Era 1843. Gustave Courbet dedicado en cuerpo y alma a la pintura, corría en días de gusto por el autorretrato. Su cuerpo e imagen le sirvió de herramienta y fin de la obra que estaba por venir, una pieza que legaría a la posteridad con vehemencia y que, sin lugar a dudas, no consigue esquivar las retinas pegadas de todos sus espectadores.
Corrían tiempos de desesperación e impaciencia para el artista. Su sentir le movía hacia rincones inauditos del alma, donde lo primero que surge, provenía de la intuición y se verbalizaba y volvía realidad, en este caso, a través de las pinceladas. El asombro, la preocupación, la previsión de un porvenir que se desconoce si tácito o implícito, se avecinaba con fuerza iracunda en la vida del artista, al tiempo en que tomaba su pincel y trabajaba en un realismo sujeto a la paleta oscura propia de las tendencias pictóricas de 1800 y dejaba fluir lo mismo que veía venir. Así se posicionó frente a la pieza maestra, que le haría famoso en el mundo entero más adelante, para describir la instancia.
La exploración en el autoretrato es siempre un trabajo de indagación y profundización del ser absoluto. Un período de transición largo en el que el descubrimiento del interior se va volteando en el lienzo con naturalidad y espontaneidad, en la medida en que se va descubriendo. Así actuó el proceso en el pintor español, quien tardó dos años en concluir su autorretrato realista de corte dramático, manifestando lo que llamó la desesperación.
El joven de la imagen mira al espectador de frente como si fuese él lo que se avecina en su vida. Como si él trajese tragedia, problemas, miedo. La mirada necesitada de orientación, hace guiños con quien asiste al encuentro de la obra, pues a través de la imagen conseguida, Courbet consigue la interactividad y hacer parte al otro, fuera del trabajo, de la acción con el solo hecho de inmiscuirse e intentar identificarlo y desnudarlo.
Y mide solo 45×55 cm. En ese reducido y compacto espacio se produce todo, se rebasa las formas y se consigue ir más allá gracias al claro talento y gracia de conseguir una pintura sublime.
Lo que aleja a Courbet del hiperrealismo es el grosor y tenor de sus trazos. La forma en que con delicadeza crea terminaciones frágiles e ínfimas y con fuerza y derroche acaba los climax de la obra. Porque era apasionado, gozaba de la exploración afectiva y sensible y trabajaba precisamente esa realidad metafísica del ser humano mediante la cual podía encontrar y construir sentido.
Y el resultado es el que está a la vista. Una escena dramática, cargada de una fuerza y energía sin igual de conducción y orientación hacia el argumento. Los ojos pasmados ante un futuro que se ve claramente lleno de atavíos consiguen que la cabeza del protagonista de la obra no pueda mantenerse en alto de no ser por sus brazos que la sostienen con una preocupación contagiosa hasta las terminaciones nerviosas. La expresión de un miedo incontrolado, en la mirada y los pómulos enrojecidos de cansancio, hacen eco de un porvenir impostergable e inevitable, con cortes particularmente afectivos de la pintura romántica. Y la técnica el expresionismo y el acabado resultan empáticos, tanto así, que le llevan a la cumbre de las grandes obras de la historia.