Emplazada en un remozado hangar de 1,500m2, en el exclusivo barrio de Santa Cecilia en Sao Paulo, Baró Galería abre sus puertas en 2010 y desde entonces se ha consolidado como un referente del arte contemporáneo, desplegando una activa participación en ferias internacionales y exhibiendo un selecto grupo de artistas visuales Latinoamericanos.
Bajo la dirección de la española Maria Baró, esta galería ha sabido generar un feedback entre artistas, curadores, coleccionistas, con obras de ubicación específica y proyectos curatoriales, poniendo énfasis en artistas de los años 70’ y 80’, sin descuidar a los jóvenes talentos, creando programas de residencias y abriendo su espacio a exposiciones, tanto colectivas como individuales, con aquellos artistas que marcan pauta desde la vanguardia.
Iván Navarro (Chile, 1972), artista visual residente en Nueva York, quien, guiado por la fluorescencia y el parpadeo incesante del neón, lucha contra lo irreversible. Con intervenciones del espacio urbano, performances y esculturas dejando en claro que debajo de esa aparente eléctrica transitoriedad se perfila un hombre que sufre un affaire con la vida y sentado en el banquillo debe resignarse a ser otro amante deudor del fármaco del amor Viagra (2012). Aquí los yerros del deseo cobran revancha, porque como dice Sasha Grey: “Todos somos seres animalísticamente sexuales”. No obstante, Navarro ironiza recurriendo a la provocación con una luz de advertencia en esta fálica instalación. A esto se agrega Relay: Surrender, (2011) serie con la cual subvierte el orden estético del espacio público con un individuo que recorre Central Park portando unas chaquetas con la inscripción FORGET, SURRENDER y un registro en video que acompaña el recorrido, dejando entrever su transitar por esta errática existencia.
En cambio Elena Damiani (Perú – 1979), artista visual residente en Londres, canaliza su trabajo en torno a la Tierra. Razón suficiente para encontrar guiños con la geología, la arqueología y cartografía como elementos que coexisten no sólo como parte de su mapa temático, sino como una manifiesta alusión a su formación académica tanto en arquitectura como en arte. Algo que por cierto le permite construir un patrón para desmantelar, descontextualizar y rearmar objetos culturales que, como ella misma afirma: “al ser liberados van ganando una ambigüedad latente y ahora pueden formar caminos y conexiones en nuestra memoria que permitirán al espectador a profundizar en las capas de significado”. Cualidad que se aprecia en la superposición de un paisaje, que al ser dúctil en su materialidad e interpretación, abre una ventana dimensional entre pasado, presente y futuro. Temporalidad que la artista infructuosamente pretende retener, mediante una conversión constante de formas y en cuyo fondo surge la preocupación planetaria expresada en una impresión digital en gasa de seda en La serie de Cristal (2013).
En un escenario próximo surge Tulio Pinto (Brasil 1974), quien se ve a sí mismo como un articulador preocupado de rescatar el potencial escultórico y la fuerza inherente del metal, el hormigón y el vidrio. Materiales puestos a disposición del equilibrio, que se logra a través de la compenetración del artista en conjunto con el espacio creado al advertir en la precaria estabilidad que posee cada elemento, congeniando tanto pesos como densidades, tal cual se ve en Nadir # 14 (2016) y en una serie de obras en que hace un enfrentamiento consiente por desestabilizar al observador.
En el caso de Eduardo Stupía (Argentina 1951), observamos a un artista que resitúa el imaginario del paisaje a partir del predominio del blanco y negro, con una obra pictórica que se sostiene en la gestualidad no figurativa de un trazo maduro y con carácter propio. Mediante este, demuestra dramáticamente su dominio de la expresión y la materia pasando del lápiz al carboncillo y del pastel al acrílico, desplegando un vertiginoso juego de planos, tonos y volúmenes.
En un entorno distinto, más radical y disruptivo, encontramos a Morís (1978), artista visual que desde México hace una relectura de la cultura marginal de su país, donde el espacio urbano está sitiado por la constante pugna entre quienes ostentan el poder y aquellos que pretenden conquistar las calles. Vertiente desde la cual extrae las herramientas base de un trabajo que supone un cierto realismo conceptual, reflejo de las inequidades sociales explicitadas por los mismos utensilios rescatados del entorno, pero además en el mensaje que dejan entrelíneas, el cual se constata en Entierren esto en Otro Cuerpo (metal, plástico y collage, 2013) y en Lo que tu digas será La Verdad (madera, cinta y collage, 2013) y que se extiende a Cielo Roto III (madera y óleo sobre lienzo, 2013), representación simbólica de los sueños rasgados.
Paralelo a lo anterior surge la figura de Lourival Cuquinha (Brasil 1975), artista visual que no escatima esfuerzos por mostrar las desventuras de la sociedad actual, monopolizada por el capital y todo aquello que implica como una perniciosa secuela que complota contra el individuo, pero que a su vez moviliza una obra, echando mano a una parodia en torno a ese mismo individuo víctima –victimario y cómplice de la típica dualidad del “cuánto tienes = cuanto vales”–, y en eso Cuquinha no claudica, muy por el contrario lo expresa taxativamente en su Verdad de los hechos (2016) con monedas de cobre de 5 centavos y un grafiti en el muro que clama por la transparencia política de su país.