El muralismo no sólo es una crónica vívida, sino el reflejo de un arte comprometido con el hombre. Un arte que está a escasos metros de remecer a quien se acerque.
En los primeros años del Trecento, el Giotto renovó el lenguaje figurativo de su época, acercando la pintura florentina a una escala más terrenal al individualizar la expresión y sentimiento de sus protagonistas, desplazando ese halo dorado bizantino al incorporar a la naturaleza y dotar de rasgos humanos a las figuras sagradas, trayendo la divinidad casi a lo cotidiano; modernizando la tradicional iconografía de Cristos y Madonnas. Desacralizó los espacios y creó efectos lumínicos, apropiándose de claroscuros y escalas de grises, con escenas casi palpables, entregando a la composición una diáfana pero verosímil profundidad, tanto como lo dicho por Elena Poniatowska: “Son manos que lo han resistido todo, manos geológicas, casi cósmicas, manos de pico y pala, de tubería, de agua de lejía, manos de plomero de albañil, de jardinero. Son manos cruciales que no le temen a la eternidad”.
Tal cual las manos de estos tres grandes muralistas –Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros–, quienes irradiados por la vehemencia de una América mestiza, prehispánica y revolucionaria abrieron un intenso diálogo con la universalidad a través de monumentales pinceladas, donde convergen las voces del pasado histórico y una memoria colectiva fundada en la injusticia, pero igualmente en la esperanza en que los pueblos se construyen y donde el muralismo no sólo es una crónica vívida, sino el reflejo de un arte comprometido con el hombre. Un arte que está a escasos metros de remecer a quien se acerque.
Haciendo una directa alusión al momento histórico, el muralismo no se guarece: va de frente y se agiganta al homogeneizar un idioma indo-americano y europeo, donde se hacen presente conquistadores y conquistados, vencedores y vencidos, venerados y un cuánto hay de oprimidos que se alzan desde un marco ideológico y estético aferrándose por igual a los mitos cristianos, a sus ritos paganos y su inseparable simbolismo mezclado con el fervor nacionalista e ideales subyacentes en lo obrero, lo campesino, lo indigenista y un sinfín de expresiones provenientes del origen, corroboradas por el mismo Siqueiros al decir: “La comprensión del admirable fondo humano del ‘arte negro’ y del ‘arte primitivo’ en general, dio clara y profunda orientación a las artes plásticas perdidas cuatro siglos atrás en una senda opaca de desacierto; acerquémonos por nuestra parte a las obras de nuestros antiguos pobladores de nuestros valles, los pintores y escultores indios”.
Tradiciones ancestrales, valores espirituales y morales de la raza se acrecientan en una pintura que adquiere una monumentalidad insospechada; abriendo una ventana dimensional donde conviven la sempiterna herencia europea que se ve reflejada en los frescos italianos renacentistas y el surgimiento de una pintura que reclamaba para el arte mexicano una pintura moderna, según lo afirma Orozco: “Porque el público lo exige, el arte ha salido otra vez al público. Una vez más el fresco asume su papel histórico en esta relación”. Palabras que hacen eco en Rivera al encontrar en los mosaicos bizantinos una plataforma para abrirse al cubismo, dando un sentido de equilibrio a una composición que colinda además con el futurismo donde subyace su admiración por el progreso y la confianza en la máquina.
Su legado es tan contundente que va desde la cotidianeidad, de antes de la llegada de los españoles, a la conquista y hasta más allá con el triunfo de la revolución. Obra que se hace extensiva a un expresionismo demoledor y que adquiere su mayor eje dramático en Orozco, quien despliega una expresión épica donde el hombre y su dolor son expuestos con descarnada y meticulosa maestría. Siqueiros, además, introdujo técnicas novedosas y materiales como la piroxilina y cemento coloreado con pistola de aire. También creó los “murales portátiles” y adaptó sus composiciones a lo que él llamó la “arquitectura dinámica”, basada en composiciones en perspectiva poliangular, e incluso experimentó con lo que él denominó “el accidente pictórico” improvisando con el goteo, el chorreo y el salpicado de pinturas sobre arenas y otras texturas dejadas caer sobre el lienzo. Necesarios recursos para trasmitir el sentir de un pueblo que requería de un arte que le diese una auténtica voz y así lo arengaba: “Repudiamos la pintura de caballete y todo arte de cenáculo ultraintelectual por aristocrático y exaltamos las manifestaciones de arte monumental por ser de utilidad pública”. Llamado al que se suman otros artistas de la envergadura de Rufino Tamayo, Jean Charlot, Fernando Leal, Ramón Alva, Fermín Revueltas, Juan O’Gorman, Roberto Montenegro, Federico Cantú, Jorge González Camarena, Carlos Mérida, Pablo O’higgins, Remedios Varo, entre muchísimos otros exponentes que se adscriben a los principios muralistas de justicia y solidaridad; como cuando David Alfaro Siqueiros y Xavier Guerrero pintaron un emblemático mural en la escuela México, luego del terremoto del 1939 en la ciudad de Chillán.
Así, cada uno de los “tres grandes”, como se denominó a este monolítico grupo de muralistas, desarrolló un legado arrollador que hoy, en un acto reparatorio, salda una deuda histórica a una muestra que originalmente estuvo compuesta por 27 cajas con 169 obras pertenecientes a la colección Doctor Alvar Carrillo Gil, luego que el golpe de estado truncara su inauguración, teniendo que esperar 42 años para ver La Exposición Pendiente 1973-2015, en el mismo Museo Nacional de Bellas Artes de Santiago, lugar en que debió nacer y que, sin embargo, quedó como un muro en estado de permanente latencia, tal cual estas iluminadas palabras de Pablo Neruda, redactadas el mismo septiembre de la inconclusa muestra: “Estos hombres cumplieron con el mandato de los dioses enterrados y de héroes descalzos: su pintura es esencial, geografía, movimiento, tormento y gloria de una nación formidable”.