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El día aquel en que llegó la calma

By 14 de diciembre de 2015septiembre 12th, 2024No Comments

Hay un momento inexacto entre los años 2009 y 2010, en el que la obra de Alejandro Campins comienza a cambiar. El cambio se opera de modo silencioso e irremediable, ligado –sospecho– a una transformación visceral en sus relaciones con el mundo. No tengo o conozco una causa puntual capaz de explicar semejante movimiento, no creo que haya algo como eso. De existir, empero, sería una cuestión fortuita, leve y tremenda como todo lo importante. Ese instante en la vida, diría Borges, en el que el hombre sabe para siempre quién es.

Yo creo que Campins, epifanía mediante o no, atravesó algo semejante. Sus piezas anteriores, aquellas de los tiempos del Instituto Superior de Arte (ISA), son desenfadadas, todavía irreverentes. Y no sólo por la cuestión propiamente pictórica (en la que no pienso recalar, dado el caso que sobre ella se ha dicho demasiado, a veces más de la cuenta), sino porque revelan una actitud dinámica y exaltada ante la creación. Una premura que poco tiene que ver con el Campins de hoy. Sin embargo, de alguna manera imprevista, entre el 2009 y el 2010 todo en él empezó a asentarse. Es viable hablar de una ralentización de la experiencia, también de brevedad y silencio. Sobreviene el tiempo de las obras despejadas en el que el paisaje se vuelve un mantra inaplazable. El único, me atrevo a aseverar.

Su trabajo participará, desde entonces, de una suerte de extrañamiento físico que le separa, con tenue displicencia, del receptor, de las luces. Pareciera que Campins hubiese dejado de pintar para el otro, un tercero intruso que sólo sabe mirar desde la distancia. A veces pienso que sus telas lo contienen demasiado y que por tal motivo se salva de sobreexposiciones. Negado a traficar con aquello que le es íntimo, Campins prefiere callar. Se vuelve introspectivo. Escribía Hesse en su Demian, que hay que saber encerrarse completamente en uno mismo, como una tortuga, para preservar algo intacto. Es este, presumo, el gesto fundamental de la pintura de Campins: voltearse hacia adentro; abandonar el sentido escenográfico que suele acompañar al género (a las artes visuales y a la cultura contemporánea).

© Alejandro Campins

© Alejandro Campins

La última vez que hablé con él, en su taller del Vedado, Campins pintaba un cuadro hermoso. A primera vista la obra parecía una escena romántica de finales del XVIII, luego, ya de cerca, resultaba un paisaje extraño, enrarecido. Él no estaba feliz con aquella pieza porque, a pesar de lo desconcertante, ella remedaba algo conocido por todos, sacaba a la luz sus genes culturales y los vicios de la mirada avezada (¿Cómo puedo construir esas escenas que nadie miraría dentro de un paisaje? Se preguntaba). Ese día me contó lo que le obsesiona: su trabajo, que es también su vida. De sus conexiones con la naturaleza, en un sentido metafísico, no ecológico. De la idea del cambio físico dentro del vivir, sus implicaciones estéticas y viceversa. El principio y el fin que contienen el tiempo en sus entrañas. Volvía mucho al tema de las estaciones. Quería hacer unos cuadros relacionados con eso. Hablaba sobre la muerte.

Quizá los caminos de Campins, estos nuevos que han partido su obra por la mitad estén condicionados por sus relaciones con el budismo tibetano. Puede ser. Cuando vi sus piedras por vez primera (piezas alucinantes de levedad), fue eso en lo que pensé. Y en el haiku, es claro. Creo, no obstante, que una especie de predisposición a lo experiencial le acompaña más allá de cálculos o comportamientos aprendidos. Se trata de cosas que lleva consigo, que trae de Manzanillo. Cosas que han estado ahí desde siempre.

© Alejandro Campins

© Alejandro Campins

Él cita con frecuencia a Caspar D. Friedrich –y le gusta hacerlo de memoria, de modo tal que la cita no sea exacta–: “cierra los ojos, mira el paisaje y entonces píntalo, ese es el verdadero paisaje”. Sospecho que, antes de nacer, antes de todo contacto con la pintura, la historia del arte y los artistas, esa frase, con sus inexactitudes y lugares comunes, le fue susurrada al oído. Y es que ella, cual dharma budista, contiene, de una punta a otra, su obra y estilo de vida. Si cierro mis ojos lo veo perdido por allá por Minas de Frío, la Ciudad de los Muertos en El Cairo, San Gimignano. Lo gracioso es que, cuando eso ocurre, Campins no pinta, está sentado en el piso mirando el paisaje que se extiende incógnito y poderoso ante él. Paralizado por la belleza insondable de algo tan común. Yo no sé por qué pienso eso, la verdad, con lo que a él le gusta pintar.