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Andrés Isaac Santana | Permanencia

By 18 de mayo de 2017No Comments

El próximo viernes 19 de mayo, a las 19 horas se inaugura en el Museo de Ciudad Real-Convento de la Merced, España, la primera gran retrospectiva del artista mexicano Alfredo Castañeda, comisariada por el crítico y curador cubano, residente en Madrid, Andrés Isaac Santana. A propósito de esta muestra, que se organiza bajo el hermoso enunciado “El otro que lleva mi nombre”, publicamos aquí algunos de los textos e imágenes de las obras que hacen parte de su narrativa curatorial.

Permanencia

Trascendemos en aquello que construimos, en aquello que fundamos a través del amor y de los sueños. Permanecemos en la infinita textura de nuestra obra que existe más allá de toda voluntad humana y divina, permanecemos en las dispensaciones del pensamiento que regalamos a los otros, permanecemos siempre que haya alguien que nos piensa y nos mantiene vivos. Vivimos allí donde ya no estamos, vivimos en ese espacio delicioso que es el recuerdo. Vivimos, para siempre, cuando los que quedan no permiten jamás que ese otro que lleva mi nombre alcance el lugar de la muerte. Morimos sólo como resultado de una construcción o de un accidente. La muerte es la dialéctica de negaciones y de olvidos, es sólo aquello que ocurre cuando no se te piensa, cuando te exilian del lugar de los sueños, cuando se te expulsa del dominio de la literatura y del verso. El otro que lleva mi nombre se escribe como un acto de afirmación y de permanencia. Es esa misiva que no se redactó nunca o que, por el contrario, se escribió todos los días. El otro que lleva mi nombre es, por encima de todo, más allá o más acá de cualquier pretexto, un homenaje al amor, donde el arte juega el papel de la seducción y de la desobediencia. Esta muestra desea celebrar el valor de una vida entregada a las cosechas bienaventurada del arte; pero celebra –también- la estatura de ese otro que ama y que vive -a través y únicamente- de lo que hacemos y engendramos a merced de ese poderoso sentimiento que nos rebasa y nos amansa, que nos esclaviza y nos redime.

La obra de Alfredo Castañeda es una suerte de sanación en un mundo de terquedad y de exterminio; una suerte de alivio frente a la locura de un tiempo cultural que se supedita a las maniobras del espectáculo y del ruido. En ella habita el eco de la epifanía y de la concordia, el concierto de voces que, desde la poesía, recuerdan la grandeza del espíritu humano. La obra de Castañeda, insisto, refrenda el más puro gesto de reconciliación entre el yo y el mundo; entre el ser y la nada, entre la pintura y la escritura. Estas piezas disfrutan de la enorme facultad narrativa de contar miles de historias, pero por sobre todas esas narraciones presumibles se advierte una que se sella como el tatuaje indeleble en el cuerpo de la pintura. Esa es, precisamente, la historia de una pasión, el relato de ese amor que acompañó a su ser y a su obra, entre suspiro y suspiro: Hortensia, su amor, su gran amor.

Hortensia es una flor, pero fue y es, EL AMOR, el gran amor de Alfredo Castañeda. Y no se me ocurre una razón argumental de tanto peso y sostenibilidad en el relato visual de este artista, que el dibujo permanente de esos rostros de la pasión y del deseo. Por una extraña coincidencia que no alcanzan a explicar los oráculos ni el destino mismo cuando se pulsa su interpretación según la exigencia de una racionalización instrumental, descubro que la Hortensia es una flor que bien crece si es acariciada por la sombra. Solo podría sobrevivir frente al exceso de sol en espacios donde la humedad resulta muy alta. En las zonas más frías ella dispensa un recurso que, como la mejor de las alegorías, recuerda a la figura de la mujer esposa y de la madre. Sucede que, en ese afán protector, tan propio de quien dispensa altísimas cuotas de amor, ella cubre sus tallos con las hojas ya secas para resguardar su fruto frente a la inclemencia de las heladas tardías que amenazan a la primavera. Semejante paralelo entre la flor Hortensia y la mujer Hortensia, es solo un accidente digno de la mejor poesía, de la más audaz y fina de las especulaciones inimaginables y literarias.

En lo personal, y una vez que mi encuentro con esta magna obra se dio a través de sus ojos y de sus narraciones, me cuesta entender la densidad y naturaleza de estos signos sin pensar en esa mujer –mayúscula en su amor y en su fortaleza- que me abrió las puertas y me colocó en el camino frondoso de esta particular y sobrecogedora iconografía. Si algo define, en términos de contenido y de ambición humana la obra de Castañeda, no es otra cosa que la gran admiración que ella misma dispensa por el saber renacentista y el culto fervoroso (y verbal) a los sentimientos más encumbrados que determinan nuestra más noble ontología. Estas piezas, concebidas, como un ejercicio de poesía resultan una declarada introspección en los acordes del alma, una suerte de exploración mística en los recodos de esa tempestad que alimenta lo que somos: existencia, luego polvo.

Observamos una obra que es deliciosamente fina y sutil. Fina en su disposición formal y en la agudeza infinita con la que la materia se trueca en poética; sutil por el modo de contarlo todo bajo la apariencia de decir poco o nada. Abundantes son los sujetos (el sujeto, casi siempre él mismo) y abundantes son también las miradas que habitan en este mundo suyo. Es tal el grado de abstracción que en ella se resuelve que -en su conjunto- estas obras parecieran convertirse en esa suerte de paraíso perdido; un texto, por si mismo autónomo, que va relatando por partes, el instante en el que el hombre es trascendido en su animal humanidad por la tiranía del instinto. Quizás por ello, quizás, insisto, por ese “estado de superficie”, se asocia su iconografía a la densidad del surrealismo fantástico. Sin embargo, si observamos en detalles su hacer, no resultaría del todo equívoco considerarle un artífice del realismo. Y lo es porque, a diferencia de la digresión surrealizante, Castañeda, al contrario, se convierte en un suspicaz relator de esas zonas conflictivas en la que “nuestra condición” se discute una y otra vez proyectando su sombra o su reflejo en el ruido especular que armonizan la vida y su curso.

Una solemnidad manifiesta rivaliza con la voluptuosidad que estas obras proyectan, teniendo así la suerte de no descubrirse ancladas ni la verdad, ni la mística, ni el absoluto. De ese diálogo de contradicciones y de arrebatos, nacen nuevos hallazgos que terminan por revelarse como otros abismos, como espacios narrativos donde poder hundirse para navegar de nuevo. Estas obras, reunidas hoy aquí y al amparo de tan bello título, han de ser leídas, si acaso, como el breviario de momentos únicos o como un estado de sostenidas herejías fulgurantes.

– Andrés Isaac Santana

Hola, Alfredo

El otro día estaba tomando una cerveza contigo y, de pronto, ya llevas seis años muerto. No te perdono. Te fuiste sin decirme nada. Esto no se le hace a un amigo. Lo considero una traición y no me sirve de consuelo compartir tus funerales con tu familia y los amigos reunidos recordándote. Convocándote, diría yo, para tomar con nosotros una copa más. O de más. Como cuando celebrábamos en tu casa aquellos Años Nuevos que, ya hace muchos años, dejaron de ser nuevos.

Sigo sin aceptar que murieras aunque te siga viendo en tus cuadros como en un espejo en el que siempre seguirás vivo. Ese es el mágico privilegio del auténtico artista. Pero, a veces, casi es peor. Porque cada vez que la mirada se sale del marco para reencontrase con eso que tú y yo nos resistíamos a llamar realidad, al mirar alrededor, ya no estás. Como quizás tampoco tuviste en vida el reconocimiento que te correspondía, como si la fama se hubiera mostrado huraña con el que tan secretamente supo guardar su secreto. Pero no voy a hablar de las excelencias de tu pintura. Ya lo he hecho en otras ocasiones y siempre me ha parecido insuficiente. No hay etiqueta para tu obra. Sigue sin haberla. Que cada cual se las arregle como pueda. Un universo interior es tan complejo e inabarcable  como los espacios siderales y el humo de la fama no apaga el fuego de la pincelada. Me cuentan, por cierto, que en tus últimos lienzos utilizabas el cuero de viejas encuadernaciones y dicen que los hongos, o yo qué sé qué, afectaron a tus pulmones. No deja de ser otra reveladora paradoja el que hayas muerto en combate con tu arte como en un campo de batalla.

Has ganado el reposo del guerrero, querido amigo. No volverás a morir nunca más.

– Gonzalo Suárez

ALFREDO CASTAÑEDA ITURBIDE

(Ciudad de México 1938 – Madrid 2010)

Alfredo Castañeda Iturbide nació en La Ciudad de México el 18 de Febrero de 1938, hijo de Alfredo Castañeda Andrés y de Clara Iturbide Oseguera, vivió en casa del abuelo paterno rodeado de personas para las que dibujar y pintar era parte de su vida diaria, era una forma de existencia. En 1956 ingresa a la carrera de Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México. No era que tuviera particular entusiasmo por la arquitectura, pero al escuchar los consejos de su padre se despertó en él cierto interés, y en un momento llegó a pensar que ese podía ser su camino. En esos años la pintura se mantiene como una escapatoria personal.

Ya en 1969 Castañeda se entregó por entero a la pintar. Ese año prepara la obra de su primera exposición en la Galería de Arte Mexicano, en la que presentó óleos, acrílicos, dibujos y collages. Esa fue la primera de tantas exposiciones que ha realizado en la Galería durante los últimos 30 años. En 1969 también participó en la exposición colectiva The Mexican Mystique, en la Galería J. Walter Thompson de Nueva york. En 1971 produjo la obra para la primera muestra individual en el extranjero presentada en Lambert Gallery de Los Ángeles, California, EEUU. Al mismo tiempo representó a México en la Exposición Der Geist des Surrealismus, en Colonia, Alemania.  Expuso junto con Leonora Carrington, Alberto Gironella y Wolfgang Paalen. En 1972 presenta una importante exposición en el Museo de Arte Moderno en México y el año 1973 su obra se expone en importantes sitios como el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, en la ciudad de Monterrey, en el Colegio de México, e ilustra varios números de la revista Diálogos. En 1980 viaja a la ciudad de Wilmington, en el estado de Delaware donde reside un año.

En 1981 regresa a la ciudad de Cuernavaca en su país natal y continúa  trabajando con la Galería de Arte Mexicano; varias de sus obras son seleccionadas para participar en exposiciones colectivas como la  Mexican Masters, The Young Generation llevada a cabo en la Galería Signs de Nueva York. En 1983 comienza a trabajar con la Galería de Mary Anne Martín en Nueva York alternando anualmente con la Galería de Arte Mexicano y exponiendo en otras prestigiosas galerías.

Llega a Madrid, España, en 1991, donde traslada su residencia permanente junto a su familia. Su obra es presentada en la feria ARCO de Madrid 1993, en donde logra destacar por su propuesta temática. Hasta el año 2009 continúa pintando y exponiendo sus obras en México, Nueva York y El Salvador con la señora Rhina Avilés en La Galería Espacio.