¿No sientes el jardín minando los cimientos del mundo, el jardín que taladra el piso por donde andas, que levanta imperceptiblemente las alfombras de los palacios, las planchas de acero de las fábricas de la civilización? ¿No lo ves agrietando el pavimento de las ciudades, el mosaico fino de tu casa? ¿No sientes como un cosquilleo —el de las más leves barbillas, el de las raíces últimas— que te sube por el pie, por el trémulo hilo de la sangre, a sorprenderte —aguja ardiente— el corazón en plena sombra?
Jardín, Dulce María Loynaz.
Por: Suset Sánchez Sánchez
¿Qué puede significar la persistencia de determinadas imágenes en la obra de una artista? ¿Por qué tales motivos insisten en aparecer en su producción simbólica, transfigurándose en el desplazamiento de un medio a otro, en el salto de un soporte a otro? Son estas las preguntas que inmediatamente me asaltan cuando repaso la superficie de las pinturas y las fotografías más recientes de Aimée Joaristi, reunidas en la exposición Umbrías en el Museo La Neomudéjar. La propia artista ha explicado en alguna ocasión:
Mi experiencia pictórica, y muchos de mis ejercicios instalativos y audiovisuales, parten de una intención de recrear determinados ambientes físicos que ya existen, con los cuales he interactuado; o de concebir otros de manera imaginativa, fantasiosa, mediante recursos simbólicos o artificios poéticos. (…) respondo más a una concepción de vínculo emotivo, energético, con esos ambientes o atmósferas; que a una perspectiva de interacción racional o estrictamente lógica.
No extraña entonces que algunas imágenes cargadas de esa energía y alquimia telúricas se repitan como un mantra en la obra de Aimée Joaristi, quizás porque a través de éstas quiere la artista evocar los recuerdos. Puede invocar, también, otros tiempos que rompen la racionalidad de las leyes físicas y que le atraviesan, depositando en su condición de mujer cientos de arquetipos con los que carga y reconstruye una memoria que es suya —personal—, pero a la vez la de muchas mujeres que le preceden y le han transmitido sus conocimientos y saberes ancestrales. Es por eso que la pintura de Aimée deviene filigrana, rizoma, enjambre, maraña en la que nos perdemos; un túnel profundo, hondo, tan largo y serpenteante que nos lleva lejos, a otros lugares, a muchos pasados (¿Y esa luz? Es tu sombra, 2022). Son los hilos enredados en los que se embrolla la biografía vibrante de la artista, una historia de vida y una vida en imágenes que nos lleva de España a Cuba (Isla, 2022), y de ahí a Costa Rica. …Y de vuelta a Madrid, donde la arquitectura ruinosa del museo es devorada por la selva, acaso la mejor metáfora para describir el cuerpo de esta mujer que pinta en abstracto sus Paisajes mentales (2022).
Hay en el trazo gestual del expresionismo abstracto de Aimée una remembranza figurativa que sin embargo la ata a los lugares que ha habitado, una suerte de línea irregular que se hace enfática y se expande por toda la composición, transformándose en raíz, anclándose en la tela como las venas que se bifurcan dentro de nuestra anatomía. Es entonces cuando comprendemos que quizás el lienzo metonímicamente encarna la metamorfosis del cuerpo de la artista mediante el ademán pictórico. Aimée es pintura, su cuerpo transmuta en soporte. La energía vital, la pulsión de vida es canalizada en la materia, condensada en la textura cruda tensada sobre el bastidor, como podemos observar en las piezas fechadas en 2022 bajo los títulos: Bosque sordo, Concierto, Lejos, Umbrías y Metabosque. Por ello esta exposición se nos antoja un grito, catarsis; un momento para reconectar y resignificar la experiencia de vida, pero también los fantasmas de la muerte que han acechado a la artista tras un accidente que la paralizó, que le inmovilizó y le impidió hacer lo que para ella es como la acción misma de respirar, pintar.
Según los etimologistas, la palabra “corteza” representa, en francés, la culminación medieval del latín imperial scortea, que significa “manto de piel”. Como para hacer evidente que una imagen, si uno hace la experiencia de pensarla como una corteza, es a la vez un manto –un ornamento, un velo– y una piel, es decir, una superficie de aparición dotada de vida, que reacciona al dolor y está prometida a la muerte. El latín clásico introdujo una distinción preciosa: no hay una, sino dos cortezas. Está en principio la epidermis o cortex. Es la parte del árbol inmediatamente ofrecida al exterior y es esa parte la que se corta, la que se “decortica” primero. El origen indoeuropeo de esta palabra (…) denota a la vez la piel y el cuchillo que la hiere o la arranca. En este sentido, la corteza designa esa parte liminar del cuerpo susceptible de ser la primera en ser alcanzada, escarificada, cortada, separada.
Pintar entraña así una metodología para habitar las imágenes, para vivir en las imágenes a través de su recuperación por medio de la materia pictórica. Es en el ritual de la pintura donde Aimée Joaristi recita ese mantra que conlleva una permanente resurrección: Pintar, respirar, vivir; y otra vez pintar…