Dulcinea encadenada es una obra donde se dialoga con el clásico de Cervantes y la actualidad de la mujer. Es indígena, soltera, fugitiva, resilente, con voz propia. Teatro del Nuevo Mundo da voz y cuerpo a Dulcinea y sus acompañantes, en los cuadros dramáticos que acortan los más de 400 años de distancia con el Quijote y muestran sus conflictos tan actuales como en el momento de publicación de la novela.
“A la mañana siguiente, cuando el pueblo se enteró de la muerte del pastor me persiguieron y me acusaron de ser mujer soltera, de vivir sola, me tildaron de basilisco, de canto de sirenas, de ser una segunda Circe, de ser una feminazi.”
Hubo una época en que todo fue mejor, donde las tierras no tenían dueños y no existían las palabras tuyo y mío. Así dice el discurso de la edad dorada, tan polémico que la corona ha decidido suprimir a quienes lo pregonen por el reino. Para los indígenas esclavizados el rey solo es sinónimo de cadenas. También Dulcinea, Marcela y el hombre son aborígenes o esclavos, o activistas medio ambientales, o disidencia sexual. Cambia según el cuadro, se mezcla como los colores en la wiphala. Cantan “whipala, whipala, whipala”.
Cantan, tejen, ordenan las piedras, el viento sopla, la tierra es grande y la guerra también. La escenografía es simple y concisa, unas docenas de piedras, un fondo de montañas, sonido de viento. Nos transporta a la precariedad misma de quienes huyen por su vida. Refugiados de América son los protagonistas. Andinas a la deriva de la guerra y la escalada armamentística que vuelve cada vez más calamitosos a los ejércitos invasores. Para qué, preguntan, si hubo una época en que no existía lo tuyo, lo mío ni lo del rey.
“Yo vi caer a mis hermanos por las armas modernas de los blancos (…) Yo no quiero renunciar a la tierra de mis muertos”
Dulcinea (Bárbara Santander) toma la palabra para hablar contra las armas. Escuchamos la voz que nunca pudimos leer directamente en la novela, donde la campesina era mencionada y aludida en montones de ocasiones sin llegar a expresarse directamente. La dramaturgia de Rodrigo Faúndez genera líneas que son mezcla de original y Cervantes. Luego, entre cuadros, los interludios musicales. Se entrevén sentidos en la mixtura de idiomas que se utiliza para cantar, pero queda el cuestionamiento de cuánto podría mejorar la recepción de la obra si estos interludios cantados tuvieran traducción en alguna proyección que permita el entendimiento.
En otro cuadro Marcela (Carolina Pinto), la pastora bella, hace el reclamo de no deberle amor a nadie que la quiera por considerarla hermosa, destacando que no es culpa suya que jóvenes como Crisóstomo se desesperen ante sus negativas y terminen por quitarse la vida. A ella la tildaron de feminazi, hombres que querían reprimirla, mujeres que querían normarla. En el siguiente cuadro Crisóstomo (Diego Varas) baila hasta extenuarse para recrear el suicido del amante rechazado de la novela. En otro cuadro el hombre es parte de la disidencia sexual, rechazado por su condición y sus gestos híper sexualizados.
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Los personajes cambian, la historia de opresión se repite, se actualiza. Se discute la demonización de la mujer que muestra independencia, se denuncia la ambición que se une a la violencia. Presente y pasado colonial se hacen uno sobre el escenario en los 45 minutos que dura la obra.
Bajo la dirección de Tania Faúndez, Dulcinea encadenada terminó su segunda temporada, esta vez se presentó en la Sala Sergio Aguirre de la Universidad de Chile.