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Dos cuerpos sin vida, un cordón de cuero y rabia amarra a los ahogados enamorados del lago negro, y con él, a dos matrimonios, amigos y enemigos, que acarrean el mismo dolor, sin encontrar respuestas en la culpabilidad que se interpelan entre unos y otros. Junto al lago negro no cuenta solo una historia triste, muestra la incomodidad, narra la desesperación y planta en el escenario con fuerza el tormento de una vida insatisfecha y silenciada.

El trabajo de Dea Loher, dramaturga alemana, se caracteriza por el análisis e impacto que generan las decisiones políticas en el ámbito privado de las personas. Bajo esa premisa no es extraño que el colectivo haya seleccionado su pieza teatral Am Schwarzen See, traducida como Junto al lago negro, para presentar, por segunda vez, una problemática político social intensa, poética y aún así delicada. El primer montaje realizado por el mismo equipo escénico fue Prefiero que me coman los perros, y entre sus integrantes encontramos a Jesús Urqueta como director, Nona Fernández, Monserrat Estévez, Cristián Keim y Moisés Angulo como elenco y a Belén Abarza en Diseño de Escenografía e Iluminación.

El rojo tiñe el escenario desde un comienzo, de apoco se aprecian en el vestuario diversas tonalidades del color, hasta bañar las paredes de un intenso escarlata a través de un juego de luces. Y es que visten más que ropa, el color simboliza la pesadumbre, la condena, la incertidumbre y el dolor de su pérdida, sentires que no se dejan ver durante los primeros minutos, en los que, al contrario, acrecienta la incomodidad y la sospecha por saber qué se esconde detrás de aquel forzado diálogo.

Un reencuentro, así inicia la conversación entre los personajes, recordando su primera reunión hace 4 años: un bote, un lago, alcohol, comida quemada y risas. Repetitivo, porque hay palabras que no quieren ser dichas, evitan que sus lenguas lleguen al lugar de donde sus mentes no han podido escapar en los últimos 4 años. El silencio es uno de los espacios más abrumadores, en él se piensa en la última palabra dicha, muchas veces “miedo”; O se crea un espacio de intimidad y complicidad entre espectadores y elenco, ¿cómo no? si todo se detiene para que los 4 en el escenario se queden firmemente observando la butaca. ¿Qué tiene que ver la audiencia?

       

Todo se oscurece y el lago emerge en cuatro pantallas detrás del elenco. Con él la catarsis. ¿Aún conservan la habitación de Fritz? Con esa pregunta, que probablemente muchos hacen luego de una pérdida, se abre una discusión que solo se intensifica con el pasar de los minutos, con las historias de los personajes y sus reacciones. Cada uno carga con el peso de sus elecciones. Monserrat Estévez como Else, una mujer con problemas al corazón que le falta constantemente el aire al sentirse nerviosa o agobiada, por lo que su pareja Jhon, Moisés Angulo, la cuida. Amarrado a la condición de su mujer busca constantemente la libertad y aventura a través de traslados laborales. Él es más sincero y ella más bien especulativa, por el bien de su propia mente. Padres de una joven que a sus 16 años decidió terminar con su propia vida de la mano de su pareja, Fritz, hijo de Cleo, personalizada por Nona Fernández, una mujer encargada de los negocios que se arrepiente de no haber abandonado a su marido, Eddie, Cristián Keim, quien no es muy bueno para los números y más bien se pasa regalando sus pertenencias, dinero y responsabilidades.

               

“El amor ha muerto, la muerte es amor”, esa fue la convicción que llevó a los jóvenes enamorados a hundirse en el mismo bote donde sus padres habrían creado tan buenos recuerdos. Y somníferos. Luego de ser capaces de hablar de la muerte ambos matrimonios se cuestionan entre ellos y entre si, el por qué. Entre culpas el acertijo no se resuelve, probablemente porque no sea solo una la respuesta. “Este lugar, aquí, ya no es bonito”, decía la carta escrita por los difuntos. Entonces cuestionan el lugar, y como no entienden a que se refieren con “bonito” se cuestionan nunca haber conversado con sus hijos, se acusan entre ellos de no haberlos conocido, yendo y viniendo entre la pérdida y sus problemas personales y de pareja. A pesar de las distintas posibilidades que habrían causado el suicidio, trastocando el dinero, el trabajo y el enfriamiento en las relaciones, los personajes se ahogan en su propio lago durante una presentación audiovisual en la que los ruidos fuertes, silencios largos y rostros desesperados cierran la discusión sin llegar nunca al debate necesario: sus propias vidas.

Dos mujeres y dos hombres, una que se hace cargo de todo el trabajo duro y pide al banco hasta el último préstamo posible para que el bar de su marido se mantenga en pie. Él no está muy interesado, le gusta más beber y una buena conversación que llevar la economía del hogar, sencillo, cree que la vida no es para acumular, ella lo tilda de iluso. La otra es obediente, se conforma con un trabajo aburrido para no apresurar su corazón, sigue los pasos de su marido a donde quiera que él vaya, aunque ella sueña con pertenecer a un lugar y él espere de noche el minuto exacto en que su corazón deje de latir para ser libre al fin, porque la enfermedad de ella es también de él. ¿Quién es culpable, sino el mismo dueño de su vida, de no decidir hacer algo distinto de ella? Entonces entendemos por qué el amor novicio murió… y de eso somos todos cómplices.