus infinitos malabares. Hojeando sus obras, como quien lee las páginas de un poema gótico o el manuscrito de una novela de Virginia Woolf, se advierte la reverberación de una escritura dramática que pareciera sustantivar la tensión de un secreto inconfesable. La naturaleza toda no es más que un dolor concentrado, un estado de maldición sobre el que la cultura realiza sus arrojos por medio de segmentaciones y de categorías que poco o nada aportar a la comprensión y entendimiento de las subjetividades. Es ahí, en ese lugar de encuentro y de pérdida, en el que su obra se realiza con toda la gracia y la soltura mágica de la hacedora o la alquimista. Y es que Yolanda tiene un poco de todo ello: su hacer es el de la tejedora infatigable que juega a hilar el mundo en sus zonas de destrozos y de ruinas; pero es también esa alquimista que transforma en poética la oscuridad, haciendo de ésta un espacio de luz. Esa maniobra enfática que se revela en el acto de cocer, de tejer y de hilvanar, asentada en la propia historia familiar y personal de la artista, es, sin dudarlo, una sofisticadísima metáfora de la salvación, de la emancipación, de la prudencia frente a un mundo abocado al narcisismo predatorio. La costura une aquello que se haya separado, segregado, perdido. Esa misma costura se manifiesta como reconciliación, como ejercicio de indexación y de júbilo.

Casi podría pensar acerca de la idea, no del todo peregrina, de que Yolanda no hubiera podido jamás fijarse a un lugar de esta tierra si no fuera por medio del arte. En su caso particular, hacer arte, fundar una escritura desde el arte, resulta un inequívoco gesto de afirmación y de permanencia. En una época en la que la ideología triunfante, pese a todo alegato de alteridad, se pronuncia una y otra vez para señalar la rehabilitación del valor masculino como una verdad ontológica, la voz de esta artista es una suerte de terquedad deliciosa ante esa idea rancia del exterminio o de la primacía. El hombre parece sometido al tiempo y a la voracidad de su conquista; el signo femenino –al contrario– se construye y se redime en el disfrute de las estaciones sin el reclamo de la exaltación y el ardor. El suyo es un mundo de articulaciones y de devenires. Los sentimientos de eternidad no se alcanzan a través del éxtasis tan típico de ese salto varonil que busca el absoluto freudiano; sino por medio de un proceder que se fija en los acontecimientos extraordinarios y los sopesa en el fulgor de narrativa reposada y serena. Esa sensación de plenitud es algo que clama su presencia manifiesta en el hacer de la artista. Todo, aquí, pareciera el resultado de un hallazgo, de un tiempo consumido, de un estar en el mundo y no en el reflejo de este. La obra de Yolanda se postula y se anuncia como un ejercicio sistemático que necesita del tiempo y de la subjetividad más punzante para su planificación como hecho estético y cultural. La fatiga o los umbrales del dolor expandido que experimenta su proceso, son del todo desconocidos por ese sexo fuerte que se ve a sí mismo haciendo el mundo en la trayectoria épica de su erección. La sola idea de experimentar tales efectos le horroriza. Los oráculos anuncian constantemente el fin de los tiempos, pero el arte de Yolanda consagra un presente en el que la vida se celebra, aún y pese a sus zonas de dolor y de arrebato.

Nada en ella haría presagiar la consagración del agotamiento o de la derrota, del escepticismo o de la caída como el horizonte de ensimismamiento y de parálisis. Y es que esta obra, mayúscula de por sí, sabe de esas inflexiones del logos, pero no se recrea solo en ellas. Lo que pudiera leerse como un signo de debilidad es convertido –de facto– en fortaleza, precisamente, por medio de su nombramiento y representación, por medio de ese valor que asiste a la voz y su estampación en las conciencias.

Cada obra suele pensarse como si fuera la última, el fin de una trama, de una historia. Esa pulsión de cierre, de fin de un ciclo, no es del todo cierta en el enfrentamiento a las láminas de Yolanda. Donde pudiera presumirse una cancelación, la idea de un término de las cosas, se llega, muy por el contrario, a la floración de nuevas narrativas que conducen a volátiles estados del alma y del cuerpo. El cuerpo metamorfosea, convertido en resorte de su discurso, es el espacio desde el que su voz se opone a la catástrofe, al escepticismo y al apocalipsis. Sus raras anatomías, parece decirnos la artista, no son solo lo que ves. Ellas esconden una materialidad que se hace cósmica y universal. El sentido del pecado solo lo manifiestan los que miran al pasado no como necesidad sino como vértigo ante el presente, los que se inventan patologías por el aquello de las sanciones y las torturas morales. Los obsesos son esos seres atormentados que gozan del tiempo para bucear en el remordimiento, en el aburrimiento, en la idea de la culpa como materia del exorcismo y de la exculpación. Quizás por ello, o únicamente por ello, es que su obra se me aparece como un canto y no como un llanto; como una liberación en lugar de como esclavitud; como un ejercicio de resistencia y de amor ante el egoísmo sordo de este mundo.

Andrés Isaac Santana
Curador de la muestra

                           “Yolanda Relinque traduce sus desasosiegos a través de un particular bestiario antropomorfizado que la emparenta con figuras emblemáticas de la cultura visual tales como Frida Kahlo, Louise Bourgeois, Annette Messager o Kiki Smith, entre otras. Sus agua fuertes, objetos, esculturas textiles, dibujos e instalaciones describen la ambivalencia de procesos vitales en los que el cuerpo femenino se transforma y es sometido a una violencia que permea la memoria de las mujeres y su existir cotidiano. La artista establece su propio gabinete de ciencias naturales emulando una de las disciplinas científicas que la modernidad impuso con mayor terror para crear una taxonomía del cuerpo femenino, despreciando aquellos órganos que supuestamente nos hacían más débiles e inferiores a los hombres a tenor de criterios dispuestos artificialmente, como la talla, la forma, etc., para justificar históricamente a través de la diferencia sexual las desigualdades sociales, económicas, políticas y culturales entre los individuos y las categorías generizadas, entendiendo éstas, lógicamente, como construcciones sociales arbitrarias que atienden a ideologías dominantes donde las mujeres devendrían en subalternas”.

Suset Sánchez
Crítica de arte, ensayista y curadora.

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