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En este mundo invertido todo nos parece posible,

Incluso vivir nosotros mismos al revés

(Carlos Franz).

A través de este epígrafe quisiera representar la disonancia y a la vez la concordancia existente en este mundo real y el de Samy Benmayor (Santiago,1956), quien llega a la Galería Gabriela Mistral, con La tercera mano, muestra que reúne unos 40 trabajos realizados por este artista visual entre 1984 al 2016, quien inconscientemente nos zarandea con esa suerte de puente colgante que se cimbra a veces cadencioso y pendular, y otras tantas movido por la abrupta acción de esa mano lúcida, alocada y ajena, pero a la vez calma e inquieta y abyecta. Esa que sin preámbulo evidencia a un creador que encuentra en el color y el gesto la herramienta primordial para materializar esta crónica visual mediante un video – registro de un diario personal, comentado por el mismo Benmayor–“Yo sabía que todos los artistas tenían diarios y tal vez por eso quería tener uno. Representan un espacio íntimo para poder desarrollar un trabajo que nadie ve”. Sin embargo, aquí se muestra en su real magnitud, con dibujos, acuarelas, pinturas, grabados, collages, y otras piezas inéditas, evidenciando más 30 años de indiscutida trayectoria.

En esta retrospectiva curada por el artista Cristián Silva, uno percibe no sólo el arduo trabajo que implicó reencontrarse con obras que ni su propio autor había visto por años, sino de la acuciosa labor de búsqueda y selección de las mismas, ya que más de alguna como Retrato de mi amigo Bororo (1992), con quien además compartió taller, partió a la Bienal de Venecia en el 93’, siendo adquirida por coleccionistas holandeses, para tras 20 años ponerla a la venta, con lo que pudo regresar a Chile y estar en esta muestra emplazada en un espacio que de por sí es íntimo, especialmente por la cercanía mostrada por un autor que va desde lo más pedestre y cotidiano a lo más universal y trascendente. En total correspondencia con uno de sus artistas favoritos Philip Guston – “No sé lo que es una pintura, ¿quién sabe lo que provoca incluso el deseo de pintar? Podrían ser las cosas, los pensamientos, la memoria, las sensaciones, que no tiene nada que ver directamente con la propia pintura. Pueden ser cualquier lugar”.

Lo crucial en Benmayor es que se ha empeñado en descifrar además de sus propios fantasmas, aquellos que forman parte de una cosmogonía, urdiendo un lenguaje sin condicionamientos monolíticos, cargado de vitalidad y desenfado con guiños hacia el neoexpresionismo, el pop y el cómics, pero en todos ellos con un marcado acento cromático que en los 80’, era visto con cierta distancia por quienes asumían lo conceptual y en el rigor de ciertos tonos (blancos, negros y grises) como un modo de expresión válido y unívoco frente a la dictadura. No obstante, la óptica hacia este artista visual y otros de sus congéneres como Pablo Domínguez, Fernando Allende, Matías Pinto D’Aguiar y Bororo cambió radicalmente, ya que dejó de verse como un mero ejercicio subjetivo e impetuoso y empezó a entenderse como un hacer reflexivo que va de la impertinente y provocadora agresividad a una elaborada gestualidad cromática con mesurados toques de humor los que han acompañado siempre a la obra de Benmayor, casi como un desprejuiciado sello que refresca desde el primer momento su pintura, lo cual podemos apreciar en El afeitado (1984), El calzoncillo y la lengua de erizo (1984), La bailarina y la cartera (1987), El pollo vaquero (2007), El lector (2009) o De la serie A la gente de Santiago, (2016), sólo por destacar algunos dedos de esta mano.

Sencillamente impredecible, Samy  Benmayor, hace de lo sensorial un código con el cual va desde lo abstracto a lo figurativo, de lo geométrico a lo espontáneo, de lo escueto al estallido desmedido del color y una forma que huye del rótulo, y como dice su curador – “En esta muestra priman la energía, la libertad, la imaginación, el humor y el refinamiento, y sobre todo el ojo agudo pensante de Benmayor”.

Más que una muestra La tercera mano, es un magnífico reencuentro con un autor versátil que no se priva ni deja cabos sueltos, al contrario. Desde su paleta aborda un sinfín de corrientes estéticas, soportes y temáticas que subyacen desde lo profundo de su ser, tal como se aprecia en Una afirmación (1999), A la música (2001), Tambo (2005), Alma (2007), De la serie Una pintura al día 365 al año (2009), Paisaje con ladrillo (2009),  De la serie del apagón (2012), Cuatro direcciones (2013), Para Wislawa (2014), Serie del espacio isométrico(2015) y Serie de los ojos abiertos (2016), en un recuento que va desde un menudo móvil tipo Calder, a una solitaria y acuciante escultura en cerámica.

Así este artista, una de las principales figuras de la llamada “vuelta a la pintura”, movimiento caracterizado por la recuperación del cuadro como soporte primordial, nos sorprende flexibilizando su propio marco, abriéndose a un universo insospechado, donde juguetea con la tradición y a la vez con la vanguardia para consolidar una voz personalísima, eminentemente cargada de referencias hacia el arte universal, pero también a este mundo que tantas veces gira en reversa.