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CríticaPortada

La amenaza

By 1 de febrero de 2017septiembre 13th, 2024No Comments

Mi paso por Costa Rica se descubrió sellado por un signo visual imposible de eludir: la amenaza del color verde, su carácter avasallador, su presencia manifiesta. La naturaleza se aparece, allí, como un acto soberbio, un arrebato de la tierra que no se niega a sí misma los dones de la germinación y de la floración expansiva. Tuve la certeza –a ratos- de habitar libremente entre cielo y tierra, asistido por la profundidad de exhalación húmeda que me devolvía a la paz de ese estado genésico, germinal, sustancial, en el que lo bueno sucede en la gramática de la calma reposada. Una suerte de tensión entre el ademán barroco de la furia y el sosiego minimalista que revela la parálisis del instinto predatorio del hombre. Un espacio, sin duda, regido por la sinfonía de fuertes contrastes.

Es en ese contexto de generosidad (y de ambición) donde se produce el nacimiento de una obra pictórica, aun joven, cuyo sentido primero y último ha de ser especulado en el epicentro de esa misma fruición del verde y de sus arrojos. No hace falta bucear en los repertorios estilísticos de la historia del arte para entender el sino de una propuesta que se aventura a existir desde la espontaneidad y el gesto noble que responde a los principios del gusto. Muchas obras contemporáneas se precipitan a cifrar su aparición como el testimonio de un deseo feroz de hacer, de producir, de fundar, de crear. Luego viene ese momento – a veces lúcido, por instantes torpe- en el que el crítico o el teórico ajustan las categorías y conjugan sus energías en el esfuerzo de “la interpretación”. Y es que existe ese margen de libertad para el arte (y para el hombre) sobre el que se ha de transitar sin el prejuicio de la trabazón que se teje entre epistemología y lenguaje. Decir, nombrar, etiquetar, sustantivan siempre el principio de muerte, la dinámica de la reducción, el estrangulamiento del signo y su devenir. La rancia manía de nombrarlo todo, revela la ambición de la cultura en lo tocante a la posesión y el control: la pujanza de un instinto de muerte que engendra, de facto, extensivos repertorio de defunciones.

La obra del artista costarricense Javier Martén, contrario a lo que opinan algunos críticos que se han acercado a la misma con la intención de leer sus códigos, no responde a los impulsos de la abstracción informalista y su uso. Su pintura, muy lejos de ello, es casi “realista”. Y lo es en la medida en que su proposición estética resulta el émulo más convincente y sosegado de ese mundo natural -que habita con profusión extrema- en el mismo lugar donde la obra se realiza con inventiva y avidez. Esa conexión entre la superficie pictórica y el mundo de afuera se revela absolutamente explícita cuando uno visita la casa-estudio del artista. Entonces, de súbito, lo comprende todo. De repente esas voces, de un lado y otro, se enfrentan en la estrechez de un diálogo que desautoriza la idea reduccionista de acortar el relato visual bajo el signo y el lenguaje de lo abstracto. La abstracción, en su caso, se construye como sed de la pintura, como un modo de re-creación en el goce mismo de realizarla como hecho estético, como realidad física. No es, como se piensa, la deliberación hormonal de un gesto rabioso y furibundo que nace del instinto más primario y arrebatado. No lo creo así, al menos yo no lo advierto de ese modo. Preciso, eso sí, una relación de incuestionable dependencia dialógica entre representación y contexto: entre obra y escenario.

La pintura de Javier se orquesta sobre una sinergia consumada. Resulta imposible establecer espacios acotados o estrictamente diferenciados para hablar de ésta. Ella es una suerte de reproducción escrita, inscrita, esgrafiada, aspirada de ese mundo que habita en los márgenes de su mismo existir. Quizás por ello, al referir la condición abstracta como definición autónoma de su lenguaje, me niego a leer el signo pictórico desligado de su contexto de realización y de los desvíos retóricos que su propuesta pudiera soportar.

Esta relación, incluso, viaja más allá de la evidencia que intento describir, para acercarse al universo personal, familiar y afectivo que ha servido de escenario a su vida. Resulta que su abuela y su madre también fueron artistas dedicadas al mundo de la pintura. Como él mismo asegura “(…) desde niño estuve en contacto con el arte, pintaba todas las tardes en la academia de mi mamá. Ella nos narraba cuentos y luego nos invitaba a pintar sobre tales anécdotas. Así mismo –a mi aire- pintaba todo lo que se me ocurría, todo aquello que brotaba de mi imaginación infantil sin límites. Muchas veces mamá me llevaba a pintar unas casitas blancas rodeadas de montañas. Descubrí luego, con el tiempo, que era el cementerio de Escazú. También, en ocasiones, llegué a posar para mi abuela. Ella pintaba del natural y tenía una gran destreza para representar la figura humana. Ahí, al alcance de su mitrada,  me sentaba a verla durante horas y luego –al término- me regalaba galletas inglesas. Y yo feliz, claro”

Ⓒ Javier Marten

Resulta bastante obvio, a tenor de este relato suyo, que han sido vínculos muy cercanos (hasta de tono afectivo) los que Javier pudo establecer siempre con el territorio del arte. Su casa familiar era en sí un abrevadero de pinturas, lienzos y papeles. Fue ese y no otro el escenario que hizo geminar su vocación y, por defecto, su entera sensibilidad. De hecho, es preciso señalar a los efectos de esta mirada, que Javier es un exitoso arquitecto-paisajista; lo que establece, desde ya, otros órdenes de relaciones y de confluencias no menos sintomáticas y atendibles. Entre el ámbito de realización profesional y el contexto de producción pictórica, se escribe una compleja trama relaciones incestuosas que confluyen en un acto común de posesión, es decir: el de la cópula con la naturaleza en un sentido metafórico y casi literal. Una gimnasia que se redefine poseyéndola, ejercitando sobre ella el poder de la mirada y el domino de la sujeción. Es, como él mismo señaló alguna vez, una dinámica dialógica en la que se alcanza la complementación y la expansión de cada uno de estos ámbitos, en lugar de la segmentación o segregación entre ambos. Es, subraya, “una transmisión, un sentir de la energía libre”. No es de extrañar entonces que en muchas de sus pinturas se aprecie, a nivel de impresión visual, la desfiguración de un mapa, de un territorio, de una cartografía. En ellas acontece, por impulso y hasta por vicio, la traducción –casi mimética- del paisajismo y de las topografías abstractas lo mismo de la tierra que del mar. Comentábamos en nuestro encuentro, entre el divertimento y la seriedad, que al entrecerrar los ojos y marcar una distancia prudente respecto del objeto, pareciera que observamos la tierra desde la luna (o viceversa).

Cierto es que la percepción nos lleva a ello en una maniobra de re-configuración/distorsión de la imagen. No sorprende del todo el hallazgo, por otra parte, si partimos de reconocer que una de sus obsesiones es la observación expedita de las diferentes topografías y paisajes que ofrecen distintos tipos de formaciones naturales en cualquier parte del mundo. No perder de vista que Javier es un tipo al que le fascina viajar y es de esos viajes, en su mayoría, de donde extrae la experiencia estética que traduce luego en material pictórico. La obra se convierte, así, en una especie de libro bitácora, en testimonio de sensibilidad acumulada que fluye más tarde a nivel de superficie.

Conforme sucede con muchos otros artistas, en el caso de Javier, también, los viajes suelen convertirse en un punto de inflexión. Basta seguir los itinerarios para certificar los niveles de movilidad a los que se expone con relativa frecuencia. En una entrevista que le hiciera el reconocido pintor abstracto Federico Herrero, éste afirmaba con sobrada rotundidad que tales desplazamientos sí que le habían influido bastante y precisa “en 2011 me fue a la ciudad de New York con la ansiedad de descubrir y redirigir mis pasos, al menos los que había dado hasta ese entonces. Ingresé con una ilusión manifiesta que poco podía disimular en un curso de arte en el Art Student League, dirigido por el afamado artista Larry Poons. Fue tan espectacular la experiencia, en términos de aprendizaje y riqueza, que este viaje marcó el inicio de una nueva etapa en mi formación y maduración como artista. Ello me obligó a retomar mis dinámica y mis rutinas en la ejecución pictórica y a pensar en otras expansiones de mi lenguaje”. Visto así se entiende ese principio de un hacer reactivo que se aprovecha de la experiencia del viaje puesta a prueba en la maniobra de modulación de su lenguaje.

En lo concerniente a los grados de admiración y a los índices de influencia que toda poética contemporánea expresa respecto del legado, conviene señalar que es bien variopinto el repertorio de nombres que maneja el artista, lo mismo que las razones a través de las cuales justifica tales miradas. Otro de los momentos de la menciona entrevista de Herrero -dirigida a hurgar sobre esas aproximaciones al lenguaje de los otros-, revela cuáles son esos nombres que, según Martén, determinan el perímetro de su espacio de admiración/devoción. Entonces, indica con soltura, que sus artistas favoritos son “Franz Marc por el uso desprejuiciado de los colores, Kandinski por el ritmo y la lírica de sus hermosas composiciones, Francis Bacon por el movimiento visceral y esa carnalidad que golpea el ojo y, por último, J. Pollock por la libertad y la ejecución espontánea que hace parecer fácil lo que en verdad resulta en extremo difícil”.

Semejante panteón hace pensar en las ambiciones del artista y revelan los sentidos, muchas veces escondidos, que se tejen tras la evidencia de cada obra. Me acerco a esos enunciados cifrados sin demasiada afectación, teniendo muy en cuenta el lugar desde el que Javier construye su obra. Si se me antoja podría asegurar que éste intenta –sin darse cuenta de ello- la escenificación de un lindo ritual hermosa: ese que se produce cuando la obra responde únicamente a una respuesta primaria que conecta el mundo adulto con la niñez. Y su obra no se revela contra a ello, más bien acaricia esa condición que la rebasa. Es perversa esa ilusión, pero qué es la vida sino el escenario de la consumación de la metáfora.

Conforta el descender de la letra, la ida a las ideas primeras, la necesidad de saber mirar y ver tras esa mirada. Conforta, y mucho, la capacidad de discernir más allá de los atributos y sus afectaciones: esa facultad infinita de certificar con la elocuencia del ojo el valor de un signo flotante y a la deriva.

Quizás sonará presuntuosa esta advertencia mía, pero creo, y en sus manos está, que la obra de Javier Martén, aun tímida, pueda convertirse en una referencia dentro del contexto de la producción pictórica centroamericana. En sus manos está, insisto, la posibilidad de trocar el ensayo en virtuoso discurso que hable de sí y de sus circunstancias. Tendrá que sumergirse de bruces en la intimidad de toda la pintura, arrastrar sus capas, descorrer sus mantos y focalizar el deseo y la ambición en la conquista de ese raro lenguaje.