Hay en La Habana, en Manzanillo, en el monte Fujiyama, un hombre que se llama Yornel Martínez. Las horas le pasan por el lado y él se aparta con displicencia, porque el tiempo –con su neurosis de celeridad– le aburre. Un día pintó con agua, en el patio del instituto donde estudiaba artes visuales, un caballo en el que se espejaba la pradera. El agua se evaporó como era de esperar y, no obstante, el caballo nunca terminó de secarse. Prueba de ello es el paisaje que permanece, aún dormido, en la mente de Yornel y de aquel patio. Otra vez llenó la ciudad de poemas, fragmentos de Piñera, Artaud, Rimbaud, los incrustó en las marquesinas de los cines y se fue para su casa a tomar té. Todos los días toma té este hombre, y lee poesía o piensa en ella.
Por esos rumbos andan sus obsesiones, extraviadas en el angosto y frágil sendero que deslinda lo textual de lo visual, lo mínimo de lo hondo. De ahí que su obra –porque es artista este manzanillero de origen– sea, a una vez, la medida de muchas cosas contrapuestas: lo enorme y lo pequeño, por ejemplo. Yo no sabría precisar de qué modos caprichosos ha logrado Yornel mantener intacto, luego de la exposición que supone el manoseo con la imagen, ese grado esencial de silencio inherente a la poesía. Quizá tenga que ver con el hecho de que lo visual nunca halla en su trabajo un completamiento último. Se seca a medias como su caballo de agua. Encaramado en la coartada de lo gestual, Yornel lee en voz baja cada poema (como si quisiera, por una intuición muy suya, invocar aquello que Robert Walser le dijera, en Zürich, al director de una sociedad literaria: “Si no leo en voz muy baja, no va a oírse lo que digo”) y lo deja ser, eso lo salva de cualquier desvarío. Entonces dibuja un garabato, o un piano en un iglú, o rasga el Himalaya de un trozo de mármol.
Dice Yornel, con frecuencia, que le interesa la poesía visual, y cuando lo hace uno no puede saber que semejante afirmación, más que una declaración de principios, es un mantra esencial en su vida. Será necesario, primero, hablarle por una hora, una semana (por toda la eternidad), husmear en sus libretas de apuntes, verle pintar las delgadas venas azules que son los “los afluentes del cielo”. Sólo de ese modo es posible comprender que lo poético es un estado ilimitado en él, ritualidad que atraviesa su quehacer de un extremo al otro y condiciona la lógica de sus procesos de trabajo. Y de todo lo demás, por supuesto. Eso también lo entendemos.
Alguna vez me comentó de Marcel Broodthaers, ese belga que fue primero poeta y luego artista tan sólo para penetrar la poesía por una brecha más oblicua. Me gusta pensar que, bien visto, tanto Broodthaers como Yornel han sabido hacer con la poesía lo único que es posible hacer con ella: quitarle peso, leerla, restaurarla a su sitio en la vida, desauratizarla. Nada más, nada menos. El belga la diluyó en la lluvia allá por 1969 , Yornel recogió sus pedazos todavía húmedos y los concentró –cual aleph borgiano– en las veintisiete letras del alfabeto español . Esas letras (tipos móviles) que son de plomo, contienen la literatura del mundo, y también su inverso. Contienen, por ejemplo, las palabras Manzanillo, Fujiyama, té, caligrama, poesía, Yornel. Son todas palabras hermosas que un día quisiera escribir en un texto.