La trayectoria artística de Pablo Rivera se podría condensar en la imagen atemporal de un viaje de ida y vuelta, desde la casa en Viña del Mar, donde transcurrió los años juveniles, hasta el taller santiaguino del máximo referente a nivel pictórico que tuvo: su padre.
«Este ‘redescubrimiento’ fue aquel que, de alguna forma, marcó una evolución estilística en su obra: porque, si bien nunca dejó el armazón técnico paterno, es cierto que abandonó aquellas representaciones abiertamente paisajísticas, para concentrarse en puros ‘trozos’ de los lugares representados»
Y así, desde la capital, donde sucesivamente empezó a trabajar en el sector bancario, nuevamente de vuelta a los cerros de Valparaíso; aprovechando cada momento libre durante los últimos veinticinco años para buscar, hallar, y finalmente pintar, aquellos escorzos porteños que hoy constituyen la serie Rincones de Valparaíso.
“Algunos fines de semana, cuando yo estaba viviendo en Viña, iba a la casa de mi padre, en el barrio santiaguino de Vitacura –cuenta Pablo Rivera– donde tenía un taller fabuloso repleto de bocetos, pinturas y cuadros. Yo llegaba temprano en la mañana en autobús y empezaba a observar su trabajo: como pintaba mientras ponía música clásica como Beethoven o Chopin. No se me olvidará nunca –sigue el artista– el olor de la pintura, del óleo, del aceite. Y quedé realmente fascinado a pesar que no pintaba».
Hasta que una mañana, por primera vez, Pablo se puso a prueba con pinceles y paleta pintando un imaginario bodegón. Ni decirlo. Fue el origen concreto de su carrera como pintor. Los conocimientos de un artista paisajista, técnicamente heredero de cierta tradición flamenca. “Ahí me entusiasmé, y comencé a pintar los botes de los pescadores en la caleta Portales de Valparaíso –relata– y después pinté pequeñas marinas en Con-Con. Y cuando alcancé el dinero para comprarme los materiales, hace veinticinco años, partí constantemente a pintar todos los fines de semana. Con energía. De seis a ocho horas el sábado y el domingo. Inclusive mis vacaciones. Y, como tenia plata suficiente para viajar desde Santiago, me fui a recorrer varias partes de Valparaíso…».
De hecho, Pablo Rivera, volvió a subir aquellos cerros que tanto lo fascinaron cuando –aún chico– peregrinaba con sus amigos al salir del colegio. Y volvió a observar meticulosamente aquellas arquitecturas, tan únicas en Chile, que ya había grabado en su mente durante las numerosas tardes de juegos por los callejones. Ahí Pablo Rivera volvió, finalmente, a impregnarse de aquel espíritu porteño tanto húmedo y neblinoso en la mañana, como cambiante y chispeante al atardecer.
Y es que este “redescubrimiento” fue aquel que, de alguna forma, marcó una evolución estilística en su obra: porque, si bien nunca dejó el armazón técnico paterno, es cierto que abandonó aquellas representaciones abiertamente paisajísticas, para concentrarse en puros “trozos” de los lugares representados. Es este un fortalecimiento del concepto de “parte dominante”, o sea la individuación de aquellos elementos que constituyen el núcleo compositivo. Así sus lienzos representan una puerta y un goterón, una ventana atrancada, un cierre metálico entreabierto. Es decir, aislados momentos, estímulos peculiares, encuadres bien medidos, que, sin embargo, encajan todos dentro de la más general realidad histórica de Valparaíso. Es, en fin, un paisaje porteño, aunque representado a través de decenas de lienzos.
“Hago bocetos rápidos y uso la fotografía como referencia –explica Pablo– Por el asunto de la arquitectura típica de Valparaíso, porque mentalmente la puedes alterar. Luego, la mala acostumbre es copiar. En cambio yo no estoy copiando, estas son mis creaciones, aunque siempre manteniendo la arquitectura. Porque –continua– un falso artista, que sigue copiando fielmente, crea una obra apagada; mientras que el verdadero crea su obra a través de la mente».
Al fin y al cabo se trata de mezclar sabiamente historia e imaginación. Y, si justamente las menciones históricas aparecen en la franqueza de las construcciones representadas; pues hay que subrayar cómo Pablo Rivera vuelca toda su creatividad en la elección cromática: no será casualidad que un elemento fundamental en su trabajo sea el empleo solamente de pinturas al oleo, particularmente aptas para otorgar a los colores una vivacidad de otra forma inalcanzable. Y el resultado, lejos de ser una fría copia de la realidad, entrega al público unas imágenes que logran, igualmente, relatar a la perfección la ciudad de Valparaíso; dejando que su singularidad emerja espontáneamente.
“Valparaíso tiene muchas cosas para pintar; –afirma el pintor– y yo diría que los artistas que empiezan a pintar pueden encontrar dificultades en hallar temas para traspasar a los cuadros. En cambio yo –concluye– llevo casi tres décadas porque para mi es más fácil encontrarlos a simple vista”.
Será exactamente por esta razón que Pablo Rivera todavía insiste con sus regresos a la costa porteña, aún empinándose por los cerros envueltos en la niebla matutina. Sin embargo, frecuentemente, tiene que volver a Santiago, emprendiendo así, concreta y metafóricamente, aquel viaje que lo llevaba hacia el aprendizaje del oficio pictórico. Idas y vueltas de una vida de artista.