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Cuando nada parece salirse del marco, del espacio museal o del rígido empaste de un libro, surge Benyond Van Gogh Chile, que más que una muestra es una experiencia donde los límites los traza cada espectador a partir de lo que percibe a través de un periplo envolvente compuesto por cerca de 300 obras de un creador incomprendido, que en ocasiones se privaba de todo para sentirse identificado con los más desposeídos. Un acto de sublime humildad que también se revela en las cartas a su hermano Theo: “¿Qué soy yo a los ojos de la mayoría de la gente? Un nadie, una rareza o una persona desagradable, alguien que no tiene y no tendrá una posición en la sociedad, en resumen, estoy un poco más abajo que lo más bajo…”. Postulado que Además se constata en el hecho de que firmaba tímidamente Vincent.

El viñedo rojo (1888) fue uno de los pocos trabajos artísticos que el artista vendió en vida, y mucho menos con la interesante puesta en escena del director creativo francocanadiense Mathieu St-Arnaud, cuando decide dar vida a Benyond Van Gogh, un proyecto que logra desmarcarse de la rigidez de la exhibición, abriendo la posibilidad además a que sea entendido y disfrutado por todo espectador, ya que no se necesita tener un conocimiento previo ni de la obra, ni del artista, sino motivarse y dejarse llevar por periplo que pretende acercar al artista a la gente, derribando el paradigma de la erudición, tan propio del arte en general. Algo que por sobre cualquier consideración, es muy meritorio, aunque me impone preguntar: ¿Qué debemos esperar de la muestra?

 

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La respuesta queda abierta, porque más allá de recurrir a la inexcusable visión crítica, cada cual lo percibe en la medida que se relaja y se haga parte de una atmósfera en la que las transiciones de luz, tiempo y color son el eje basal para que muchas de las obras más célebres creadas por Van Gogh en Bruselas, Nuenen, La Haya, Paris, Auvers-sur-Oise, Arles, Saint -Rémy-de Provence, vayan introduciendo a un ávido espectador en los distintos momentos estéticos donde lo sensorial termine por complementarse con ese juego armónico que entregan los diversos fondos musicales, en los que por cierto se palpa la experiencia de Mathieu St-Arnaud y su equipo con el renombrado Cirque Du Soleil, y con bandas como Linkin Park o The Killers, entre otras.

Aquí no se trata de hacer una apología, ni caer en absurdos cuestionamientos, sino ir más allá y sumarse a la perspectiva de Theo Van Gogh: “… encuentra tantas cosas bellas como puedas, la mayoría de las personas encuentran demasiado poco que es bello” (Londres, enero, 1884). Esa es precisamente la clave, ya que los distintos tránsitos proponen al visitante –primero que todo- un reconocer expresado en las diversas citas de las “Cartas a Theo” (1911), que como testimonio revelan la relación estrecha entre ambos hermanos, pero también en dar cuenta de quién era este enigmático pintor post-impresionista. Lapso en el cual todos sin excepción van paulatinamente adentrándose en un mundo sin pretensiones, pero que de la mano del color y los distintos espacios lumínicos (túneles de luces, puntos y retratos del artista), con lo que en una suerte de preparativo, va tomando forma hasta transportarte a un lugar donde todo te atrapa y formas parte de un cuadro que muta permanentemente, pero que a su vez conversa con el tiempo-espacio, y en especial con el alma de un artista sin par, retratado a través de una enorme expresividad cromática que logra vestir a todos de múltiples pinceladas. Antecedente no menor, ya que cada cual intenta inmortalizar el momento, buscando el mejor ángulo, teniendo de fondo La noche estrellada (1889), los Campos de trigo con cuervos (1890) o los memorables Girasoles (1888), e incluso intentando sacarse una selfie con alguno de los diversos autorretratos de Van Gogh.

 

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Para mí, eso es lo valedero de Benyond Van Gogh, porque en cierto modo, logra permear el alma del espectador, entregado proximidad tanto con el artista, como con su obra, lo que se ve reflejado en la actitud del público que se acuesta o se sienta en el suelo para no perderse nada de lo que sucede en las paredes o el piso, y en eso vemos familias enteras inmersas en ese trance. Estado que pocas veces se logra, fuera de los circuitos artísticos tradicionales que permanecen inalterables. Por tanto, Benyond Van Gogh, sí va más allá. Sobre todo, porque el Movistar Arena supo abrirse como una alternativa hacia el arte, pese a la pandemia y a las consabidas restricciones.