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Perfil

Manuel Gómez | La reproductibilidad estética

By 8 de agosto de 2016septiembre 12th, 2024No Comments

“La pintura no puede decirse, y sin embargo, o tal vez debido a ello, una de las más apasionantes cosas que se puede hacer delante de una pintura es hablar, hablar durante horas, no tanto para saber la pintura como para afinar las facultades que permiten gozar de su sabor”

La obra del joven artista cubano, residente en España, Manuel Gómez es, antes que nada, un acto de resistencia y de permanencia. Y lo es porque la pintura se ha convertido para él en una declarada maniobra para conservar la fe. La fe ante la adversidad y la desazón de un tiempo marcado por la distancia y la lejanía. Un tiempo en el que hacer lo que nos gusta es, de por sí, un privilegio. Un tiempo donde la desidia para ser la reina y figura de toda subjetividad. Visto así Manuel ha traducido el hecho pictórico, la acción misma de pintar, en un ejercicio de reconciliación y de terapia. Hablo de una reconciliación que no sólo afecta esa zona más personal e íntima del sujeto; sino también de esa otra que dialoga con la tradición pictórica inscrita en la llamada recuperación del paradigma estético del arte. Manuel sabe pintar y lo hace bien, qué duda cabe. Le va la vida en el soporte, en el eterno juego de reproducciones y de espejismos donde la representación parece resultar de una sentencia de confabulaciones freudianas. Resultaría difícil advertir qué tipo (o tipos) de asociaciones quedan establecidas entre esas imágenes. Sólo el artista, creo, sería capaz de responder a la demanda de tales interrogantes.

Manuel es un ilusionista con cierto grado de perversión y de destreza. Le fascina fundar, desde el trampantojo, toda suerte de relaciones inéditas y peligrosas entre unas imágenes y otras. Su trabajo, ciertamente, recurre a un esquema de construcción basado en el principio del collage. Es decir, toma imágenes procedentes de varias fuentes o registros y las obliga a una enrarecida cópula en la que el bienestar de la convivencia se alcanza mediante el éxtasis del buen hacer.

Es esa operatoria de relaciones, no del todo narrativa, no del todo explícita, lo que le convierte –de paso– en un tío inteligente y audaz. Algo parece tener muy claro a la hora de postular sus enunciados pictóricos, esos que actúan como pantallas o láminas auto-reflexivas y de clarísima conspiración contra la trasnochada idea moderna de la originalidad, y es que ningún espectador es inocente. Lo que impulsa a pensar que ningún espectáculo visual –del tipo que sea– es ingenuo por naturaleza u ontología. Sabe, y sabe bien, que toda significación que resulta del universo visual contemporáneo, colapsado en nombre de la saturación y de la apoteosis más visceral, responde a una ardua y compleja cooperación entre dispositivos retóricos y locuciones metafóricas que cifran el estado de permanente seducción de la pintura, también de la cultura.

Conciencia, 2010

Conciencia, 2010

De ahí en parte que su obra, en apariencia tranquila y sujeta sólo al goce de los sentidos, resguarda tras la densidad de superficie una sofisticada alegoría sobre el mundo, la cultura y el concierto feroz de paradojas que animan la vida y la convierten en auténtico bolero. Su obra, para decirlo de un modo taxativo que no autoritario, es un juego especular de cierta intensidad dramática que afirma y niega en un tiempo paralelo, en la misma medida que representa y advierte –de prisa– sobre la falacia de esa misma representación en tanto ideal utópico o verdad que se sujeta y repliega al orden de la sospecha y de la ironía. La obra se convierte así en un texto que anuncia lo que no queda dicho, al menos lo que no queda literalmente dicho. Es una suerte de escritura que pretender decir sin la ansiosa tarea de convencer ni de adoctrinar.

En este sentido toda esa perspectiva de acento recuperativo sobre la que se solapan y copulan un gran número de referencias a la propia historia del arte y, concretamente, a la historia de la pintura, no es sino una respuesta reactiva (y en cierto modo eficaz) a la histeria y opacidad del mundo contemporáneo. No existe la ingenuidad en su obra, como tampoco abunda la tropología como fin de ella y sí, en cambio, como un medio que sirve a la construcción de su lenguaje y no a la inversa. Manuel traslada la dimensión del peso retórico más allá del lienzo mismo, intentando interpelar un orden de la conciencia donde la anemia o la bulimia hacen estragos en la interpretación de lo esencialmente pictórico. Orquesta, entonces, una manera de decir en la que la evidencia no es lo que importa sino el reverso de ella.

Se presenta entonces un juego de asociaciones y de relaciones entre imágenes e iconografías varias que buscan, si se quiere, activar la cualidad narrativa del la pintura, es decir: el hecho entenderla como texto en sí misma.

A diferencia de otros artistas cubanos, con una obra igualmente lúcida pero de tono muy distinto al suyo, la obra de Manuel opera con un procedimiento dramatúrgico de los recursos pictóricos muy diferentes, acaso más sutil sin que por ello la de los otros, deje de serlo. En el lugar donde algunos hacen evidente la herida y la rozan con cierta cuota de sadismo exultante; Manuel Gómez, por el contrario, se permite un hedonismo que es tan engañoso como cínico, tan estéril como provocador, tan miope como lúcido. Y lo hace a modo de advertencia, de señalización enfática, de grito mudo, pero de grito al cabo. Sus imágenes procuran placer al espectador, pero con un punto sutil de melancolía, como el que se desprende de todo recuerdo o de todo relato asociado a cierta cuota de nostalgia.

Habría que matizar, así pues, cualquier idea de frivolidad asociada –por error– al repertorio de obras propuestas por el artista. No es la suya una pintura ingenua. En sus articulaciones, la luz y su manejo de claroscuros a modo de negativos fotográficos, adquiere una clara “dimensión tropológica” como respuesta a la opacidad del mundo en que vivimos. El artista reivindica la dulzura de vivir (joie de vivre) a sabiendas de que se trata de un ideal lejano, inalcanzable, puede incluso que descostado por esos mismo que no lo saben. Hay gente que se conforma con la fealdad del mundo. No es el caso de Manuel Gómez. Este, como muchos otros y en latitudes distintas, apela a la belleza, la re-construye y se la inventa, discursa sobre ella, especula sus límites con todo grado de complacencia y de sorna. No le interesa documentar el horror o el dolor con la gramática que habitualmente le identifica, de ahí la sutileza de su procedimiento toda vez que la convalecencia del mundo contemporáneo y el ocaso abrumador de sus más caras utopías, se diagnostica por medio de una imagen que recuerda –a modo de cinismo paródico– que la felicidad y el bienestar son posibles, al menos en sus formas teatrales y en sus instantes de marionetas. Es por ello que entre la ilusión y la parodia ciega, se mueve su trabajo guiado por una pulsión retiniana que es terriblemente mental y fáctica. Algo que se arrecia por esa sensación de silencio que atraviesa la representación y la doblega ante el poder fálico de la mirada. Lo que se pone en práctica es –por tanto– un juego de posesión y de control que se somete a las herramientas más básicas de la seducción y el vasallaje de los sentidos. Una gimnasia erótica que reclama para sí la mirada de todos sin dejar al descubierto la trampa que se cruza en sus diferentes dimensiones y gradaciones textuales. Lo que desde cierto punto de vista se reconoce como la dimensión o función semiótica de la pintura es algo que –al parecer– Manuel conoce con sobrada elocuencia dado que sus formulaciones hacen un guiño a ese sentido palmario de la lectura, frente a la materia y grosos elusivo de la pintura, que la reducen y cosifican tan solo como marco de representación, en lugar de cómo universo de especulación y digresión narrativa. Los cuados de este artista se convierten, así, en textos que suministran pautas, indicios propositivos para le lectura posibles; pero en ningún caso –nunca– ellos se advierten como tesis a corroborar o refutar, como campo epistemológico cerrado que asfixia otras posibilidades discursivas y retóricas que igual resulten pertinentes.

La claridad con la que la pintura de Manuel explicita y muestra sus coordenadas o elementos que la constituyen supone al mismo tiempo un grado de opacidad en la disección de su significado último. Lo que ves no es lo que es. Esta parece ser una máxima suya, aun cuando se pueda creer –por impulso– todo lo contrario. Creo que es justamente en ese juego, en esa estrategia de digresión y de despiste, donde reside una de las claves más atendibles de su trabajo. La materia expresiva del signo plástico no queda entonces fragmentada pero sí se hace flexible la unidad global del significado, al margen, como he dicho, de esa opacidad que al parecer utiliza el artista en función de exigir una exégesis más audaz, menos sujeta a los lugares comunes.

Discurso Pendiente, 2009

Discurso Pendiente, 2009

El propio artista, refiriéndose al leguaje de la pintura, dice “creo ciertamente que la pintura, en tanto que recurso, es solo un medio expresivo válido como cualquier otro en la medida en que nos permita articular nuestro discurso estético y conceptual. En mi caso y dada mi formación, es la pintura el medio que mejor conozco y en el que me siento, por decirlo de alguna manera, más ‘cómodo’. De hecho, y esto pudiera resultar algo un tanto perverso, mi trabajo parte de un procedimiento fotográfico y digital que luego es traducido, reproducido, pictóricamente. Se trata de un arduo ejercicio de manufactura que tiene mucho que ver con aquella idea defendida por el arte cubano de los 90 acerca del oficio del arte. Lo que pretendo con esta forma de actuar y de componer la imagen es crear múltiples referencias simbólicas e irónicas al tiempo que otorgo la posibilidad a interpretaciones paralelas, un tanto libres”. E insiste el artista “como podrás comprobar, los cuadros al óleo están formados por dos o más imágenes, cuya representación visual no está en una misma narrativa temporal. La idea es enfrentar las imágenes aboliendo el tiempo de representación, haciendo que el espectador se replantee su mirada y especule, en su intimidad, acerca de las relaciones posibles y deseables que entienda o advierte pertinente. Pretendo hablar, con este tipo de obras, sobre conceptos de comunicación, cerrazón, aislamiento, ponderación del icono y de narrativas, comprensibles o no. En definitiva lo que pretendo con esta obra es hablar de los conceptos de aislamiento y comunicación”.

En cualquier caso, y considerando esta disertación personal del artista, creo que, tanto en estas piezas que en verdad actúan como retablos que registran la paradoja del mundo y el reverso de su arquitectura, como en otros trabajos suyos, asistidos por ese halo engañador que se autoconstruye en la mimética del verbo, la obra de Manuel Gómez está hablando desde la más pura subjetividad, desde un tiempo otro que tiene mucho de isla, de tierra baldía. Un tiempo que ralentiza su propio curso para permitirse la erótica del hacer donde la pornografía y su dimensión posesiva de lo evidente saturan todos los estratos de la cultura.

La visión sobre lo real que encausa el artista y sus posteriores seguimientos en el marco de la representación responden –creo entenderlo así– a una perspectiva humanista con la que se identifica de una manera muy sustancial. Cuanto se ha advertido acerca de la muerte del sujeto, de ese sujeto que mira, explora y escribe la historia y la cultura, no es la advertencia de una defunción que niega la existencia de una subjetividad tan frondosa como aviesa, sino de cierto modelo operativo de subjetividad que manifestó su propio cansancio esculpido en la brutalidad de lo estéril y a la sombra de los ángulos rectos y excluyentes.

No conozco al artista en lo personal como para aventurarme en aseveraciones que de absolutas pueden parecer improcedentes y hormonales, expresión fruitiva de mi pasión y de mi presunta falta de prudencia; pero creo (a la naturaleza y doblez de la obra me remito sin reparar en otros resortes igualmente legítimos) que Manuel es muy consciente de algo que muchos artistas ignoran y es que las predicciones estéticas y las dominantes discursivas de una época, casi siempre –por fuerza y por lógica irrefutable de la historia misma– terminar por convertirse en repugnancia y excrecencia de las siguientes. Tal comprensión, aguda y audaz donde las haya, le hace advertir un curso especulativo de sello propio en la misma medida en que le permite seleccionar un tiempo de realización y de poética que se exime (se desmarca) de la ansiedad impertinente (y también hiperreal) a la que la mayoría de los creadores contemporáneos se ven abocados.

Estas láminas quedan allí, aquí, ahora, como testimonio de un hacer que –seguramente– reclame la atención de otros tiempos posibles. La voz se hará sobre esas superficies.