Francisca Lohmann se dedica a pintar las parras que conoció durante su larga estadía en el campo y que tanto la asombraron. Pues este particular árbol es capaz de doblarse, por las cargas climáticas, de formas casi trágicas, volviendo nueva y mágicamente a florecer cada primavera. Es esta demostración de fortaleza aquella que ha creado un vínculo indisoluble entre la artista, la planta y su representación.
«Dibujo las parras antiguas –explica Francisca– no las procesadas en los viñedos de ahora: hay unas parras que son llenas de vida, y otras que son dolientes. Las miro y veo como la carga en los hombros de la mujer… es como una sensación media mística»
Francisca Lohmann hubiese sido obstetra de no haber nacido artista. Ya de niña, por ejemplo, disfrutaba desmesuradamente de las visitas a los museos durante sus viajes a Europa, junto su padre arquitecto, a su madre y hermanas. Sin embargo, jamás habría emprendido una carrera como pintora si, todavía adolescente, no hubiese encontrado la valentía para dejar los cursos de la Universidad Católica y marcharse al campo a pintar hasta sobre trozos de madera. Justamente ahí, muchos años más tarde ya empapada con la vida rural, re-encontró aquella misma valentía en un árbol, cuya capacidad de recobrar vida pese a los cambios estacionales la dejará completamente fascinada. Así, a lo largo de los años, las parras se han convertido sin lugar a duda en el eje de su producción pictórica. “Hace 12 años empecé a pintar parras –recuerda Francisca– Y hoy con las parras viajo a todas parte. Pero si miro la carpeta del comienzo, igual son trabajos relacionados con la naturaleza. Es decir, algunos paisajes, el cielo, el mar, la Cordillera, las flores o unos caballos. Hasta que llegué a las parras. Fue un proceso largo –reflexiona la artista– donde quise ser yo misma, aunque me equivocase o me cayera. Fue como cuando uno aprende a escribir y con los años las letras se vuelven como uno las quiere hacer. Es la libertad que tú te vas dando. Pues la pintura es como la vida”.
Y es que, tal vez, Francisca Lohmann no hubiese sido pintora de no estar profundamente enamorada de la naturaleza. De hecho, durante los veintiocho años en los que vivió y saboreó el campo, pudo pasear a menudo por los viñedos gozando de las mutantes tintas con las cuales se manchan las hojas según el periodo del año, haciéndose experta en los matices que cada uva conlleva en su alma, perdiéndose, de pronto, en los perfiles de estas plantas tan intrépidas y resueltas. Pintándolas, finalmente.
Y es que lo hizo, durante la última década, en cualquier formato, desde los más pequeños hasta los más grandes, sobre cualquier soporte, desde el simple lienzo para llegar a la madera, con cualquier técnica, desde el óleo al carboncillo, y a través de cualquier estilo, desde una tensión casi impresionista hasta representaciones puramente zen. “Dibujo las parras antiguas –explica Francisca– no las procesadas en los viñedos de ahora: hay unas parras que son llenas de vida, y otras que son dolientes. Las miro y veo como la carga en los hombros de la mujer… es como una sensación media mística. Esta fortaleza que tienen para aguantar en el invierno crudo, ahí, intactas, sin moverse; y después florecer maravillosas en primavera. Luego sus frutos que son tan nobles. Y estas mismas parras en otoño son igual de espectaculares, porque en ellas están todos los colores de la paleta. Es que –concluye– existe algún vínculo entre las parras y yo, que se produce y es muy especial”.
Hoy Francisca Lohmann ha vuelto a Santiago y, de no haber construido este vínculo tenaz, probablemente no podría entrar a su taller y seguir pintando parras con el puro poder de la imaginación. Y tampoco podría lograr re-florecer su creatividad e insistir en un inagotable proceso de crecimiento artístico, si todavía no se asombrara, al igual que en su juventud, cada vez que cruce el umbral de una feria o de un museo. “Me dejo mucha libertad para expresar las parras –subraya la artista–. Según lo que yo siento, según el minuto que estoy viviendo elijo el colorido, la paleta y todo. Pero, aunque lo haya estudiado mucho, está en el alma más que nada. O sea que te nace desde dentro. Depende del momento en el que yo me enfrento a la tela, o al bastidor: pues sin mucha preparación, simplemente fluye… Hasta a veces salen cosas casuales, y las dejo. No hay nada de esquematizado”.
Pues, al fin y al cabo, la experiencia pictórica de Francisca es identificable con una larga senda. Una de aquellas que recorría en el medio del campo, entre las parras. Es un descubrimiento, un lazo, una amistad. Es tanto estudio y emotividad como elección y lucha. Es una niña que se alegra con Monet y una mujer que se encierra en su taller. Es una obstetra que quiere ser pintora. Es una caligrafía todavía en desarrollo. Unos apuntes sobre la pared al lado de una paleta salpicada. Un trazo nuevo, sincero, siempre personal. Es una planta, un símbolo. Una metáfora de la vida. Una metáfora de ella misma.
Y, de no ser así, pues no sería Francisca Lohmann.