A lo largo de 118 años, la Bienal de Venecia (1895) ha albergado distintas manifestaciones artísticas conformando una larga lista de países participantes, convirtiéndose en un gran referente del arte contemporáneo. Nuestro país, paulatinamente, ha ido marcando presencia en esta institución siendo un ejemplo de ello Diáspora, exposición que reúne el trabajo de cinco connotados artistas chilenos en el marco de la 57 ª versión, titulada Viva Arte Viva (2017), que hoy se presenta en el Centro de Arte Contemporáneo Cerrillos.
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Quizás lo que más llame la atención sea que de un modo u otro, todos somos parte de una diáspora, ya que sostenidamente vamos repoblando distintos territorios. Sin embargo, hablar de conquista, muchas veces se circunscribe no sólo a la toma de posesión, sino más bien a la apropiación, castración, anulación y despojo hacia quien pretende ser sometido, que en el caso específico de Bernardo Oyarzún, se traduce en una serie de aberraciones históricas, sustentadas en eufemismos tan falaces como la colonización o evangelización que en conjunto justifican la brutalidad hacia nuestros pueblos originarios. Es tanto así, que él mismo una vez que migró a Santiago, se vio forzado a adaptarse en este “mundo huinca”, pero el eco de la cosmogonía ancestral que corre por sus venas opone resistencia desde sus obras de arte y, ahora, en Werkén (2017) obra con 1300 máscaras de madera talladas por artesanos originarios, soportadas por un mástil de fierro. Estas máscaras son tradicionales en ciertas ceremonia rituales del mundo mapuche donde algunos participantes se cubren con estas kollong o caretas para proteger a su comunidad de los malos espíritus. Una imaginería que junto a la tecnología de las luces led se arma como una obra de arte contemporánea en la que se incluyen todos los apellidos mapuches registrados hasta el momento. Werkén, que significa “mensajero, es así una forma de recalcar el conflicto entre el Estado y este místico mensaje del pueblo , portavoz de una multitud que no trepida en levantarse.
Quizás de modo más explícito, aunque con múltiples connotaciones Ismael Frigerio en Southern Cross (2017) a través de 30 fotografías sobre cobre y otros elementos en técnica mixta, madera y photolit, propone un rescate de la memoria histórica, diseccionando un cuerpo por capas (Desierto de Atacama). Creando una superposición de significados donde retumbancada una de esas voces fantasma que claman por justicia, en un territorio en esencia inhóspito, pero a la vez rico en lugares donde el sincretismo cultural e histórico muestra sus llagas. Miles y miles de heridas abiertas que afloran desde Humberstone, Santa Laura, Pedro de Valdivia, María Elena y un vendaval de oficinas salitreras donde la sombra de la industrialización enterró su despiadada garra. Testimonio con el que Frigerio decide cuestionar un modelo económico que usufructuó de tantos seres humanos, pero que aquí se expresa en ese padecer silencioso grabado en cobre, y perpetuamente en esas cruces que se clavan cada vez más en nuestra obstinada memoria.
Con una propuesta muy distinta Alejandra Roddoff (Santiago, 1960) en Mutatis mutandis (roble), hace de lo etéreo un viaje donde la verdad del instante se expresa con un movimiento congelado que intenta encapsular la cartografía del pulso de la tierra, a través de una instantánea que exacerba su dimensión temporal, circular y continua, la que no sólo gira en torno a sus macro momentos y micro universos, sino al cosmos completo con sus rotaciones y quiebres concéntricos donde orbitan materialidad, espacio y tiempo. Triangulación iconográfica en la que desde una cierta economía formal, instala una reiteración que alude al imaginario del observador, como un motivo donde la recurrencia se percibe mediante un trascendental eco que paraliza todo.
Asimismo, pero a 5000 pies de altura Enrique Ramírez (Santiago, 1979) muestra que hay Un hombre que camina, donde los caminantes no dejan huella a su paso. “Al caminar, el agua fría le congeló los pies, la sal le comió las uñas, el sol le quemó la cara”, y aun así emprenden este incierto, pero decisivo viaje entre la vida y la muerte. Un obsesivo devenir representado, nada menos que en el Salar de Uyuni (Bolivia), y a un hombre con una carnavalesca máscara de diablo, que revive la dual condición del rito y mito, apropiándose de ese paisaje surreal, mediante ese movimiento perpetuo donde el cielo y la tierra se funden en un breve tránsito, haciendo que los contornos se esfumen, transformándolos en lugares mágicos en los cuales desfilan las almas de los vivos y los que ya no lo están, recreando una atávica comparsa, donde festeja, pero a la vez llora, pues sabe que está más solo que nunca, pero igual no desfallece y camina sin tregua frente a la inclemencia.
Por último, Bárbara Palomino (Sao Paulo, 1982) presenta la instalación multimedial y sonora A última bobina de filme super 8 que você filmou, desplegando un diario íntimo que se transforma en una cronología simbólica cargada de códigos universales y proyectada desde su propia imagen en un rincón de su casa, que no es otra cosa que su alma. “Mi padre jamás volvió a filmar y la última película que realizó quedó guardada por largos 25 años”. Lapso en el cual empieza a incubar un proyecto que reflexiona sobre la memoria, pero también sobre el paradojal deseo de partir y confrontar la pérdida o ausencia con la inevitable desmemoria. Todas instancias plurales que ella pone en situación de horizontalidad, ponderando la dominante emocional y recomponiendo su interioridad desde un espacio confesional que rebobina las imágenes para vernos caminar de espaldas, haciendo que el tiempo vuelva imaginariamente atrás.
Por lo mismo, me sumo a lo dicho por Christine Macel, directora artística (curadora), de la 57 ª Exposición Internacional de Arte de Venecia, cuando afirma: “El arte no tiene la posibilidad de cambiar el mundo, pero sí es el lugar para re-imaginarlo”.