Hace 70 años el Instituto de Extensión de Artes Plásticas de la Universidad de Chile, fundó el Museo de Arte Contemporáneo (MAC). Primero en su tipo en Latinoamérica, ahora nos complace con la muestra Colección MAC: Fundacional. Un viaje con más de 130 artistas chilenos y 11 extranjeros, que parte con el siglo XX y culmina alrededor de los años 50, dando cuenta de la pujanza de profesores y artistas que lucharon por ser parte de una iniciativa que hoy hace historia a través de esta imperdible retrospectiva.
De partida el oponerse al pensamiento decimonónico, enquistado en ciertas castas culturales y políticas de nuestro país no fue muy alentador, considerando que esa época no precisamente se caracterizaba por su progresismo. Pese a ello el MAC comenzó a funcionar en el edificio conocido como “El Partenón” de Quinta Normal, bajo la tutela del pintor y director Marco Bontá, con el objetivo fundacional de promover la obra de los artistas contemporáneos, tanto chilenos como extranjeros y desde entonces es parte fundamental en el florecimiento de nuestra identidad cultural.
Más allá de que fuesen vistos como excéntricos, era imperioso tener un lugar donde pudiesen expresarse no sólo los partidarios de emergentes vanguardias, sino quienes de algún modo tenían un reducido espacio en el espectro artístico nacional. La generación del Trece, es un buen ejemplo de ello porque muchos de los artistas no provenían de la oligarquía artística imperante, ni tampoco del selecto grupo Montparnasse. Aleación que no debe verse como un antagonismo a ultranza, sino más bien como una tácita complicidad al poder asimilar en gran magnitud lo europeo y lo criollo, componentes que se observan en el Nacimiento de Venus (1944), de Héctor Banderas, quien asume el fenómeno de la hibridación con entereza al crear una versión llena de chilenidad. Concepto que se recalca fuertemente en La zamacueca, de Arturo Gordon, como parte de nuestro acervo más arraigado y al que se suman, además, Las mujeres de pescadores de Isaías Cabezón, En espera del paso de la procesión (1933) de Eduardo Donoso, Maternidad de Dora Puelma, La novena del niño Dios (1930) y La quema de Judas (la venganza- 1952) de Marco Bontá, quien en 1971 declaró al Mercurio: “Impulsados por la voz de la conciencia, por la admiración que profesamos al sueño que nos vio nacer, los artistas genuinos queremos incorporarnos al esfuerzo común para contribuir, con nuestro específico aporte, hacer de nuestro territorio un hogar no más grande en extensión, pero sí digno para los chilenos”.
Sobre la base de este escenario fue tomando cuerpo el naciente Museo de Arte Contemporáneo, enfrentando por una parte a los críticos devotos de lo clásico, con aquellos que veían en otras vertientes promisorios rumbos, como lo visto en Paisaje innumerable (1941) de Luis Vargas Rosas, Visiones abstractas de Susana Mardones y en La princesa que se convirtió en pez (1952) de Fernando Marcos, junto a la escultura La Familia de José Perotti, que muestran cómo afloran ciertos toques indo-americanos las cuales, en mayor o menor escala, traen consigo elementos multireferenciales abriendo la posibilidad a un sinnúmero de formas de expresión que hasta ese momento no habían sido abordadas y que se constata en La novia del viento (1938) de Samuel Román y en la magnífica Gabriela Mistral (1945) de Abelardo Araya, tallada en madera y a la que se agregan Silvia (1942) de Marta Colvin, Torzo del alemán Franz Metzner y el estilizado Himno (1923) de Tótila Albert, proponiendo una visión fresca y transgresora en una sociedad que, a poco andar, se despercudía de su añoso anquilosamiento.
Entretanto, atraídos por lo que sucedía en el mundo, no podían quedar ausentes los artistas extranjeros, y así fue como Pablo Neruda donó El altar de la muerte (1944) de la mexicana María Izquierdo. Punto de partida al que se agregan los cubanos Cundo Bermúdez con Niños cantores/ escena de música (1944) y Figura (1941) de Pedro Luis Martínez y, por supuesto, el académico ruso Boris Gregoriev quien destaca por su técnica con Retrato (1936), al igual que el húngaro Laszlo Sceney Vuchetich y su obra Mi hijo (1938), o el Yugoslavo Roko Matjasic con Autorretrato (1927). Mediante esa pincelada intimista convergen interesantes artistas como Raúl Santelices con María da Dolores (1943), Pedro Reszka con La dama en rojo, Henriette Petit con Niña Rosa, junto a Marta Cuevas y Aída Poblete ambas con Figura, dejando en claro que la presencia femenina comenzaba a arremeter con mucha potencia a través de Ximena Cristi, Lily Garafulic, Luisa Besa de Donoso, Maruja Pinedo, Inés Puyó, María Tupper, Marta Villanueva, Beatriz Danitz, María Fuentealba, Mireya Lafuente, Hortensia Oehrens, muchas de ellas portavoces de una sabiduría emergente que en esta muestra se reencuentra con varios de sus maestros, de la categoría de Pablo Burchard, José Caracci, Juan Francisco González, Abelardo “Paschín” Bustamante, uno de los fundadores de la Escuela de Artes Aplicadas e incluso Ramón Vergara Grez, creador de los grupos de arte no figurativo “Rectángulo” (1955) y “Forma y Espacio” (1962) quien nos sorprende con Paisaje gris (1943), mostrando una cara, hasta ahora, desconocida.
Desde luego la creación del MAC, no sólo puede entenderse como una ineludible utopía, un asunto de intermediación entre artistas y enfoques o incluso entre generaciones, sino como un refugio plural y liberador de nuestra identidad, en la que además se da cita un número significativo de creadores provenientes de otras latitudes que validan este eslabón fundamental para el desarrollo artístico, que queda demostrado en esta Colección MAC: Fundacional, que de por sí seguirá siendo un imprescindible atrevimiento.