Con casi cien selectas obras de la colección del MNBA, (en)clave Masculino nos plantea una relectura crítica sobre el género a partir de una conceptualización apoyada en dos ejes fundamentales: identidad y poder.
A primera vista en esta muestra se articula una particular tensión entre los roles masculino y femenino. Sin embargo, no se ancla a la facilista intensión de interpelar, sino más bien en evidenciar un contexto histórico que no necesariamente sigue una cronología, sino que indaga en cierto modo en el cómo la identidad masculina dominante se instala en nuestra sociedad con su complicidad y soterrada hegemonía, expresada en tantas esferas como el supuesto poder le permita. Tal cual lo define Gloria Cortés Aliaga, curadora de la muestra: “Así, el dominio del ‘padre’ (hombre/Estado) es ejercido mediante una multiplicidad de poderes –la fuerza, la violencia, el lenguaje, las costumbres, la educación, la religión y el arte, entre tantos otros–, los que inciden en la construcción de la cultura, de las relaciones de género, la clase y la etnicidad”.
Más allá de cualquier consideración de género prevalece gran parte de la tradición pictórica chilena y ciertamente (en)clave Masculino, propone un acercamiento a ese rol que tácitamente se multiplica en una infinidad de significaciones donde la masculinidad se ve clavada a un proceso socio-cultural que va desde el clásico Huaso y la Lavandera (1835) de Mauricio Rugendas, a la delirante Tentación de San Antonio (1984) de Claudio Bravo. Asimilando parte de lo expresado por Ronald Barthes: “El artista compone lo que su propia cultura alega (o rechaza) y lo que desde su propio cuerpo insiste: lo evitado, lo evocado, lo repetido, o mejor dicho: lo prohibido, deseado: este es el paradigma que, como si fueran dos piernas, hacen andar al artista, en la medida que produce”.
En ese tránsito nos encontramos con aquello que es inherente a lo masculino y que nos da las primeras claves en el Marchand d’ Esclaves o La Perla del Mercader, de Alfredo Valenzuela Puelma, donde se subasta el proscrito deseo de los caballeros de fines del siglo XIX, mediante un modelo académico impecable, pero a su vez perturbador en un giño permanente al intento de posesión hacia una esplendorosa e inocente protagonista. Modelo que se replica a su vez en varias féminas retratadas en funciones tan pedestres como peinar una larga cabellera rojiza en Lucette de Julio Fossa Calderón (1920) o en el lienzo de John Christen Johansen, Niña bañándose (1902) y que hasta cierto punto se contrapone a Alsha la hija de las fieras (1900) de Paul Michel Dupuy, donde la muchacha se refugia en esa pueril fiereza propia de un rol que impide develar un genuino poderío erótico y se queda en ese mudo encantamiento, o en la sumisión impuesta por una época donde la trastocada ingenuidad es parte de un doble estándar que habita, tanto en el embelesamiento natural del objeto femenino de deseo, como en la recurrente intención de sublimar todo aquello que tenga que ver con actos lascivos y que se expresa ampliamente en las alegorías mitológicas, que como señala Soledad Novoa Donoso: “Ha respondido a lo largo de la historia a la tradición occidental de representación del cuerpo femenino como objeto de contemplación, cuya temática en ocasiones ha servido de excusa para exhibir modelos de belleza o seducción acorde a los gustos de cada época o, en ocasiones, dando pie a una escena de contenido claramente erótico que están amparadas bajo los relatos aceptados culturalmente”. Hecho constatable en Pan y Siringe (siglo XVI) de Jacopo Palma y en Baco y Venus (1645) de Jacob Jordaens, e igualmente, pero de un modo más bien ambiguo en Orfeo atacado por las Bacantes (1902) de Fernando Álvarez de Sotomayor, y un Orfeo reticente a la compañía femenina o en un Prometeo encadenado (1883), con un enfoque andrógino que instala además un eje relativo a la pluralidad de las identidades desmitificando ese modelo único de ser hombre/masculino y que por oposición se manifiesta en El Sísifo (1893) del mismo Pedro Lira, que despliega una impetuosa virilidad. Fuerza que además se exhibe fuera de lugar en la violentada Muerte de Lucrecia (versión de autor desconocido), quien se suicida tras haber sido violada; asimismo en la obra Hércules matando a los niños (1620), atribuido a Alessandro Turchi, donde la permisibilidad vengativa alcanza ribetes cargados de impunidad.
Más allá de toda transfiguración (en)clave Masculino da cuenta de cómo los roles, independiente de la fisonomía misma del género, se engarzan con lo más representativo de la tradición pictórica universal, y ahí surgen una serie de obras como el clásico Bernardo O’Higgins, Director Supremo (1821) de José Gil de Castro, junto a insignes retratos y autorretratos de varios artistas que son parte de nuestro acervo cultural como el de Julio Ortiz de Zárate o José Caracci; compartiendo espacio con otros modelos estéticos que van no solo ligados a la mitología o a la religiosidad, destacando sobre manera Cristo muerto (1892) de Jean Jacques Henner, La viuda de Jerónimo Costa y La lección de geografía (1883) de Alfredo Valenzuela Puelma, donde sus creadores son verdaderos cronistas y que incluso vemos en Pedro Marianello y Las dos Fridas (1989) que sin duda plantea un cuestionamiento respecto al género, a la violencia y la época en que se crea, y que te lleva a reeditar lo expresado por Susan Sontag: “Lo más hermoso del hombre viril es algo femenino; lo más hermoso de la mujer femenina es algo masculino”.
Una mixtura que en cierto sentido se cumple en (en)clave Masculino, donde no existe especulación, sino una elocuente reflexión en torno al tema, ya que por definición hablar de Masculino o Femenino sitúa a ambos términos en un ámbito de permeabilidad permanente y que dada su amplitud pudiera no agotar las interpretaciones, o al revés restringirlas a posiciones parciales que no reflejen lo que se pretende. Aquí afortunadamente, se deja la puerta abierta a que cada cual descifre algo imposible de dilucidar.