“Es el final y es el comienzo de tanto que has pedido.
Nunca debiste confiar tu corazón en alguien más”.
– Jorge González.
El desengaño no sólo desde el desamor, sino con la vida que sin motivo te pone a prueba dan origen a Sin Lágrimas ni culpa, muestra donde Zaida González escenifica a través de 30 piezas el entrecruce de muchos dolores que se exhiben en la Fotogalería Arcos.
Casi como un acto reflejo que te condiciona ante el dolor, Zaida González Ríos (1977), crea todo un linaje de personajes entre familiares y amigos que sin percatarse conforman un estilo fundamentado en el flash –back escénico de su propia existencia, pero además con quienes comparte un veleidoso destino–, el que por consecuencia da forma a una estética centrada en el asombro y que tiene directa relación con esa postura dual que en una suerte de expiación toca desde lo pagano a lo sacro. Lo anterior se ejemplifica en ese altar donde se cita tanto a las deidades interiores, personificadas en las fotografías de los parientes muertos y acompañadas por la conocida performer “Hija de perra” y “Maneki-neko” o «gato de la fortuna», un fetiche transculturizado que potencia el carácter profano de este púlpito que se decora afanosamente con peculiares ofrendas, entre las que destacan sapos, calaveras, juguetes, velas y flores. Siguiendo la usanza ornamental mexicana de adoración y santería que en este caso da realce a una divinidad ambigua inspirada en Ignacio, su amigo recientemente fallecido, quien acaricia a un gato como parte de este trance sin lágrimas ni culpa, engalanado con ese floreo hondamente latinoamericano donde el dolor es coronado por coloridas guirnaldas como un lamento permanente que se lleva por dentro, como una oculta procesión.
Queda claro que Zaida González posee un talento innato para hacer de lo superfluo un recurso que opera en su favor hasta convertirlo en un sello característico venido de su instinto –sagazmente femenino–, sus obsesiones y dolores vividos en carne propia, agudizados por su capacidad para retratar realidades intrínsecamente humanas. Como esa pareja trastocada por la monotonía, que se bambolea entre el amor y el odio o, quizás, por el ocio de una relación incapaz de admitir su derrota. Dicho simplemente, siguen juntos tras un titánico esfuerzo que la artista devela con penetrante agudeza al exponer la impía piel del desengaño, a través de una avalancha de recuerdos ingratos representados en ese lienzo de feliz cumpleaños o ese árbol navideño dejado de lado, junto a esa mujer desolada con un globo de Mickey Mouse en sus manos y que no titubea en decirnos entre líneas “mejor sola que mal acompañada”.
Lo singular en Zaida, es que no va en busca del canon clásico de belleza femenina, sino que se sitúa desde la otra vereda: la real. Desde ahí moldea a cada una de sus divinidades domésticas, con sus fetiches a cuestas. Objetos de culto y veneración con los que crea una serie de coloridos retablos kitsch fundados en una renovada creencia: el empoderamiento. No obstante, es importantísimo distinguir que no sólo su hacer circula en ese afán, sino también en lo expresado en las cartas que los acompañan: “En este momento, lo que más anhelo es estar a tu lado para borrar de una vez por todas esta desesperación de no poder verte, que ya se ha transformado en un suplicio tan grande que es casi un dolor físico. ¿Qué encontraré al llegar? ¿Me seguirás queriendo igual?”, señala en una de ellas. Dejo de inseguridad que muestra además del miedo acérrimo a la infidelidad, una inminente pérdida.
Por cierto, no escatima recursos para fantasear con la fusión de la figura femenina y la descollante imagen félida de esas mujeres con cabeza de gato, símbolo de fiereza, representada en esa pussy cat que se repite sin discreción hasta convertirse en una criatura altiva que no dudará en blandir su machete si algo no le parece. Está muy consciente de que su poderío se amplifica al marcar territorio y al querer ser la dominatrix de tiempo completo que deja entrever un recurrente sentimiento de abandono, que intenta compensar con socarrona ironía y animalidad divina como respuesta a una superchería colectiva, pero a su vez inmensamente íntima.
Un acto de contrición sublimado por esa diosa unicornio invertida y virtualmente claveteada a una cruz de corazones de globo rosa-chicle, como parte de un sueño incumplido que recorre esta muestra rodeada de una aureola venida de esas coloreadas fotos de antaño, representativas de una época en que el color era una quimera tan inalcanzable como mantener encendido el brasero del amor o esta estresante existencia, retratada certeramente por su hermano Jorge: “Es el final y el comienzo de ese dolor que llevaste por la vida”.
Embates con los que Zaida González da un paso adelante, pues recaba en lo profundo de nuestra identidad latina, chilena y kitsch que vemos en las poblaciones expuesta sin desdén y donde se reverencia el dolor mediante el gemir del color. Hecho que además complementa con esa serie de fotos sacadas desde el celular y que engalanan un muro completo con sus lamentos más personales. Milésimas de segundo en la cual la artista registra y se repite a sí misma: no voy a llorar, no voy a llorar, expulsando remordimientos y culpas para crear una escenografía donde retrata agudamente el dolor.