Sutilmente delirante, Picasso, Amor y deseo, es la muestra de 52 grabados originales realizados entre 1921 y 1971, que se exhiben por primera vez en Santiago de Chile en el Centro de Extensión de la Universidad Católica.
Amor y deseo son dos órganos vitales de un mismo cuerpo, el que se multiplica en esas musas inspiradoras, devastadoras e inclaudicables mujeres en la vida de un hombre extraordinario, que difícilmente hubiese sido quien fue de no tener su compañía, partiendo por su madre, la primera que creyó en él casi hasta el endiosamiento –sentimiento que se hizo extensivo a quienes lo amaron–.
Una expedición difícil de sobrellevar que dio como fruto obras inigualables, donde la pasión, la magia y ciertamente su devoción por la figura femenina, movieron a un ser excepcional que se vio reflejado en los versos del poeta Gonzalo Rojas: “Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar trecientas a la vez, porque estoy condenado siempre a una, esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso”.
Ensimismado por el encantamiento que ellas naturalmente producen, Picasso desplegó una infinidad de recursos provenientes del grabado para dar forma a una expresión que habla por sí sola, al juguetear con la litografía y el aguafuerte, el gouache o el raspador sobre la piedra. Cada uno como un denominador común que da inicio al desfile de dos imprescindibles: Jacqueline Roque y Françoise Gilot, compañeras de vida que desde la trastienda imponen su determinante figura.
Françoise, estudiante de derecho, pintora, escritora y madre de sus hijos Claude y Paloma, vivió con Picasso entre 1943 y 1954, momento en que La Femme-Fleur, lo abandonó, pero –por sobre eso– Picasso la representó con la determinación de una mujer resuelta y para ello emplea trazos fuertes, los que contrapesa con la serenidad y quietud de una expresión que roza la melancolía, pero que aun así denota una implacable impostura y por así decirlo una angelical fiereza.
Jacqueline, quien fuera su segunda esposa desde 1961, creó un oasis de paz que perduraría hasta la muerte de Picasso a sus 91 años y que el fundador de la Pace Gallery, Arne Glimcher ilustra diciendo: “Hay más retratos de Jacqueline que de cualquier otra mujer en la vida de Picasso”. Sin embargo, aquí se ve a su musa en un plano más bien íntimo e incluso sombrío a ratos, pero aun así le otorga un encanto cargado de recato, al mostrarla siempre de perfil bajo un manto ligeramente enigmático.
Esa condición de desmamados por la que vagamos los hombres por los cuerpos de las mujeres, a la que se refería Vásquez Montalván, es parte de un Eterno Femenino, que encanta a Picasso e, inevitablemente, vuelve a la carga premunido de un buril y un lápiz litográfico. Insumos necesarios para ir tras una respuesta que apacigüe esa máquina delirante de hacer e imaginar.
Sin duda, el grabado fue una de sus tantas facetas donde se movió a sus anchas y lo corrobora a través de su litografía más célebre: La paloma que ilustró el cartel del Congreso Mundial de la Paz en París (1949). Hoy un símbolo universal que da cuenta de lo relevante que era para él una disciplina donde iba de la sobriedad de la punta seca a la envolvente textura lograda con un papel de lija, pasando por la aguada y el prodigioso frotagge, tal como si danzara.
Picasso hace gala de su maestría apoyado en sus grandes obsesiones, donde se percibe su activismo por el amor y el deseo expresado de manera creciente en esa velada picardía de Dos mujeres desnudas (1946), El Caballero (1921), Los Jugadores de pelota (1932), Danzas (1954), El ensayo (1964) o el Burdel, Charlatanas con loro, Celestina y retrato de Degas (1971).
Parafraseando lo más tradicional e hispano, nos entrega en una serie de ilustraciones inspiradas en El entierro del Conde de Orgaz, donde reverbera no sólo el Greco, sino el niño malagueño genial e inquieto que fue hasta viejo. No obstante, este conjunto de grabados hechos entre 1966 y 1967, rememoran al Greco sólo por el título del conjunto publicado por la editorial Gustavo Gili en 1969 y que ahora engalana esta muestra con magníficas aguafuertes en que se combinan lo mitológico, lo erótico y lo circense en una propuesta tan atávica como lúdica, tal cual se aprecia en La mujer, de la fauna y los hombres con barba mirando tablas (1966), la Pareja de amantes observando un cuadro (1966) o Escena del circo con amazonas sobre un carro tirado por un asno (1967).
Picasso, Amor y deseo es el corolario perfecto para un quehacer lleno de guiños hacia el arte universal, donde este eterno provocador invoca la figura femenina con arrolladora delicadeza y para ello recurre a las armas que sólo la sapiencia le entregan como en Carmen (1948), donde mediante un buril sin devastar alcanza un trazo único, casi impensado, demostrando por qué es Picasso, quien indagó afanadamente sobre el cuerpo y sobre ese objeto de deseo idolatrado casi como un acto declarativo a esa Mujer reposando (1931), Mujer ante el espejo (1950), Mujer desnuda coronándose de flores (1930) o esa Mujer de cabellos verdes (1949), todas modelos. Musas imprescindibles y con justa razón, ya que por lo visto para este minotauro, sólo existía una salida: la mujer, compañera, amiga, cómplice y amante al final del laberinto, que a cada paso retomó el hilo conductor de un artista en que no hubo técnica o temática que no abordara, poniendo a la mujer en un sitial de privilegio en una suerte de revisionismo inconsciente que sin querer lo llevó a reconocer su importancia, más allá de la envergadura del propio artista con capacidad para ensombrecer hasta una estrella, pero que igualmente sucumbió ante el magnetismo de esa experiencia siempre inédita de la mujer amada.