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Cronista empedernida, examinó el alma humana, especialmente la de Norteamérica de posguerra con todo ese boato y glamour de los 50 a los 60. Dónde, en la otra vereda, aparecía ella con su ojo avizor en los suburbios visibilizando a los invisibles.

Al momento de poner el punto final, Mary Shelley jamás sospechó que ese sería un diminuto haz de luz para que su obra cumbre Frankenstein o el moderno Prometeo no solo rompiera sus cadenas, sino deslumbrara por más de 197 años a la literatura universal. Tampoco Vincent van Gogh, imaginó que, luego de vender El viñedo rojo por escasos 400 francos, hoy sus cuadros serían cotizados en millones de dólares en las prestigiosas casas de subastas de Christie’s y Sotheby´s. Mucho menos pasó por la mente de John Maloof, historiador y fotógrafo de Chicago, que al rematar en modestos 380 dólares una añosa caja rotulada con el nombre de Vivian Maier develaría a una fascinante pero ignorada fotógrafa, que cual mariposa sale de su pupa, despliega sus ocelos en cada uno de esos millares de negativos que aguardaron por años en estado de latencia para ser considerados.

Vivian Maier Self-Portrait

Vivian Maier Self-Portrait

De ahí en adelante, la niñera silenciosa que cargaba sin pretensión su inseparable Kodak Brownie, su Leica, su amadísima Rolliflex, mientras cumplía sus labores domésticas, quizás tan rutinarias como cruzar la calle y no ver que allí transitaban tantos ignorados como su entrañable cámara, al igual que un aborigen amazónico se dispone a lanzar curare con su diestra cerbatana, Vivian Maier disparaba certeramente a cada rostro que le es común. Tal cual la intérprete empina su voz desde la muchedumbre con la clarividencia y convencimiento que está en lo correcto, dejó registro de cuanto veía, ya fuera en Santiago de Chile, ciudad que sí visitó; en Saigón, captando a un remero vietnamita; en Saná, cuidad ícono de Yemen; o en Saint Julien, en Champsaur, en los Alpes franceses.

Exenta del vedetismo y las luminarias que la fama acarrea, se retraía e hibernaba detrás de su fiel lente, mientras una empleadita de tienda tan desconocida como ella engalanaba el calendario Golden Dreams y luego la primera edición de Playboy de 1953, convirtiéndose en el símbolo sexy por excelencia.

Inadvertida, salvo por su complexión y tamaño, narraba una historia de vida tan singular como su reflejo en un modesto cenicero o la curiosa exigencia de que su habitación tuviera una prosaica cerradura, ya que debía atesorar bajo llave su secreto. Intimidad de la cual se evadía revelando afanosamente y sin tapujos aquel mundo paralelo, dándose maña para que su exigua vocación y su cámara lúcida –sin desmayos– abriera mágicamente las compuertas, haciendo que lo utópico y lo distópico se enfrentaran cara a cara en un maravillar inseparable de planos, instantes y lugares. Donde la composición alcanzaba a un marinero que fuma de espaldas y a una niña que veía desde la ventana de un automóvil, otra que la desafiaba frente a una vitrina o unos niños afroamericanos que la observaban con sus orejas de Mickey Mouse, en un giño con ese quehacer oficial que por espacio de 40 años ocupó en forma ininterrumpida y a tiempo completo su existencia. Pero que a su vez le permitió darse el lujo de cobijar vidas ajenas, tan propias como la ciudad de Nueva York o Chicago, en las que no dudó en internarse en los barrios más conflictivos, pues para ella cada foto era nueva historia, incluso a cuenta de su propio riesgo.

Chicagoland, fecha desconocida, 40x50 cm. © Vivian Maier Maloof Collection, Courtesy Howard Greenberg Gallery, New York

Chicagoland, fecha desconocida, 40×50 cm. © Vivian Maier Maloof Collection, Courtesy Howard Greenberg Gallery, New York

Austera en imágenes. Precisa y sin estridencias sabía reparar en el detalle que nadie repara; como la toma en que el padre observa detenidamente el zapato de su hijo, el borracho que es arrastrado por dos policías o el payaso que entristece de soslayo. Cronista empedernida, examinó el alma humana, especialmente la de Norteamérica de posguerra con todo ese boato y glamour de los 50 a los 60. Dónde, en la otra vereda, aparecía ella con su ojo avizor en los suburbios visibilizando a los invisibles.

Su sobrecogedora mirada hace una relectura del infortunio sumándose a Diane Arbus, Mary Ellen Mark, Harold Feinstein, Elliott Erwitt, Robert Frank, Helen Levitt o incluso Henri Cartier Bresson, sólo por nombrar algunos que sufrieron esta pulsión por retratar la urbe, su gente, sus calles. Esas que muchas veces callan al abandonado, al solitario, al paria, al edificio que está próximo a derrumbarse, pero que la máquina del tiempo que esconde cada cámara se encarga de detener y preservar como mudo testigo. Un espectador interesado en contar la historia, ayudado por la luz en ese claroscuro irreproducible que la fotografía sabe reservar como un momento único, como cuando Vivian salía de su caja de negativos cual genio de una lámpara, para realizar su anhelado sueño. Donde, gracias al “baño de paro” (instante culmine del proceso de revelado análogo), concluye el anonimato y comienza a fijarse la imagen de la excepcional fotógrafa, la mujer abnegada, ama de llaves, niñera y sobre todo cronista de una época y de su propia oculta existencia.

Lo que parece una renuncia en Maier, termina siendo una lógica introspección fuera del delirio grandilocuente de quien usa el lente como un medio para lucirse y no para encuadrar brillantemente la realidad sobreseída de toda fama.

Centro Cultural Las Condes, Apoquindo 6570 | Martes a domingo, 10:30 a 19:00 horas

Espacio ArteAbierto, Fundación Itaú, Apoquindo 3457 | Lunes a viernes, 9:00 a 14:00 horas

Entrada liberada.