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«Mi pintura es para herir,
Para arañar y golpear en el corazón de la gente.
Para mostrar lo que el Hombre hace en contra del Hombre»
Oswaldo Guayasamín.

Desde la altivez indómita de la cordillera sujeta por invisibles poleas, al frondoso enrejado de la selva. Desde el dosel dorado de la estepa, a las siembras escalonadas que semejan ese gigantesco anfiteatro colmado de butacas, Oswaldo Guayasamín (Quito 1919 -Baltimore 1999), nombre quechua que significa «Ave blanca volando», emprende un vuelo con 40 aguafuertes y 17 litografías, ilustrando las páginas De Orbe Novo Decades (Décadas del Nuevo Mundo), edición facsimilar que relata las tres primeras décadas del Descubrimiento y Conquista de América descrito por el humanista italiano Pedro Mártir de Anglería, publicado en 1516 con el beneplácito de la Corte española, y que se exhibe en la Corporación Municipal de Viña del Mar hasta el 14 de marzo.

Oswaldo Guayasamín, reabre las interrogantes entorno a la conquista, asumiendo en carne propia el ataque a mansalva y el genocidio de un continente repujado por el dolor y el rubor de la ignominia desplegada en una obra que no está para sutilezas y lo demuestra el hecho de que, por encima de cualquier consideración temporal o estética presente las facciones de un territorio dolido y que desde su origen marchó engrillado –que al igual que este artista tuvo con un padre indígena que lo castigaba por pintar–, no se dejó amilanar e hizo que su autodeterminación lo que lo llevase a ocupar un lugar destacado dentro del expresionismo indo-americano, haciendo que la piel de América se engrife. No desde las ruinas, ni en el deglutir de arteras realidades, sino desde el florecimiento de las razas: criollas, mestizas o mulatas y su desigual lucha contra la desnudez de la espada. Prueba de ello, es que junto a la furia irrefrenable del color, Oswaldo Guayasamín alcanzó su máxima expresión.

Hizo del ocre, el zafiro, los rojos escarlata, los verde musgo y los amarillos oro, compañeros inseparables al momento de formular un neologismo visual complementario a un trazo fundado en la exageración y el desagarro: “Cuando pinto una mano, una boca, unos dientes o unos ojos, estas no son solamente una forma plástica. Yo quiero expresar en esto más que la plástica misma. Quiero expresar este ojo que está llorando, estos dientes que están mordiendo o estas manos angustiadas, vibrando”.

Impostura con la que intenta repasar esa historia no narrada, iniciada por De Orbe Novo Decades (1984), donde la rudeza de la infamia se convierte en el pilar de una obra que se nutre de las vicisitudes universales del hombre, coincidiendo con su amigo Pablo Neruda: “Mostradme vuestra sangre y vuestro surco, decidme: aquí fui castigado, porque la joya no brilló o la tierra no entregó a tiempo la piedra o el grano: señaladme la piedra en que caísteis y la madera en que os crucificaron”.

Guayasamín, era un osado intermediario entre la memoria, la razón y el grito destemplado de quien irradia indocilidad desde una aguafuerte que corroe los márgenes de un realismo, que se abre a la expresión descarnada del grabado con un trazo macizo, insolente, pero a la vez austero, donde su primitivismo –que parece de tono menor– rescata en gran forma el carácter gestual de una técnica que no le es ajena, pues el cruento contraste del blanco con el negro es un elemento gravitante en su trabajo, y conduce al observador por un plano secuencia que resalta además del descubrimiento y la conquista, a toda la humanidad.

Partiendo por los grabados Adán, Eva, El Infierno, Cristo Sentado o El Crucifijo (La Iglesia), como muestra fehaciente de una evangelización en curso, en la cual emerge la figura de Bartolomé de las Casas (Visionario), junto a Pizarro y Almagro (Los Fundadores), Cortés y Malinche (Los Aristócratas) y El encomendero (Gobernante), cómplices de la barbarie expresada en El Decapitado, o la visión alegórica del Crucificado, con un Cristo sitiado por la imagen del invasor.

Hecho que ciertamente contrasta con las 17 litografías, donde la gama tonal empleada es tan vigorosa que se potencia a sí misma, en el entendido de que el artista crea su propio patrón cromático, determinado por un entorno vividamente americano y en cuya expresión vernácula siempre estuvo atento a una voz que lo guía de principio a fin, tal cual se aprecia en La luna, El sol, El viento, El fuego, componentes esenciales de una tierra extraordinaria. Reconocimiento que incluso describe el propio artista: “América Latina tiene su propia raíz, que es necesario remover y encontrar para decir cosas, para expresarnos con nuestra voz”.

Desde ahí Guayasamín, profundiza, no sólo en los dones de una naturaleza desbordante en El Maíz, Pájaros, o La selva, sino que valida los símbolos de la imaginería precolombina con Virgen del sol, Mujer Pájaro, El Dios de los Incas o Danzantes, y un festejo ritual que se interrumpe por las Tres Carabelas, al traer aparejado los Guerreros, y con ello La vida y la muerte, como una agorera premonición de lo que este incisivo cronista del desgarro interpretó a través de estos escritos de los albores del Nuevo Mundo.

Guayasamín, era un osado intermediario entre la memoria, la razón y el grito destemplado de quien irradia indocilidad