Si de algo estoy seguro, al observar la obra pictórica de Abisay Puentes, es que toda ella resulta de una búsqueda incansable de variaciones analógicas en el extenso tejido dispensado por el gran panteón de las tradiciones artísticas occidentales. La suya es una pintura que se regodea en la idea del homenaje, donde se advierten giros y sobresaltos que vuelven, una y otra vez, sobre un sujeto que lo mismo agoniza que pretexta su libertad a través de extrañas alas. Hablamos de una pintura oscura, de atmósferas densas y de juegos gramaticales que señalan hacia esas zonas en las que el ser humano certifica que es vulnerable, que es falible, que se equivoca y que acierta. Esas mismas zonas en las que, también, se celebra que un día todos fuimos niños. Un momento, una edad, un tiempo en el que anidó, con fuerza extrema, la capacidad desbordada de la ficción y de la fabulación.
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La agonía del mercado del arte
Habría que precisar, ahora, una cuestión que resulta desde todo punto de vista útil para comprender la obra de Abisay. Y es, precisamente, el anclaje autobiográfico que sirve de sustento (o de pretexto) narrativo a la misma. El propio artista, en un intento por desentrañar algunas claves de su poética, afirma “desde que era muchacho, me apasionaba crear historias en mi mente cuando escuchaba una sinfonía o alguna obra musical de los grandes compositores. Hoy mi trabajo, es como uno de los relatos que me inventaba cuando era niño, solo que, el relato que ahora cuento en mi obra es autobiográfico (…)” Lo que explica, en parte, la articulación de ese imaginario que todo el tiempo parece reclamar deudas al sujeto que habita en el horizonte enfático de esa representación.
Tal vez por ello desconcierta un tanto la apariencia de estas obras. En ellas se evoca una suerte de tensión cósmica, un diálogo entre lo que pudiera entenderse como una dimensión filosófica y una proposición teológica. La pintura nunca ha podido decirse así misma, lo que ha llevado a muchos, yo entre ellos, a decirla, a describirla, a pensarla en términos de lenguaje escrito. Los rasgos de la pintura, todo su abecedario conocido hasta hoy, está sujeto a una reordenación constante que depende de la experiencia colectiva en torno a ella y de la propia práctica de los artistas. Cada obra, cada propuesta, cada gesto estético de certificación y de digresión, de afirmación y de extravío, llevan, casi siempre, a discusiones que exceden el mundo de lo pedestre para emplazarse en espacios culturales más elevados, más extraordinarios, más enfáticos.
En el caso de este artista cubano, instalado fuera del lugar de origen, se hace evidente que su obra desea ubicarse en la urdimbre -siempre rica y compleja- de la tropología. Toda la obra de Abisay se organiza y se produce en los límites de la metáfora y resulta, lo quiera él mismo o no, una consecuencia lógica y por tanto presumible, de una condición que ambos compartimos: la de una subjetividad escindida, en esencia. Nuestro yo-individual-tutelar-insular pertenece a dos partes, a dos situaciones geográficas antagónicas: el lugar de origen y el lugar que habitamos ahora. Entre uno y otro se orquesta en un modo de vivir que no puede, le resulta imposible, abandonar a su suerte la mirada sobre el primero.
Basta con una indagación -premeditada y oportuna- en las publicaciones de su Instagram para advertir de esa recurrencia discursiva y de cierta cercanía dialógica entre pasado y presente. La obra, entonces, se revela como un espacio de medicación y hasta de terapia. Hubo momentos, en Cuba, que no fuera comprendida su propuesta, lo que le agenció alguna que otra censura, así como reacciones oportunistas que señalaron la incompatibilidad de la obra con las exigencias de un discurso ideológico “emancipador”. Ello explica, en gran medida, la alusión permanente al estadio de lo simbólico y la predisposición intelectual-afectiva hacia la alegoría como figura retórica.
Tanto es así, que en su statement alcanzamos a leer: “cada código en mi trabajo debe ser explorado por el público. Yo tomo personajes que han sido usados a través de la historia, pero los traigo a mi propio contexto procurando otro tipo de relaciones. Toda mi obra responde a preguntas e interrogantes filosóficas/teológicas que son fundamentales en mi propia vida, para la compresión de mi existencia y del mundo que me rodea. Adán y Eva, el hombre, la fruta, las maquinarias, simbolizan (como dije antes) aspectos de mi vida o experiencias vividas en Cuba hasta mis 36 años y otras muchas experimentadas en el proceso de adaptación en los marcos de una nueva cultura en los Estados Unidos”. Queda claro entonces que nos referimos a un lenguaje cifrado en el que campea, a sus anchas, los relatos personales, las experiencias vitales y las narraciones sociales en las que tales experiencias tuvieron lugar.
Otra precisión de rigor, en este punto, gira en torno al carácter interdisciplinar de la propuesta. En cuanto a la utilización simultánea de recursos en el proceso de aprehensión y de comprensión de la realidad circundante. Abisay se revela, así, como una suerte de humanista en tiempos difíciles. No solo pinta, sino que también hace vídeo y compone música para sus obras. Afirma con lucidez que “la música que le compongo a la pintura es su espacio sonoro. Una es consecuencia de la otra. Ver mi pintura como un elemento aislado de mi música, es mutilar la intención plástico-sonora. El video, así mismo, es el medio ambiente propicio para que se experimente esta simbiosis. Mi acción creadora es un reflejo de lo que hacía en mi adolescencia cuando escuchaba música (…)” Visto de este modo hay que subrayar la pertinencia de esa intención suya de no sujetar (tampoco de constreñir) el acto de la pintura a una realidad bidimensional básica. Por el contrario, busca, ansía, pretexta el deseo de fundar un paradigma transversal, contaminado y barroco. Un ámbito que, como la ópera, satisface el gusto estético desde de la usurpación y el vasallaje de todos los recursos de lenguaje.
Resulta inobjetable por tanto que esa vocación suya, barroca y manierista a un tiempo, se organiza en base a un trato directo y expedito, no sólo en lo concerniente a los temas y a las fuentes citas en el grosor de la materia pictórica; sino también a esa voluntad de mezclar y de cruzar varios lenguajes y recursos en virtud de hacer viable una narración lo suficientemente enfática. Me desconcierta, además, la sintomática recurrencia de personajes acompañados o adherido a máscaras o sujeto-máquina, en su toda su extensión y puesta en escena.
Es curioso como el arte y su dialéctica proyectiva puede anticipar procesos culturales. Resulta escalofriante la manera en la que -a ratos- se convierte en el diagnóstico anticipado de una situación devenida en catástrofe. De antemano pido perdón al artista por esta asociación mía, pero se me hace tremendamente difícil observar sus personajes, recorrer sus extrañas dimensiones físicas en las que los elementos de un utillaje extracorporal conforman la propia anatomía, y no pensar -de facto- en una población mundial que, asediada por el instinto predatorio de este nuevo virus, se ve obligada a lucir como los personajes de sus pinturas. Todas esas mascarillas, esas máquinas, esas arquitecturas promiscuas, remiten, por fuerza, a la identidad del momento en el que vivimos y en el que yo, también angustiado por todo ello, ensayo estas líneas sobre la idoneidad y la audacia de su trabajo.
Entre las actuales circunstancias y su obra se da, de por sí, una suerte de maridaje de relaciones conflictivas y alusivas que no podemos ignorar. Sin embargo, ella es, por otra parte, una poderosa alegoría de un mundo tan concreto como abstracto, tan tangible como evanescente, tan real como salido de la ficción y de sus obsesiones. Creo que, si un artista comulga con el legado de Freudiano, ese es, sin duda, Abisay. Todo el cuerpo narrativo-simbólico de esta obra remite a estados del inconsciente, gestiona los recursos del miedo, empodera la fantasía y redime del dolor y de la angustia. La obra parece leer el contexto, hipertrofiado a voluntad, para escribir metáforas sobre la propia condición humana.
Por este camino, entre la digresión hormonal y la interpretación intelectual, el crítico de arte siempre busca pistas, índices alusivos o certezas congruentes, que le permitan “armar” un discurso. Yo mismo, en ese afán, voy advirtiendo señales que no había localizado en las primeras observaciones indiscretas sobre sus obras. Me percato que su apellido paterno, Puentes, dispensa la primera complicidad con el alcance de algunas lecturas. Su obra no hace sino tender puentes entre la realidad del arte y la realidad del hombre, entre el pensamiento y su ejecución, entre los ideales y su consumación expedita. Es imposible, aunque algunos los pretendan bajo consignas sepultureras y reclamos gregarios, que la pintura pueda muera y abandone a su suerte el gran escenario de la historia del arte.
Mientras que existan artistas como Abisay Puentes, la pintura y el arte estarán a buen recaudo. Él será, como hasta ahora lo ha sido, uno de los guardianes, defensores y cultores de ese giro retórico convertido en carne y en sangre del lenguaje del arte.