El crítico de arte, en su auténtico hacer, se enfrenta a infinitos dilemas. Uno de ellos, él más difícil, creo, es escribir sobre la obra de una artista que –per se– admira el rasgo más relevante de tu escritura, es decir: su estilo. Semejante situación se convierte en una encrucijada, una suerte de presión que se arrecia entre qué decir y cómo decirlo. En esa tesitura, sin sospecharlo, me descubro ahora que me dispongo a especular un posible tejido exegético sobre los signos de la que, desde ya, advierto como una de las poéticas más atendibles de la pintura española en el espacio de su diáspora.
Refiero aquí el monumental ensayo pictórico de la artista África Aycart, asentada en las arenas de Florida. Afirmo, sin temor al equívoco, que se trata de una excelente propuesta de investigación en la que se cruzan, como en la letra de un bolero, el impulso devorador de la pasión y la racionalidad más exacta y desbordada. La obra de África es un ejercicio de representación que rescata para sí, en el centro mismo de su “estar”, el concierto más feroz de las paradojas y de los opuestos. En ella abunda la emoción traspasada por el cálculo de la retícula, la audacia sujeta al control, la insubordinación deudora de la academia, el impulso precedido por la contención. Es una suerte de ensayo paradojal, un texto en el que la reconciliación parece ser su fin primero y último. La pintura aquí se revela como un hecho de valor terapéutico, un ejercicio del que emerge un modo, muy personal, de entender su práctica y su puesta en escena.
Si algo me sorprende de este trabajo es, entre otras cosas, su valor artesanal (también conceptual). El modo cómo, en medio de una cultura asediada por las prisas y la falsa noción de éxito, resguarda el privilegio de hacer la obra en sí, de construir un mundo de sello propio, un relato donde se verifican las señales de una pasión (in)confesada. Y por valor artesanal entiendo esa capacidad de ralentizar lo que la abstracción regala como impulso expedito. En este hacer se suceden, como en la performance pormenorizada de cualquier travesti ante el espejo, los momentos concatenados y exultantes de una matemática de la composición (y de la corrección) que sin hacer rechazo de las emociones, regala el juego de las capas y del tiempo, en un sorteo de ilusiones que pendula entre el reinado de la mascarada y su leal derrota. La pintura de África acusa un rasgo de identidad inequívoco: la excelencia de una manera de hacer y de entender el hecho pictórico en sí. Es allí, seguramente, donde reside el valor más sustancial de su propuesta. Observación y audacia técnica firman un contrato atemporal para seguir de cerca las formalizaciones de este nuevo tejido.
África optó por el exilio, por ese espacio otro en el que el sujeto ha de aprender un abecedario de razones que pueden resultarle ajenas y hasta estrictamente contradictorias: un vocabulario de la otredad que raspa el alma y doblega el ego. Es ese espacio, y no otro, en el que su espíritu gana batallas que ella misma desconoce ahora, pero que disfrutará cuando la evidencia venza a la palabra. El sólo hecho de superar la adversidad de las circunstancias propias y ajenas, junto al recio dolor de la lejanía, harán –ya está ocurriendo– que su pintura se convierta no sólo en el ejercicio de una investigación sostenida acerca de la materia y de la visión, sino en un tratado de la emoción que ha de aprender del control y de la sujeción, del desborde y del repliegue. El exilio, para todo ser cuya subjetividad se eleva por sobre los mediocres acordes de una generalidad adoctrinada, supone siempre el arrebato de una parte del alma, la pérdida de algo que no se sabe nombrar y que duele, duele mucho, en lo más profundo de nuestra nueva ontología. Pero es, también, el regalo de nuevos dones y el estacionamiento de otras ilusiones. Esa fuerza superior adquiere, para el ser que crea, el estatus de una especie de providencia, de rara revelación.
En virtud de responder un poco, o medianamente, a lo que los signos de su pintura me provocan, trazo estas líneas que intentan moverse entre lujuriosos acertijos y posibles revelaciones, deformaciones –siempre– de esa realidad a la que solo puedo acceder desde mi pulsión más tránsfuga. La mesura, virtud recomendada a los críticos asalariados de la gramática cartesiana, no es un valor que la artista y yo compartimos. En su defecto, nos puede la exageración, la hipérbole barroca, el ademán reactivo frente a la pose organizada y estéril. Quien escribe sobre las emociones o sobre la pintura, es el primero que no comprende ni una cosa ni la otra. Ese vacío de entendimiento, tan legítimo como sospechoso, es en un sitio donde el verbo del que escribe se encabrita en una cabalgata de aproximaciones y de tanteos deseosos de conquistar cierta verdad. Los que suelen escribir sobre historia, apenas la comprenden. Solo usan su relato como espejo en el que prolongar la maltrecha imagen de su pene (y de su pena). Solo el alto grado de desengaño, su revulsivo como ofrenda, pudiera garantizar cierta objetividad a nuestros juicios. Pero, precisamente, como es la vida de parcial, de precaria, de endeble, de ilusionista y voluptuosa, la postulación de la objetividad no es acaso un principio de celebración de la muerte, la certificación de su llegada. Qué sentido reviste hoy el hecho de ser más o menos objetivos. Tiene algún valor la descripción cercana a la verdad o importa más –tal vez– la fundación, la generación de un mundo paralelo a esa realidad que se mira y que se envidia.
Si todo progreso implica la satisfacción malsana de su figura antagónica, si toda ascensión precede el lugar de la caída, toda lectura, entonces, no es sino un acto de incomprensión y de extravío. Leer los signos pictóricos de África es, cuanto menos, un loable esfuerzo de apre(h)ender, en vano, el secreto de una superficie que se revela cubista, antojadiza, calidoscópica, huidiza. Su verdad fáctica no es tal. Ella es un raro trampantojo en el que lo que parece no es, en el que lo que no es puede parecer siendo. Esas pixelaciones pretenden una deconstrucción del objeto real, del referente que se organiza más allá de la mirada, pero lo cierto es que tal fragmentación termina ejerciendo una gran influencia sobre el todo y se funda así una nueva ontología de esos objetos que antes fueron el pretexto de la representación. El fragmento adquiere rango de totalidad y se presenta como esa figura que soporta, sobre sí, todo tipo de paradojas: resulta lo estable y evanescente, lo fijo y lo móvil, lo real y lo ficticio, la pintura y su negación.
Puede que sea ahí, en ese malabar de pixelaciones y de ardides visuales, donde se localiza una de las aportaciones de su trabajo. Si bien es cierto que toda renovación, en el momento mismo de abrazar su objeto de la revuelta, cae en el automatismo de lo anterior. Esto mismo ocurre con las ideas. Cuanto más deseosas están de subvertir un estado de cosas, sucede, a ratos, que terminan por perpetuar ese orden que estimuló el arrebato y la locura. La claridad no es sinónimo de inteligencia, como tampoco lo es el barroco pretextado como única posibilidad de la escritura. La audacia reside en el vértigo de la re-formulación especulada, en la gracia de fundar lenguaje, en la avidez de pensar.
La búsqueda afanosa de un eje central al que pueden estar supeditados otros ejes incitadores de lecturas o de interpretaciones más o menos certeras, no responde, en mi caso, a una obsesión que justifique el apostar el enfoque más acabado sobre su obra. Estimo que esa precisión es digna de menor reverencia que la que se ocupa –mejor– de lanzar ideas acerca de lo que su narrativa pictórica propone a los ojos nuestros. De ahí, en parte, que estas líneas puedan resultar tan ambiguas como imprecisas, tan inexactas como lúcidas. La cuestión, para mi, es hallar en la fascinación del lenguaje algunas pistas que favorezcan –si acaso– el impulso hacia otras exégesis, hacia otros mares de aproximación y de lectura. Las verdades de la mañana desaparecen cuando se avista la llegada de la noche. Sirva esta metáfora para señalar la caducidad de toda escritura y de toda tesis. Mientras se afirman argumentos que parecen sacados de la racionalidad y sabiduría más sofisticada y congruente, en ese mismo tiempo de gestación, sucede, de facto, su caducidad y su esclerosis. La idea peregrina en su ambición de totalidad, lo mismo que esa totalidad fracasa en el soporte de esta pintura. África sabe que lo esencial, lo verdaderamente esencial, no se halla en el horizonte tatuado ante la mirada. Lo esencial, en tanto que elevación del espíritu, en tanto que fuga de todo específico, se descubre, revelado, en el accidente del fragmento. Su lírica es la de estructura mínima, la del índice y no la del relato acabado y expandido en sus propios márgenes. La pintura de África, su gesto y su construcción, pudiera ser leída como la metáfora más oportuna de su propia vida.
Sé que resulta aventurado y hasta temerario esbozar esta afirmación. Pero un recorrido por algunos de los datos que certifican su hoja de vida como hechos reales, servirán para especular acerca de la densidad semiológica de su pintura y de cómo ésta se traduce en relatora de una vida que ha hallado en el desplazamiento una de sus razones de ser. Su nacimiento tiene lugar en Algeciras, una ciudad bañada por dos aguas: el Mar Mediterráneo y el Océano Atlántico. Espacio limítrofe, tierra fronteriza donde acaba Europa y comienza el nacimiento de África. Algeciras es esa ciudad que resulta el objeto de deseo de cualquier literatura proclive a la disertación sobre los dones de la cercanía y la cultura del límite. Ese sitio-frontera donde la imagen de una tierra es el dúctil reflejo de la otra en una suerte de juego especular infinito. De repente, es como si esa ubicación, ese antojo de la geografía, figurase entre las idealizaciones del territorio y su representación, tan típicas de la narrativa de Borges. El mapa se convierte aquí en posible coartada para la licencia poética del crítico y el ensayista. Sirve, entre tanto, para la sublimación de ciertas ideas en torno a la superficie de su pintura y su conexión más inmediata con el territorio. Puede que esa luz, esos espacios desnudos de su pintura, sean, al cabo, un reflejo inconsciente de ese sitio donde transcurrió su vertiginosa adolescencia.
La obra de África, ya su nombre es toda una declaración, es un canto a la totalidad fragmentada y rota, una especie de reconstrucción del paradigma perdido, extraviado. Existe un planteamiento recurrente en todas y cada una de sus piezas: la idea de lo inacabado como término, como fin en si mismo, como locución de la utopía. Es como si esa falta de cierre fuera en realidad un permanente estado de apertura, un lugar de fuga y de exorcismo. La superficie de toda obra, de toda construcción visual y discursiva, guarda, respecto de su artífice, una oscura relación de dependencia que no necesariamente habría que leer desde los núcleos proliferentas del psicoanálisis más ortodoxo. Pero, sin duda, es lógica, al menos dable, la posible relación entre superficie y vida. África, como Algeciras, se descubre hoy escindida entre dos aguas, entre dos tierras, dos aeropuertos dibujados como las antípodas de este mundo. La vida (la suya) es ahora mismo un proyecto inacabado, un lugar de nuevas conquistas, un espacio para la consagración que no se puede permitir el embeleso y el cansancio; la obra, por tanto, se trueca en asidero de negociación entre el ser y su medio, entre la vida y sus circunstancias, entre la subjetividad y la pragmática.
Para responder a tantas exigencias, la pintura, entonces, se dispone como escenario de emancipación. Es en ella, y por medio suyo, donde se realiza el instante de la mesura, tan reclamada en nuestras vidas de creadores fugitivos de la norma más rancia y dominada por los lugares comunes. La pintura se revela vital para ella. Solo una vez hablé con África. Lo hicimos vía telefónica. Ella en un sitio del mundo; yo en otro. Y el sentimiento que guardo de aquella llamada es de expansión, de efervescencia, de pulsión desenfrenada, pero también de amor, de mucho amor. Me suena dulce su voz y de una candidez extrema la necesidad de explicarme (de explicarle al crítico que ella admira) esa necesidad suya de crear, de re-ordenarse en el epicentro de la pintura. Habló, casi una hora, de su obra, de sus motivos, de su vertiginosa materia nerviosa y lábil que le lleva a escoger ese modo entre muchos. Y, de súbito, pasó algo: sentí que era una especie de alter-ego mío el que estaba de ese otro lado del teléfono. África habla de su pintura como lo hago yo sobre al escritura y sus motivos. Esa confluencia lezamiana, de orden superior, me enamoró de ella. La pensé entonces como alma gemela. Comencé a mirar sus piezas desde otro lugar. Las exploré en la distancia, salvaguardando el afecto del juicio. Miré y miré, observe lentamente hasta ver que África es una gran pintora. Abracé así su obra, se inició el proceso de pensamiento en torno a la misma.
Es tal el grado de observación que le asiste y la pulcritud técnica que despliega, que las obras parecieran nacer de una confabulación entre realidad-fotografía-imagen. Es esa tríada la que alimenta, de algún modo, el resultado visible. No es de extrañar que su visión se haya robustecido en los dominios de las cámaras y las pantallas, destrozando, para su análisis pormenorizado, cada fragmento de su horizonte. De tal suerte, el paisaje que ahora revela para la mirada de los otros, de nosotros, es la sumatoria de esa experiencia visual escindida (una vez la figura de la división y el corte) entre dos lenguajes que al, al cabo, sustantivan una misma premisa instrumental: la permanente generación de belleza.
Entre un zoom exponencial o una rara miopía virtuosa, se localiza, en verdad, el mayor acierto de su obra, ese que reconoce la elegancia de un hacer en el que confluyen atributos de ambos lenguajes: el de la pintura y el de la fotografía. El lienzo se hace piel. La pintura se hace cárnica, adquiere rango de corporeidad en la medida en que soporta, como lo hace la anatomía de cualquier mortal, la experiencia de un trato directo y apasionado con el universo infinito de la imagen. Es precisamente esa tensión la que, por otra parte, revela nuevas y más enfáticas virtudes de su trabajo. Una de ellas, deliciosa por su maestría y habilidad confesada, la de habitar los trayectos sinuosos y conflictivos entre la abstracción y la figuración con sobrada destreza y avidez. El impulso psicodélico de la apariencia de sus obras hace reverberar las pupilas como las de un niño que se pierde buscando estrellas en la madrugada. La deconstrucción, antes mencionada, antecede a la germinación de esa otra piel que habita el color en su fragmentación delirante y pasmosa.
A decir verdad, cabría preguntarse acerca de quién se haya del todo tan resuelto como para habitar la densidad que la noche y el día dispensan. África para ser esa persona, a toda marcha, a todo tren, a toda máquina. Su tenacidad, su fuerza, su garra para soportar las horas de estudio y de meditación ante la imagen y sus fugas intestinas, le convierten en una artista admirable. África es como una mujer renacentista en el tiempo histórico del posmodernismo en paralaje. Le pienso ahora, en esta distancia enorme que nos coloca en las antípodas de la existencia, y le imagino decir, con ese verbo florido, yo solo buscaba un espacio de tranquilidad redentora para imaginar los retozos de la imagen en su formación y desapego. Yo solo buscaba esa verdad que se me escapa y que necesito retener como certificación de que yo –también– hago parte sustancial de ella.
África tiene una meta que es tan agónica como posible: la búsqueda de una voz propia, ese afán que se escabulle entre la multitud de parecidos. Su obra busca, de un modo titánico, nuevas y audaces reformulaciones de la materia y del cuerpo de la imagen. Dinámica que le granjea la admiración de muchos, también la mía. No me equivocaría si dijera que estamos frente a una artista cuya aportación al lenguaje de la pintura está aun por escribirse, pero está ocurriendo ahora, justo en este momento en el que ensayo yo esta aproximación. No necesitamos a los epígonos de la alta pintura española o de esa otra que reposa en las narrativas de la historia del arte que ya habita en el museo. Necesitamos, y ella la aporta, de disidentes del lenguaje cuya irreverencia no es sino un acto de amor infinito hacia la pintura, hacia su permanencia y su resurrección.
La pintura en sus manos aparece nuevamente nacida. La pintura, cuando desperté, estaba allí, viva.