Fabio Soto | Las trampas

Virtuosismo y elegancia, esos parecen los signos más visibles de la poética visual a la que el artista cubano Fabio Soto, ha dedicado sus mejores años. Sin embargo, esos, precisamente, puede que resulten, al cabo, los signos más pedestres y menos interesentes frente a lo que entiendo como la corroboración y el ciframiento de una delicadísima trampa. Una trampa en toda regla una vez que a la contención y mesura de esa rigurosa geometría, casi aséptica, Fabio no puede –se le hace imposible– disimular sus marcas y ademanes barrocos. La obra, en su horizontalidad exponencial, no puede negar el vértigo de ese ser barroco que habita tras cada una de esas superficies. Se cumple así, por suerte, esa extraña premisa de que el arte es, antes que nada, el ejercicio travesti de una simulación concertada entre los dioses y los hombres, entre el yo y el espejismo de su multiplicación. El escrutinio cuidadoso en lo que podríamos presumir como las claves de una hermenéutica muy propia, desata, de facto, el impulso especulativo que habita en todo crítico a la hora de trazar los caminos azarosos y fecundos de una exégesis más o menos liberadora.

Renacer, 2014, acrílico sobre tela, 40 x 40 cm.
Renacer, 2014, acrílico sobre tela, 40 x 40 cm.

Sus piezas, impregnadas de una suerte de mesura, pero también de cierto vértigo, no aburren. Porque en ellas, pese a esa radical asunción del orden como índice estructural sobre el que se articula el decir de cada obra, se descubre una singular fuerza dramática de compensación entre la superficie y su revés. Una especie de tensión eterna entre los roles activo y pasivo, femenino masculino, clásico y barroco. Esa trama de relaciones de opuestos no es sino la certificación ansiosa de la búsqueda permanente de un deseo, o sea: convertir la obra en el obscuro objeto de un deseo inconfesable. De tal suerte busca asaetar la experiencia mundana desprovista de suficientes afectos hacia lo bello y forzar así la realización del placer por medio de la vista. Es en ese umbral donde se cruzan la frustración y el goce, a modo de estrategia de permanencia, en el que se realiza en plenitud esta obra. Y es que toda ella, insisto en mi argumento, no es sino el resultado de una manera de vivir y de ser. De ahí, por tanto, que su sello no sea el del espíritu radicalizado en la pureza más o menos convincente de formas limpias y bellas, sino el de la pulsión –casi sexual– que ha impulsado siempre el decir de nuestra genética barroca y cimarrona.

En un alarde de mayúscula interpretación culturológica y refiriéndose al entendimiento de lo clásico como parte consustancial del ser y del espacio latinoamericanos, Rufo Caballero, quien fuera (es) uno de los más elevados críticos y ensayistas cubanos, expresó “Lo clásico no es nuestro enemigo: es factible, dable pensar una América clásica, pero una América que abstraiga, extraiga, entienda su clasicismo de sí, de su recurrencia, de lo que en su mismo discurrir ha devenido modélico, conducente a las mayores revelaciones, y que puede o no trenzarse con la tradición de Occidente, más no tenerla por modelo del modelo. Al abstraer nuestro propio modelo de la clásico, ¿qué otros indicadores pudieran desalinear el contenido de lo clásico-americano; qué otros índices podrían asentar un nuevo concepto de un clasicismo americano que viaja por los tiempos y escapa de ellos ascendiendo al Aleph de su mas asidua e intrincada ontología?”

Amar las cosas simples, 2014, acrílico sobre tela e hilo de algodón blanco, 60 x 60 cm.
Amar las cosas simples, 2014, acrílico sobre tela e hilo de algodón blanco, 60 x 60 cm.

Tal apuesta explica esa necesidad de interrogarnos permanentemente, lo mismo que interrogar la superficie de cada obra más allá de ella misma, reverberando el desvío retórico que alcanza a decirla, a nombrarla, a modelarla por encima de la tiranía de lo meramente descriptivo. La interpretación de una obra como la que propone este artista, no deja margen a un ramillete muy amplio de opciones. De ahí que muchos opten por el relato, bastante estéril, de hacer la genealogía de la abstracción geométrica aquí o allí, sin mayores miramientos ni amagos de tono ensayístico. De cuanto he leído sobre su hacer, extraigo solo una urgente conclusión: queda todo por decir acerca de esta obra. Su inscripción en un paisaje historicista o la descripción palmaria de su obviedad física, poco o nada aporta al re-dimensionamiento su logos. Toca siempre al pensamiento avisado extraer y abstraerse. Es desde ese lugar que no negocia con el miedo al juicio ajeno sino que disfruta del placer infinito de decir y de decirse, desde donde resulta posible la especulación desenfundada y aviesa acerca de los asideros de una poética. Es allí donde la auténtica escritura copula con la obra sin doblegarla ni responder solo a su demanda, sino fundando –ella misma– su mundo, su horizonte de especulación y de realización.

En relación con el espacio de lo erótico esta obra de Fabio tiene mucho que decir, o al menos eso parece. Se observa en su relato una diversificación (y repetición) de figuras y formas que alternan –como los amantes pervertidos y perversos- sus posiciones en la gimnasia sexual. La similitud, la proximidad, el roce, la distancia y la veladura, potencian ese ritual en el que el sujeto fálico persigue el objeto escurridizo de su deseo en fuga. El formato es, aquí, un indicio básico de una dramaturgia mayor. La imaginación del que mira es –ahora como la noche– ese territorio en el que todos los gatos somos pardos. Toda esta obra se revela como una gramática de insinuaciones y de revelaciones –casi freudianas– de un ser que observa el mundo de afuera con la amabilidad de su mirada. Lo roza, intenta poseerlo en la reconciliación de lo geométrico como falso modelo de estabilidad. Pero esa vida, que se proyecta como una cinta en un cine oscuro, se escapa, se fuga hacia sitios extraños en los que se celebra la epifanía de las aboliciones.

Tal vez por ello toda lectura de su imaginario tendría que partir de esa asociación, no menos peligrosa, entre la obra y el ser que la habita. Tendría que entender esos dones de la noche que la determinan y prefiguran como el espacio de planificación del Eros, entender esa hora en la que somos el amante, el navegador, el poeta, el creyente, el pecador, el furtivo, el insomne, el loco. Las relaciones –infinitas y a veces inasibles– que se tejen en el centro hermenéutico de sus obras, se truecan en pistas, en pesquisas de tono literario que parecieran apuntar a la escritura de una biografía: la suya. El joven crítico cubano Alejandro Condis, en un paralelo entre formas y vida, entre pigmentos y su estampación en superficie, escribía: “(…) parece que existe una vocación universalista. Universalista porque pareciera que este artista ha encontrado en los fuertes contrastes o en la monotonía del pigmento plano un lenguaje que lograra englobar, al unísono, las dos realidades paralelas que circundan su vida: la de su Cuba natal y la de la tierra italiana que ahora lo acoge y abraza”. Este hallazgo, sin duda, resulta pertinente desde la viabilidad de una crítica más emotiva y quizás más impresionista, deliciosamente impresionista. Esa que reconoce la obra como una resultante de una instancia cárnica, orgánica, visceral. Semejante especulación satisface mi lectura de la misma, me conecta con otras maniobras de arbitraje del signo estético desprovistas de la jactancia bulímica de ese modelo de racionalidad que excluye el arrebato de las almas.

Efectivamente creo que esa exégesis tiene mucho más que ver con los mecanismos, siempre conflictivos, de escritura de la memoria que con la rancia interpretación historicista que busca de manera frenética una conexión inmediata entre el signo y sus posibles emplazamiento. En el ámbito del ahora, donde el presente se ve asediado por una perentoria necesidad de salvaguardar el pasado, esa relación entre ambas espacios culturales, por antojadiza que parezca, no resulta del todo un accidente de la hormona. Los seres que vivimos el (del) exilio, nos vemos abocados a la conquista de un futuro plausible. Pero esa meta está atravesada por una tortuosa redefinición y ampliación de nuestro yo en el mundo, un rediseño continuo de nuestra voz y de sus arcos tonales. Nos debatimos en la ansiedad de la definición que halla en el trato directo con la identidad escindida un escenario tan dramático como rico en producción de sentidos y de narrativas. Ya lo reconocía la enorme María Zambrano al escribir que el exilio tienes sus dones. Y sí que los tiene y los dispensa con esmerada fruición a quienes necesitados se descubren de ellos. Somos capaces de atisbar ese lejano horizonte y de fundar maniobras infinitas para conservar la fe en lo que somos.

En la vida casi todo tiene sentido, 2014, acrílico sobre tela, 60 x 50 cm.
En la vida casi todo tiene sentido, 2014, acrílico sobre tela, 60 x 50 cm.

En ese sentido no es de extrañar que en este despliegue de obras, donde las geometrías colapsan en la apoteosis de un coito cósmico, se cifre la historia de una vida, la de Fabio Soto. Pero no sólo la de este, ni mucho menos. Puede que estas piezas sean, al cabo, los fragmentos de ese puzzle universal sobre el que se organiza el azar de nuestras vidas, la de muchos. Esta afirmación pareciera un artificio que responde a esa subjetividad explayada en la lectura de los signos y de sus apariencias; pero no lo es. Es la sumatoria de raras relaciones de conveniencia y de especulación que aseguran para sí el beneficio de la superposición de traumas, de hechos y de narrativas diferentes y parecidas a un mismo tiempo. Si no fuera por esa delirante capacidad de afrontar el pensamiento como un espacio de relaciones yuxtapuestas y desordenadas, ya estaríamos muertos. Yaceríamos en el reino de las normativas estériles y de los prospectos inocuos.

En la simultaneidad y en la secuencia concatenada de estos paisajes geométricos, que saltan del dominio bidimensional para abrazar, también, la órbita objetual, recala la mirada de un artista desde la que será posible alimentar otras elaboraciones de lo que somos. La obra de Fabio, lejos de su esteticismo palmario, es así responsable de un devenir, es responsable de perpetuar, a su modo, una historia. Ella no solo ha de satisfacer la lujuria de paredes blancas en las que certificar su existencia, tal cual ocurre con los encargos industriales que luego de su uso engrosan el mausoleo de la escoria significante. Ella –su obra– debe seguir de un modo firme en el diseño de un abecedario de revelaciones y de asociaciones. La nuestra es una identidad en perspectiva, reacia al fetichismo fundamentalista de los lugares y accidentes comunes. Esa identidad galopante, traviesa, deseosa de la mascarada y del travestismo no es sino la reverberación de un ánimas que nos trasciende y nos rebasa. No importa entonces si esta geometría le resulta estéril a algunos o virtuosa a otros. Eso poco importa. Importa, y mucho, el modo cómo una obra es capaza de actualizar verdades estéticas que se fundaron en otro tiempo y que muchos, pese a la densidad de cierto conceptualismo hegemónico cuyo ejercicio rechaza la belleza advertida como corrupción, siguen cultivando con un estoicismo y con una mesura fuera de serie.

Tratar de ver la poesía. 2014, acrílico sobre tela e hilo de algodón negro, 60 x 50 cm.
Tratar de ver la poesía. 2014, acrílico sobre tela e hilo de algodón negro, 60 x 50 cm.

Habría que envidiar ese espíritu de resistencia, que no se reduce a los modelos inoperantes de lo original y de sus presuntas copias. Sobre todo ahora que a tal noción de la más alta modernidad, se le han decretado infinitas defunciones. Atribuir a la originalidad una significación o hacerla ver como una lógica inmanente de un devenir de los hechos estéticos, supondría admitirla como una rara providencia. Y esas no son más que futilidades de una axiología academicista que se retuerce sobre extraños criterios de legitimación y de validación. Si nos habituásemos a mirar más allá del contenido específico del soporte, muchas obras inscritas en la escena contemporánea del arte adquirirían muy otros sentidos. Quienes se afilian solo al orden retiniano como esfera de valor, protagonizan un tipo de crítica que se resuelve, únicamente, en la disertación de elementos y de sentidos en estricta relación con la superficie. Es torpe pensar que la verdad de la obra reside o depende solo de su cuerpo físico, de su materialidad. Por desgracia una amplia zona del pensamiento crítico accede al arte desde asentimientos y adhesiones que no dejan de resultarme alarmantes, todas vez que solo parecen ver lo esencial en aquello que no escapa al ojo. De tal suerte preñan la escritura sobre el arte de ejercicios críticos autómatas, instrumentales, erráticos y palmarios. ¿Pero de qué eran (son) culpables sino de ejecutar esas visiones con arreglo a unos decretos pocos menos que ortodoxos? Y es ahí donde tiene lugar el crimen. El crimen de la aniquilación y del extravío. En su defensa, Fabio toma el camino independiente. El de hacer valer su deseo de producir el arte, más allá o más acá de todo pacto con la voz e instancia de la escritura, si bien es consciente que depende –también– de ella. Depende de ella para certificar una existencia. Sabe que toda apología, que toda hipérbole celebratoria deviene, en la espesura del tiempo, en una suerte de asesinato. Pero como no existe un gran carácter que no tienda siempre a la exageración, como no es posible una subjetividad portentosa que desconozca lo enfático y el rigor de las emociones –aceptadas o no–, como la indiscreción no tiene por qué ser siempre un antivalor, dejo aquí, para esos lectores que me aman y que me odian con el mismo grado de intensidad y de arrebato, mis apuntes exagerados sobre la poética de este artista.

Emanación y exégesis quedan aquí, como prueba ineludible de mi correspondencia con el objeto de mi horror y de mi fascinación.

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